sábado, 2 de marzo de 2019

La muerte de Arthur y nuestra enfermedad mental


Quienes en Brasil conmemoran la muerte de un niño escoltados por su odio, están revelando un divorcio con parte de su propia humanidad.

Arthur Araújo Lula da Silva. Foto: archivo familiar.
Por Glauber Piva* / Revista Forum
La muerte no es el mejor de los inventos, aunque podemos elaborar teorías y explicaciones, ella siempre expone nuestras entrañas, nuestros defectos, nuestras ansiedades, nuestras arquitecturas emocionales, culturales o sociales.

Hay muertes que nos duelen poco, otras nos rasgan por dentro, acortan nuestro horizonte, remueven nuestros suelos, revelan nuestras redes. La muerte de Arthur, el nieto de Lula, es de esas muertes que, además de la indescriptible tragedia personal y familiar por la que nadie merece pasar, también revela el estado mental de nuestra sociedad. En alguna medida perdimos no sólo la conexión con nosotros mismos, con lo que somos (o creíamos que éramos) como nación, sino perdemos, también, la conexión con lo que nos trae la posibilidad de ser una nación: el hecho de ser humanos.

Cuando las personas, con o sin cargo público, con o sin notoriedad, conmemoran la muerte de un niño de siete años escoltados por su odio, están revelando su divorcio con parte de su propia humanidad.

Lula es un abuelo que perdió a su nieto. Enterrar un hijo o un nieto es algo para lo que nunca nadie está preparado. Yo tengo hijos y no puedo imaginar el dolor de esos padres, de ese abuelo, de esa familia. Habría querido estar allí para abrazarlos, pero ese no es el único punto. Además del dolor por la pérdida personal, también tenemos la tragedia colectiva. La deshumanización de la muerte y del duelo es la herencia contemporánea que recibimos de ese oscurantismo que construimos a muchas manos. Como si todos juntos hubiéramos apagado las luces del horizonte.

A veces me siento viviendo dentro del Ensayo sobre la Ceguera, de Saramago. Parece que no hay una brújula moral que nos esté indicando los caminos. Simplemente porque, en parte, perdemos la conexión con los principios de nuestra humanidad. Y así alimentamos nuestros dolores con relaciones tóxicas, con palabras de ruptura.

No se trata más de debatir nuestras preferencias políticas, nuestras concepciones sobre desigualdad social y política macroeconómica, nuestras lecturas de planificación urbana y previsión social. La cuestión es del orden de la salud mental. Ya sucedió otras veces, como en la muerte de doña Marisa o con la cuchillada a Bolsonaro. Nuestro problema, como sociedad, es nuestra comprometida salud mental. Día a día nos revelamos como un país esquizofrénico, con disturbios del pensamiento y de las emociones, cambios en el comportamiento social mínimamente aceptable. Parece que, como país, estamos perdiendo la noción de la realidad y del juicio crítico.
Estoy diciendo, con eso, que hay algo más grave y más profundo que la “pena” por el maltrato individual de quien conmemora la muerte dolorosa e inadmisible de un niño. Nuestras relaciones se han vuelto tóxicas porque estamos perdiendo nuestros valores humanos más profundos y determinantes para que podamos sobrevivir como especie: la capacidad de ser empáticos, de colocarnos en el lugar del otro y diseñar colectivamente la posibilidad de convivencia y los próximos pasos.

Que no necesitamos muchas otras tragedias para que reconozcamos nuestras enfermedades. Que, además de Brumadinho, Mariana, de Flamengo, de Arthur y de todo lo que sucede todos los días, recuperemos nuestra disposición a la justicia y a la solidaridad.

¡Arthur Lula da Silva, presente!

*Glauber Piva es padre de Théo y de Nina. Maestro en Políticas Públicas y Formación Humana (UERJ), es un comentarista de la vida común. Últimamente escribe sobre ciudades e infancias, política y comunicación.
Traducido por Dominio Cuba

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