miércoles, 6 de marzo de 2019

Bernard Sanders y un mea culpa deseado


No se sabe si Bernard Sanders llegará a ser presidente de Estados Unidos, pero indicios ha dado de tener esa aspiración
Sanders es portador de la ideología que llegó a los futuros Estados Unidos con el Mayflower y se entronizó con el positivismo allí arraigado. Foto: Reuters
No se sabe si Bernard Sanders llegará a ser presidente de Estados Unidos, pero indicios ha dado de tener esa aspiración. En todo caso, el autor del presente artículo apunta que no ve por qué darle el tratamiento de Bernie en tierras donde achicar el nombre se asocia al afecto.

En la tradición anglosajona parece cosa de rutina, afín a un pragmatismo que se expresa en su lengua y busca ahorrar caracteres y fonemas. Pero ello no debe seguirse miméticamente en nuestras tierras, a las que nada invita a pensar con cariño en los jerarcas yanquis como si equivaliesen a Guille, Jacobito, Donaldito y otros diminutivos por el estilo. No se añade Barackito porque sonaría muy raro, pero tal vez al aludido le habría satisfecho que se le diera ese nombre, para ornar también con él la imagen edulcorada que procuró dar de sí, en lo que tuvo éxito.

A Sanders no le costará gran esfuerzo lograr una imagen mejor que la de Donald Trump. Lo ayudan las groserías de este último, y la gran cantidad de personas a quienes por pobreza, condición étnica, género, preferencia sexual, situación migratoria y otras desventajas les urge que la nación tome derroteros distintos de los que promueve el actual césar. Pero nadie ha de olvidar que –como sus predecesores, incluidos el patán Donald y el también guerrerista Obama, quien tuvo la inmoral patente de corso del Premio Nobel de la Paz– Sanders hará lo que los rectores del imperio le permitan o le ordenen hacer. Y probablemente se sienta complacido con ello.

Una buena imagen lo beneficiaría dentro y fuera de su país. En Cuba lo ayudaría que las fuerzas dominantes de la voraz potencia le propiciaran encaminar ofrecimientos como los manejados por Obama. El pueblo cubano no quiere vivir de ilusiones, pero sufre las penurias que le ha ocasionado –más que las agresiones armadas y el terrorismo patrocinados por los gobernantes de Estados Unidos– el bloqueo económico, financiero y comercial que esa potencia le aplica desde hace seis décadas. Naturalmente, en tales circunstancias el aflojamiento del bloqueo le aliviaría la vida.

Por ello, aunque insuficientes y tímidos, los anuncios de Obama de que trabajaría en pos de la normalización de relaciones entre los dos países, generaron expectativas estimulantes. La posibilidad de que esos anuncios se hicieran realidad era tan importante para Cuba que le daba razones para recibirlos con entusiasmo. Pero hubo quienes, con un raro arte de deducir, concluyeron que las promesas de Obama eran casi irreversibles.

Menos mal que usaron ese adverbio menudo, casi, porque bastó un cambio de césar para que lo tratado con Obama se revirtiera en escaso tiempo. Tal experiencia constituirá un antídoto contra nuevas ilusiones infundadas, por muy nobles que pudieran ser; «pero no están de más ciertos cuidados», escribió en otras circunstancias un poeta.

Ahora parece que hay quienes asumen que Sanders no es solo un político interesante, sino que ha lanzado ideas renovadoras como en el gobierno de su nación no las ha habido de Roosevelt para acá. ¿Será sensato olvidar que la imagen de ese presidente se edulcoró con la promoción, en los años 30 del siglo XX, de una supuesta buena vecindad? ¿Buena vecina para nuestra América la potencia que Simón Bolívar, en 1829, dijo que parecía destinada por la providencia a plagarla de miseria en nombre de la libertad? A la mente vienen los años 60 de aquel siglo, con John F. Kennedy y la Alianza para el Progreso.

Es prematuro afirmar o negar que Sanders llegará a ser presidente de Estados Unidos, aunque tiene mucho más que un Buick. Pero todavía más seguro es que, de alojarse en la Casa Blanca, tendría que obedecer a los mandones mayores de su país, entre los cuales descuellan los magnates de las armas y la guerra. Así ocurriría aunque él fuera un comunista inconfeso, algo que nada autoriza a imaginar, ¿o sí?

Ya tiene de su lado la aureola de «socialista». Si se entiende que lo es –como una de las acepciones del término– porque ha expresado preocupación ante problemas sociales de su país, valga el rótulo, aunque de todos modos sería engañoso. Y si se hace porque se le regala ese título a la socialdemocracia de su nación, habría que recordar dos cosas: en todas partes del mundo la socialdemocracia sigue viviendo a expensas del socialismo, dificultándolo cada vez más; y la de Sanders sería una socialdemocracia imperialista.

No es cuestión de malabarismos verbales. Sanders es portador de la ideología que llegó a los futuros Estados Unidos con el Mayflower y se entronizó con el positivismo allí arraigado. Como en otros, en ese político todo pasa por el mesianismo según el cual los ciudadanos de su país (los blancos y ricos, léase) son superiores. «Dios habla con ellos», según decía George W. Bush que le ocurría a él, y están llamados a dominar al mundo para engrandecerlo con sus valores: imponerle sus aspiraciones y dominarlo.

Sanders, y al igual que él otra exponente del supuesto socialismo de su país –la joven y mediática Alexandria Ocasio-Cortez–, ha apoyado los planes de agresión contra Venezuela. Cuba recordará las estratagemas del Obama que vino para promover su campaña en pos de conseguir aquí con la falaz zanahoria lo que no ha logrado el garrote imperialista desde que la Revolución triunfó, y de La Habana partió para Buenos Aires. Allí siguió orquestando, con su lacayo local y con otros, la campaña enfilada a derrocar el proyecto bolivariano que hoy continúa desafiando y venciendo las criminales maniobras del imperio empeñado en aplastarlo.

¡Ah!, ¿que Obama y Sanders son demócratas y el patán Donald es republicano? En crónica fechada en Nueva York el 8 de diciembre de 1886 José Martí escribió: «El partido republicano, desacreditado con justicia por su abuso del gobierno, su intolerancia arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las cuestiones esenciales que inquietan a la nación, y su afán predominante de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos públicos».

Con la limpieza de principios que caracteriza a Cuba, y le viene de Martí, Fidel Castro y otros fundadores, ella necesita aprovechar las fisuras que un cambio de política en la Casa Blanca pudiera introducir en el bloqueo que intenta asfixiarla. También sabiamente se ha dicho que es difícil imaginar –¡pero no es imposible!– una política peor contra ella que la sostenida por la actual administración estadounidense, salvo que llegue a la presidencia de esa nación alguien como el abominable Marco Rubio.

Pero la propia limpieza aludida animará siempre a Cuba a no sobreponer sus intereses nacionales a los derechos de otros pueblos. Fidel dio una clara lección de esa conducta cuando no aceptó mejoras para su pueblo a cambio de renunciar a la solidaridad con la causa independentista de Puerto Rico.

Hoy el imperialismo urde contra Venezuela planes más feroces aún, si cabe, que los impuestos a la hermana Antilla desde 1898: entre otras razones, porque el subsuelo de esta última no alberga las colosales reservas de petróleo que existen en el venezolano.

En Cuba, ¿qué no sabremos del monstruo en cuyas entrañas vivió Martí, quien tan temprana, resuelta, lúcida y combativamente lo denunció, e intentó impedir la consumación de sus designios? Huelga decir que este artículo no se escribe desde perspectivas estadounidenses, sino desde la defensa de los derechos y justas aspiraciones de Cuba, donde la mayoría de la población sabe lo que está en juego, y no se ilusionará con análisis que, aunque se proclamaran mayoritarios, no rebasan puntos de vista de minorías ganadas por los cantos de la política de Estados Unidos.

Si allí se quiere encontrar una verdadera fuerza de izquierda, búsquese fuera del falaz bipartidismo que representa esencialmente los intereses de un solo partido: el de los poderosos, llámense republicanos o demócratas. Aun así, si Bernard Sanders llegara a la Casa Blanca y tuviese una conducta que dejara sin razones lo aquí escrito, el autor no vacilaría en declarar: ¡Mea culpa! Hasta lo quisiera, por el significado que tendrían los hechos. Pero se sabe con razón para exclamar junto a la gran mayoría de su pueblo: ¡Aquí no se rinde nadie, ni se deja engañar!

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