jueves, 14 de febrero de 2008

Amor: el justo nombre de la vida.



Por: Luis Jesús González
Cuenta la mitología griega que la diosa Afrodita, humillada por la belleza de Psiquis encomendó al joven Eros que lanzara sus flechas de amor contra su adversaria, pero al hacerlo la punta del dardo hirió el cuerpo del adolescente arquero haciendo nacer la atracción entre ambos, la que llegaría a un final feliz después que la hermosa Psiquis aceptara el triunfo de la deidad.
Empeñados en justificar su mundo, los sacerdotes, filósofos y poetas de la antigüedad buscaron a Eros los más diversos orígenes, entre ellos el de ser hijo del tiempo, la tierra, la noche y la belleza, entre otras deidades, discusión en la que nunca llegaron a ponerse de acuerdo. A pesar de la leyenda y los múltiples testimonios conservados hasta el presente, Eros nunca obtuvo una consideración especial de los griegos, al extremo de relegarlo a un segundo plano entre las figuras del Olimpo. Por su parte los romanos consideraron al amor como un complemento de otros seres mitológicos como Hércules, Baco y Adonis, máximas expresiones de las virtudes más reconocidas de la época, como la fuerza, la alegría del vino o la virilidad masculina.
En una sociedad organizada bajo una férrea estructura militar y con las mujeres reducidas al ámbito doméstico, el amor quedó restringido a la reproducción biológica y la satisfacción de las necesidades sexuales de los hombres, entre los que la bisexualidad era una práctica frecuente, incluso a escala imperial.
Contradictorio resulta que mientras griegos y romanos negaban la inserción social femenina, sus representaciones artísticas del amor abundaban en detalles que exaltaban la sensualidad del placer por encima de los sentimientos, en tanto, su teatro asignaba a las mujeres conductas egoístas o adúlteras. Sus filósofos, enconados rivales de las más diversas escuelas del pensamiento, exponían criterios celestiales y humanos, porque mientras Platón consideraba al amor como el complemento de la inteligencia, Epicuro lo definía como la necesidad que viene de la naturaleza y que puede ser satisfecha a todo gusto.
La llegada del cristianismo a Roma traería aparejado un cambio de estas concepciones, ya que sin modificar la posición social de la mujer, colocaría al adulterio entre los pecados capitales y limitaría el deseo amoroso a la expansión de la familia.
Esta nueva concepción religiosa llegaría a dar hasta mártires, como es el caso de Valentín, condenado a muerte por el emperador Claudio II en el año 270 de nuestra era por no adorar a los dioses oficiales romanos y dedicarse a bendecir el matrimonio de jóvenes parejas bajo el rito cristiano, hecho condenable para el Imperio, cuyas preferencias militares apuntaban hacia los jóvenes solteros, caracterizados por un arrojo y osadía superior a la de los casados.
Durante el cautiverio y al percatarse de que Valentín era una persona instruida, su carcelero le pidió que enseñara a su hija Julia, quien pocos años atrás había quedado ciega. Tal fue el empeño puesto en la educación religiosa de la muchacha que durante un rito recobró la vista, hecho que muchos interpretaron entonces como que Julia veía con los ojos de su maestro. El 11 de febrero del año 270 Valentín fue ejecutado en un puente que la tradición popular rebautizaría con su nombre y enterrado en la iglesia de Práxedes en Roma. Cuentan que en reciprocidad, Julia sembró un almendro de flores rosadas junto a su tumba, lo que fortaleció el mito del amor idílico, germen de un patrón alentado por la iglesia en la época medieval.
Grandes poemas épicos como el Cantar del Mío Cid, Los Nibelungos o la Canción de Roldán, colocan el honor y el pudor sobre la belleza física. Las novelas de caballería idealizan los vínculos entre los caballeros y sus jóvenes doncellas, mientras los sonetos de Petrarca a Laura enmascaran el deseo en una pasión mística que alcanzaría su mayor expresión en Dante Alighieri y su idílica relación con Beatriz, la musa de su poema La Vita Nuova y protagonista del Paraíso en su magistral Divina Comedia, a quien solo vio una vez, cuando esta contaba con ocho años.
Pero mientras los poetas cantaban a la ilusión, los obispos y sacerdotes expresaban el amor en la forma más terrenal, al extremo que el papa Clemente VIII añadió a la prohibición de que las mujeres administraran los santos sacramentos, el célebre voto del celibato para los hombres, razón por la que aún hoy las autoridades católicas permanezcan solteras. Esta prohibición convertiría por siglos a la diminuta República de Montes Athos en el único estado de la tierra habitado solo por hombres, ya que por estar poblado enteramente por religiosos, restringió la entrada de seres de sexo femenino, incluidos animales.
Al tiempo que occidente plasmaba el amor sobre bases restrictivas, en el otro extremo del planeta las concepciones variaban hacia la elevación de los placeres carnales a través de una amplia literatura sobre el tema, con obras que han llegado hasta nuestros días como el Kamasutra hindú o las más variadas expresiones de la sexualidad en China y Japón.
Mientras el cristianismo en Europa restringía y santificaba la unión matrimonial de un hombre y una mujer, culturas como la asiática y la árabe respaldaban la práctica de la poligamia hasta en el plano religioso, incluso el Corán, libro sagrado de los musulmanes, solo estipula como pecado la relación de un hombre con más de cuatro mujeres.
Por su parte los chinos hicieron del concubinato una relación natural bajo un mismo techo y muchas cortesanas alcanzaron un enorme poder por su influencia sobre los emperadores, al tiempo que las geishas niponas (damas de compañía) merecían un reconocimiento social insospechado en otras latitudes.
Con la llegada del renacimiento la representación del amor cambiaría exclusivamente en una parte de su expresión externa, ya que si bien las vírgenes cristianas fueron más voluptuosas, las heroínas del teatro isabelino en Inglaterra siguieron siendo interpretadas por robustos mancebos, quienes tuvieron que apelar a todo su histrionismo para dar veracidad a personajes clásicos como Julieta, Desdémona o Lady Macbeth.
Para los pensadores europeos las contradicciones entre sentimientos y deseos hizo que el francés René Descartes lo incluyera entre las pasiones primitivas, en tanto el británico Dugald Steward lo desmembrara en tres etapas: apetito, deseo y afecciones.
Con la llegada del siglo XIX, los románticos transformaron la melancolía en la interpretación lírica del amor sufrido. Byron y Shelley, entre los ingleses, Goethe, en Alemania y Becquer por España hicieron del sufrimiento un lugar común, a pesar de que unas décadas antes una monja mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, cantara al amor con una insólita visión humana. Los simbolistas y naturalistas franceses dejarían constancia de otras visiones. Baudelaire y Zola describirían las sensaciones y tragedias de la prostitución y la explotación de la mujer, en tanto Toulousse-Lautrec inmortalizaría a las bellas bailarinas del Moulin Rouge como resultado de una pasión no correspondida.
Transformador, el siglo XX extendería el amor a través de los nuevos medios de comunicación. Mientras los apasionados besos silentes de John Barrymore, Mary Pickford o Greta Garbo despertaban extrañas sensaciones desde la pantalla, la melodiosa voz de Carlos Gardel anunciaba su entrada en el Paraíso el día en que alguien lo quisiera. Por esos días la poesía alcanzó niveles asombrosos y mientras el chileno Pablo Neruda ponía a hispanoamericanas a suspirar con sus Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada, Alfonsina Storni y Juana de Ibarburu ganaban espacio en el camino que abriera medio siglo atrás la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y que hoy llega con un lenguaje desenfadado y libre de subterfugios.
Primero la radio y más tarde la televisión trasladaron el folletín de las revistas femeninas al corazón de oyentes y televidentes con todas sus variantes lacrimógenas y edulcoradas que aún hoy intentan convencer a una empleada doméstica de que puede encontrar su felicidad al lado de un millonario. Con el aval de haber devuelto la visión a la joven discípula entre sus milagros y su sacrificio de la vida a favor de la fe, Valentín fue elevado a la categoría de Santo por la Iglesia Católica e incluido entre las figuras veneradas, un 14 de febrero. Casi 1 700 años después de su muerte, el calendario católico reconoció la fecha como el Día del Amor, lo que fue interpretado como la celebración de los amantes y ocasión para incrementar la venta de los más variados bienes y objetos.
Más tarde el mundo conoció la aparición del beatnik y sus herederos de la pasiva “revolución hippie”, con los postulados de los ideólogos de nuevo sello que preconizaban el amor libre y orientaban a los jóvenes a hacer el amor y no la guerra, como parte de lo que ellos intentaban hacer en contra de la voluntad de sus progenitores.
Junto con la “popularización” del amor se desencadenaron las más variadas tendencias. El lugar de los filósofos fue ocupado ahora por los sexólogos, quienes suplantaron a los seguidores del psicoanalista Sigmound Freud, mientras los editores sumergieron al mundo en una oleada de revistas especializadas por razones científicas y comerciales, al punto de que la pornografía, hasta en sus variantes más ruines, ganó categoría de mercancía, incluso con prolongaciones digitales en nombre del amor.
Pero por suerte el amor existe. No el que se vende o se trafica por los mercaderes del dolor sino el que vive y respira en cada espacio noble y generoso de cada ser humano como una fuerza capaz de realizar proezas increíbles y salvar obstáculos inmensos. El amor está en nosotros como una razón para existir y perpetuarnos. Nadie ha logrado evadirlo. Inmaterial o corpóreo, el amor toca desde tiempos sin historia cada acción de la vida, porque el amor, independientemente de los criterios de filósofos y poetas, es y será la vida misma.

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