martes, 29 de julio de 2008

Una matancera que se nombra Laura Ruiz.


(Tomado de El Principal)


La matancera Laura Ruiz irrumpió en el panorama poético cubano a finales de los 80. Lo hizo con buen paso, ganando los premios Bonifacio Byrne y Néstor Ulloa en su ciudad natal. Desde entonces no ha dejado de escribir. Además de su labor dentro de la lírica, se reveló también como una excelente escritora para niños, obteniendo el Premio Hermanos Loynaz de novela. Asimismo ha escrito para el teatro y ha publicado varios libros de poemas. Muchas cosas pudieran decirse de su exquisita sensibilidad, de su entrega a la promoción de otros autores y de los títulos que edita en Ediciones Vigía, pero mejor son sus respuestas convincentes y hermosas.
—¿Qué significa para ti ser poeta?
—Sé qué pienso de los poetas, pero explicar qué significa que yo lo sea, es más difícil. La poesía para mí es una urgencia, la salida que más me auxilia cuando necesito decir lo que callo, sin tener que hablar apenas. Es la posibilidad, a la vez, de lanzar el grito y de hablar en un susurro. Es una senda de doble vía: la salida y la entrada del dolor y la reflexión. Es el dictado y es también mi propia voz oculta que pugna por salir, escaparse garganta afuera. Lo que se dice sin entreabrir los labios. La intimidad mayor y a la vez la exposición inevitable de esa intimidad. La luz y la sombra que esa misma luz derrama. No es algo que he preferido, sino algo que me sucede. No es un mérito, es solo un desahogo y una responsabilidad. Peligro y suavidad. Sintetiza todo lo que no he elegido pero me acontece, lo que me acontece y no me es dado hacerlo manejable: es el pozo. Acercarse a un pozo desconocido, inesperado, en medio del camino/vida. Acercarse a mirar por una ventana desde dentro de la casa-cuerpo hacia fuera.
—¿Por qué te interesa el teatro?
—Me interesa como me interesan la música, la pintura, la Antropología, las culturas indígenas, las montañas... Mira, cuando terminé doce grado, quería estudiar Antropología, pero no existía como carrera universitaria. Y pensé en muchas otras cosas, como Teatrología y Dramaturgia. Al final tampoco elegí eso... Pero ahí estaba ya, viva, la intención, el placer, la necesidad. Me apasionaba el teatro, aún me apasiona. ¿Te imaginas en el albergue de una beca de provincia, sentada en el centro de una litera y contando la historia de Blanche Dubois?
«Era una auténtica locura, porque además siempre creían que yo estaba contando una novela rosa... A veces hasta tenía que cambiarles el final a las obras porque el verdadero desencadenamiento de los hechos, a mis compañeras no los hacía mucha gracia. Esa fue mi primera mirada al teatro, sin embargo, jamás pensé escribir nada que tuviera que ver con eso.
«Pero... una noche comencé a escribir un texto que se llama A ciegas y lo que resultó fue esta suerte de poema dramático. Y estoy feliz de haberlo hecho. Si está bien o mal no lo sé, tampoco me importa mucho. No es eso de lo que hablo. Hablo de haber podido, sin proponérmelo, hacer lo mismo que contaba sobre aquella litera y que habían hecho otros. Otros a los que jamás alcanzaré, está claro, pero que me apasionan más porque tengo la ilusión de que ahora los entiendo mejor. Ha sido un gesto, el gesto de regresar a mis 17 años, a mí misma.
«A ciegas es una obra en un acto único y seis escenas. Y por sobre todo es un texto sobre la espera. Refiere un encuentro entre Ana, que espera a su novia Amalia y quien aparece es la Sombra (así se llama el personaje) de Amalia Simoni que espera a Ignacio Agramonte, quien no acaba de regresar de la guerra. La obra transcurre en un cuarto de un solar, en una noche, en medio de un corte de fluido eléctrico de los que padecemos acá y se mueve a través de un diálogo entre estas dos mujeres y entre ellas y la historia de Cuba. Al menos ese fue el intento».
—De tu trabajo en Vigía, ¿qué experiencias puedes relatar?
—Difícil, extremadamente difícil es ejercer de mediador en las necesidades personales y colectivas, porque presupone un esfuerzo que quizá solo el entusiasmo pueda llevar adelante. Mediar, conciliar, es la misión de un editor. Esto conlleva muy altas exigencias, pero está bien que todavía se espere algo de algún oficio. La labor de editar, de permanecer en línea neutra, siendo aliado de todas las partes en juego es una tarea riesgosa por todo aquello que esperan del intermediario. Esperan los lectores, el autor y, por si fuera poco, el editor en cuestión.
«De esta suerte he tenido muchas experiencias positivas y negativas en Vigía. Las negativas prefiero no recordarlas —intento que no me lastimen demasiado—. ¿Las positivas? Casi todas. Vigía ha sido para mí (es) algo muy importante, definitorio en mi vida. Extraordinario y vital fue trabajar en el Libro de Job, de Fina García Marruz; muy hondo fue editar Parloteo de sombra, de Damaris Calderón; un lujo estar cerca de Conversación con los difuntos, de Eliseo Diego, y un reto permanente es hacer, seguir haciendo, La Revista del Vigía. ¿Crees que con tantos privilegios, tantas honduras, voy a detenerme en las experiencias negativas? No, esas no cuentan. Sería una ingratitud. Cada labor, cada oficio, tiene su precio. Acepto pagarlo, con toda la dignidad de que yo pueda ser capaz».
—¿Ser mujer influye de alguna manera en tu literatura? ¿Y ser madre?
—Por supuesto, como influye residir en Cuba, estar a las puertas de los 40 años, vivir en Pueblo Nuevo, habitar una casa de 1900, haber leído los libros que he leído, haber conocido a las personas que he conocido, haber visto las ciudades que he visto... Todo influye, porque todo pasa por el cuerpo, el alma y hasta por esos famosos impulsos eléctricos que nos hacen acercarnos a una cosa u otra, a unas personas u otras. Indudablemente ser mujer influye, no para ser mejor o peor sino para relatar, dar testimonio de una realidad tan valedera como la de un hombre, solo que de manera diferente. Podríamos estar horas enteras hablando de este tema tan polémico. De cualquier manera aspiro a ser (y a escribir) como blanca, negra, asiática, indígena, hombre, mujer, millonaria, pobre, heterosexual, homosexual, animal, madera, vegetal, mineral, sobria, ebria... Aspiro a poder asomarme a un espacio que contenga todo esto y sea a la vez un espacio neutro, una plaza colmada y a la vez virgen.
«¿La maternidad? Ha sido decisiva, pero no por los mitos de ternuras y martirologio que la han acompañado durante siglos sino porque a partir de ella, a partir de que comencé a ser, por sobre todo lo demás, «la madre de Beatriz» es que he comenzado a sentir con verdadera fuerza lo que significa la humildad, lo que representa ser ese punto pequeñito en el mundo, ese eslabón diminuto, parte de todo, alejado de todo egocentrismo. Mi hija me ha regalado, además de su amor, su compañía y sus conversaciones, una nueva dimensión de mí misma. Así es que la agradecida no ha de ser ella por «haberla traído yo al mundo», sino yo, porque me regaló la humildad».
—¿En qué trabajas actualmente?
—En cuidar con total devoción y esmero una planta de violetas porque está llenita de símbolos para mí. Recién estoy terminando la edición de un libro de Roberto Manzano, La Hilacha. Preparo el siguiente número de la Revista del Vigía, que versará sobre la memoria y el olvido, y culminé un libro de poemas titulado ¿A qué país volver? Intento terminar otro acercamiento al teatro, que tiene como título provisional Lluvia dorada, lluvia negra.

Fuente: el tintero

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