¿A
caso le salvará a Trump su hostigamiento de incitar una guerra civil en
EE.UU., en su desesperación, para ganar las elecciones presidenciales a
su rival Biden?
El estallido de disturbios y violencia
generalizada en Estados Unidos a raíz del brutal asesinato del
afrodescendiente George Floyd a mano de un agente de policía racista ha
puesto en duda la reelección del presidente de EE.UU., Donald Trump en
las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre.
Para pesquisar las razones que plantean tales dudas no hace falta decir que Trump es el presidente más controvertido en la historia de EE.UU., que desde que llegara a la Casa Blanca, allá en enero de 2017, no ha parado de generar polémicas por doquier con sus medidas draconianas implementadas con el único objetivo de saciar las ansias de dominio mundial de Estados Unidos.
La supuesta injerencia de Rusia a su favor en las elecciones de 2016 que le ha dado algún que otro quebradero de cabeza por ser la espada de Damocles le ha perseguido por mucho tiempo junto a otros escándalos morales de tinte sexual y económico, así como la interferencia de sus familiares, especialmente su yerno, Jared Kushner, en los asuntos del Estado.
Si todo eso no fuera suficiente para ver cómo se tambalean sus aspiraciones de seguir permaneciendo en la cúspide del poder por otros cuatro años más, se le puede sumar su caótica gestión de carácter inestable al mando de la primera superpotencia mundial por las sucesivas remodelaciones de su cerco de colaboradores gubernamentales y por la falta de logros significativos en su política exterior marcada por un hostigamiento sistemático a otros actores a nivel internacional.
Entre estos sonados reveses inscritos hasta la fecha en la política exterior de Trump se puede mencionar la retirada unilateral del acuerdo nuclear firmado en 2015 por Teherán y el Grupo 5+1 (entonces formado por EE.UU., el Reino Unido, Francia, Rusia y China, más Alemania), el declive de la economía estadounidense, el fracaso de las conversaciones nucleares entre Washington y Pyongyang, el aislamiento en los desarrollos de las crisis surgidas en Irak y Siria por su patrocinio a los grupos terroristas posesionados en estos territorios y el apoyo a Arabia Saudí en su estrepitoso fiasco de agresión contra Yemen.
El resultado de estos llamativos chascos para la Casa Blanca se tradujo en una derrota republicana en las elecciones intermedias celebradas en noviembre de 2018 seguidas de una aprobación de la destitución de Trump por parte del Congreso, de mayoría demócrata, como así de un plan de limitación de sus poderes presidenciales.
La incapacidad del magnate neoyorquino para coordinar a tiempo la lucha contra la propagación del nuevo coronavirus, causante de la COVID-19, entre la población estadounidense que llevó a este país a ser el epicentro de esta crisis pandémica con la muerte de más de 100 000 personas, seguidos de los nuevos episodios de represión policial ordenados por él para sofocar las protestas raciales registradas en las diversas ciudades norteamericanas por la muerte del afroamericano George Floyd, ha restado credibilidad a su gestión presidencial y puesto en entredicho sus posibilidades de una nueva reelección.
Entre otros desaciertos aireados por Trump, que le podrían alejar de sus sueños de permanecer sentado en su trono imperial por otro periodo de cuatro años, estaría su enfoque erróneo hacia los medios de comunicación que condujo a una confrontación flagrante contra los profesionales de este gremio de renombre mundial provocando así un recelo generalizado entre la opinión pública estadounidense y mundial contra la Casa Blanca.
El hecho de que el patrón del racismo institucional arraigado y esparcido en todos los estamentos del poder de EE.UU. haya alcanzado su punto máximo durante el mandato de Trump en la Casa Blanca, hace pensar que muchos estadounidenses ya no quieren verle a este multimillonario inmobiliario pasear más por sus jardines después de enero de 2021. Puesto que durante el período de su mandato, el apartheid estadounidense mostró su verdadero rostro horrendo al implantar unas férreas políticas de inmigración para frenar, entre otras cosas, la llegada de miles de migrantes indocumentados a su territorio, cuya mano de obra es esencial para la correcta marcha del tejido productivo industrial del país, seguida de la construcción de un muro divisorio en la frontera mexicana y apadrinar la violencia organizada por los grupos de extrema derecha en contra de las minorías étnicas, en especial de la comunidad afroamericana.
El racismo en Estados Unidos es una realidad que pocos lo pueden negar con hechos, ya que está muy arraigado en la sociedad estadounidense, y es de tal magnitud que los propios ciudadanos son bien conscientes de este sentimiento exacerbado, extendido en muchos casos en el seno de la comunidad anglosajona que, a menudo, causa discriminación o persecución contra otros grupos étnicos que conforman la población de esta nación, que “fundamenta su grandeza” en la migración de otros pueblos a esos lares.
De hecho, tal y como señala el destacado filósofo y activista estadounidense Noam Chomsky desde la Declaración de Independencia de EE.UU. del imperio británico en 1776 y mucho después, los sucesivos gobiernos de Washington privaron a los miembros de la comunidad afrodescendiente de sus derechos fundamentales, ya que en aquel entonces no se contemplaba abolir la esclavitud de las personas llegadas de África por el simple hecho de que la mano de obra de este colectivo racial era de suma importancia para los planes de desarrollo de la estructura colonizadora de la nueva nación llamada los Estados Unidos de América.
Con todo este bagaje discriminatorio y segregacionista inscrito en la revisión histórica de EE.UU., del cual Trump lo ha seguido a pie de la letra con sus impopulares medidas, bien sean migratorias o económicas, trata ahora por todos los medios posibles ganar la batalla electoral del primer martes de noviembre a su rival demócrata, Joe Biden.
Es poco probable que la política de la Casa Blanca de culpar a China de la crisis global de la COVID-19, o culpar a los demócratas por incitar las manifestaciones contra la brutalidad, la violencia, el abuso y el odio racial en EE.UU. puedan servirle de mucho como salvavidas a Trump para salir indemne de lo que se avecina y más cuando su propio partido le ha dado la espalda.
Del mismo modo que los intentos de entrar en una guerra con un país extranjero para desviar la opinión pública de las innumerables políticas fallidas de la Casa Blanca no pueden ser efectivas en el poco tiempo que queda hasta las elecciones.
La única esperanza para el magnate inmobiliario es que suceda un milagro de aquí a cinco meses para cambiar esta coyuntura contraria a sus intereses electorales. Son muchos los que apuntan a que Trump, en su desesperación, intenta polarizar a la sociedad estadounidense con su retórica segregacionista y racista a cuenta del nuevo capítulo del contenido discriminatorio vivido en estos días en todo Estados Unidos.
De hecho, el trato racista y brutal que ha dispensado Trump a los manifestantes, quienes salieron a las calles para protestar en contra de la violencia policial, al tacharles de “matones” y amenazándoles con reprimirles y dar la orden de disparar a fin de sofocar las referidas movilizaciones al desplegar a las Fuerzas Armadas, es una simple estrategia suya para instrumentalizar la ansiada agitación social que encarrile a una confrontación nacional que tanto necesita para conseguir réditos electorales en este momento.
El estallido de una guerra civil y la inseguridad deliberada de Estados Unidos por parte de los republicanos puede cambiar las demandas del pueblo estadounidense y pedirle al partido gobernante que tome en serio la seguridad del país. En ese caso, si los conservadores logran controlar la crisis, entonces pueden esperar a recuperar la confianza de esa opinión pública y ganar, de este modo, las elecciones presidenciales.
En otras palabras, Trump puede encender las llamas de la guerra civil para salvarse a sí mismo en lugar de entrar en una guerra fuera de sus fronteras recurriendo a la “estrategia de divide y vencerás”.
Ahora bien, en el caso de que Trump no pueda implementar una estrategia que aumente su popularidad, entonces el Partido Republicano no tiene más remedio que poner los intereses del partido por encima de los intereses del magnate neoyorquino y nominar a otra persona para participar en los comicios de noviembre. En tal caso, los republicanos le dirán a la gente que están dispuestos a sacrificar al presidente para mantener la seguridad y la estabilidad en el país a expensas de ganar las codiciadas elecciones.
Para pesquisar las razones que plantean tales dudas no hace falta decir que Trump es el presidente más controvertido en la historia de EE.UU., que desde que llegara a la Casa Blanca, allá en enero de 2017, no ha parado de generar polémicas por doquier con sus medidas draconianas implementadas con el único objetivo de saciar las ansias de dominio mundial de Estados Unidos.
La supuesta injerencia de Rusia a su favor en las elecciones de 2016 que le ha dado algún que otro quebradero de cabeza por ser la espada de Damocles le ha perseguido por mucho tiempo junto a otros escándalos morales de tinte sexual y económico, así como la interferencia de sus familiares, especialmente su yerno, Jared Kushner, en los asuntos del Estado.
Si todo eso no fuera suficiente para ver cómo se tambalean sus aspiraciones de seguir permaneciendo en la cúspide del poder por otros cuatro años más, se le puede sumar su caótica gestión de carácter inestable al mando de la primera superpotencia mundial por las sucesivas remodelaciones de su cerco de colaboradores gubernamentales y por la falta de logros significativos en su política exterior marcada por un hostigamiento sistemático a otros actores a nivel internacional.
Entre estos sonados reveses inscritos hasta la fecha en la política exterior de Trump se puede mencionar la retirada unilateral del acuerdo nuclear firmado en 2015 por Teherán y el Grupo 5+1 (entonces formado por EE.UU., el Reino Unido, Francia, Rusia y China, más Alemania), el declive de la economía estadounidense, el fracaso de las conversaciones nucleares entre Washington y Pyongyang, el aislamiento en los desarrollos de las crisis surgidas en Irak y Siria por su patrocinio a los grupos terroristas posesionados en estos territorios y el apoyo a Arabia Saudí en su estrepitoso fiasco de agresión contra Yemen.
El resultado de estos llamativos chascos para la Casa Blanca se tradujo en una derrota republicana en las elecciones intermedias celebradas en noviembre de 2018 seguidas de una aprobación de la destitución de Trump por parte del Congreso, de mayoría demócrata, como así de un plan de limitación de sus poderes presidenciales.
La incapacidad del magnate neoyorquino para coordinar a tiempo la lucha contra la propagación del nuevo coronavirus, causante de la COVID-19, entre la población estadounidense que llevó a este país a ser el epicentro de esta crisis pandémica con la muerte de más de 100 000 personas, seguidos de los nuevos episodios de represión policial ordenados por él para sofocar las protestas raciales registradas en las diversas ciudades norteamericanas por la muerte del afroamericano George Floyd, ha restado credibilidad a su gestión presidencial y puesto en entredicho sus posibilidades de una nueva reelección.
Entre otros desaciertos aireados por Trump, que le podrían alejar de sus sueños de permanecer sentado en su trono imperial por otro periodo de cuatro años, estaría su enfoque erróneo hacia los medios de comunicación que condujo a una confrontación flagrante contra los profesionales de este gremio de renombre mundial provocando así un recelo generalizado entre la opinión pública estadounidense y mundial contra la Casa Blanca.
El hecho de que el patrón del racismo institucional arraigado y esparcido en todos los estamentos del poder de EE.UU. haya alcanzado su punto máximo durante el mandato de Trump en la Casa Blanca, hace pensar que muchos estadounidenses ya no quieren verle a este multimillonario inmobiliario pasear más por sus jardines después de enero de 2021. Puesto que durante el período de su mandato, el apartheid estadounidense mostró su verdadero rostro horrendo al implantar unas férreas políticas de inmigración para frenar, entre otras cosas, la llegada de miles de migrantes indocumentados a su territorio, cuya mano de obra es esencial para la correcta marcha del tejido productivo industrial del país, seguida de la construcción de un muro divisorio en la frontera mexicana y apadrinar la violencia organizada por los grupos de extrema derecha en contra de las minorías étnicas, en especial de la comunidad afroamericana.
El racismo en Estados Unidos es una realidad que pocos lo pueden negar con hechos, ya que está muy arraigado en la sociedad estadounidense, y es de tal magnitud que los propios ciudadanos son bien conscientes de este sentimiento exacerbado, extendido en muchos casos en el seno de la comunidad anglosajona que, a menudo, causa discriminación o persecución contra otros grupos étnicos que conforman la población de esta nación, que “fundamenta su grandeza” en la migración de otros pueblos a esos lares.
De hecho, tal y como señala el destacado filósofo y activista estadounidense Noam Chomsky desde la Declaración de Independencia de EE.UU. del imperio británico en 1776 y mucho después, los sucesivos gobiernos de Washington privaron a los miembros de la comunidad afrodescendiente de sus derechos fundamentales, ya que en aquel entonces no se contemplaba abolir la esclavitud de las personas llegadas de África por el simple hecho de que la mano de obra de este colectivo racial era de suma importancia para los planes de desarrollo de la estructura colonizadora de la nueva nación llamada los Estados Unidos de América.
La
esclavitud se abolió en 1865, tras la Guerra Civil, sostiene Chomsky
pero añade que los afrodescendientes se han visto obligados a continuar
luchando por la independencia, la autonomía, la igualdad y la justicia
económica de su comunidad hasta llegar a nuestros días, ya que
los lobbies de supremacía blanca que controlan los más importantes
sectores productivos e industriales de EE.UU. siguen viendo a esta
minoría étnica como unos simples y llanos trabajadores que deben ser
empleados únicamente en sus factorías sin consideración alguna.
Por lo tanto, apunta, todas las políticas de los sucesivos
gobiernos de EE.UU. en materia de trabajo se han centrado desde entonces
en satisfacer las demandas de explotación de los grupos raciales por
estos mismos lobbies blancos que, por cierto, detrás de las
bambalinas controlan absolutamente todo lo que se cuece en Washington,
más concretamente dentro de las cuatro paredes del Despacho Oval.Con todo este bagaje discriminatorio y segregacionista inscrito en la revisión histórica de EE.UU., del cual Trump lo ha seguido a pie de la letra con sus impopulares medidas, bien sean migratorias o económicas, trata ahora por todos los medios posibles ganar la batalla electoral del primer martes de noviembre a su rival demócrata, Joe Biden.
Es poco probable que la política de la Casa Blanca de culpar a China de la crisis global de la COVID-19, o culpar a los demócratas por incitar las manifestaciones contra la brutalidad, la violencia, el abuso y el odio racial en EE.UU. puedan servirle de mucho como salvavidas a Trump para salir indemne de lo que se avecina y más cuando su propio partido le ha dado la espalda.
Del mismo modo que los intentos de entrar en una guerra con un país extranjero para desviar la opinión pública de las innumerables políticas fallidas de la Casa Blanca no pueden ser efectivas en el poco tiempo que queda hasta las elecciones.
La única esperanza para el magnate inmobiliario es que suceda un milagro de aquí a cinco meses para cambiar esta coyuntura contraria a sus intereses electorales. Son muchos los que apuntan a que Trump, en su desesperación, intenta polarizar a la sociedad estadounidense con su retórica segregacionista y racista a cuenta del nuevo capítulo del contenido discriminatorio vivido en estos días en todo Estados Unidos.
De hecho, el trato racista y brutal que ha dispensado Trump a los manifestantes, quienes salieron a las calles para protestar en contra de la violencia policial, al tacharles de “matones” y amenazándoles con reprimirles y dar la orden de disparar a fin de sofocar las referidas movilizaciones al desplegar a las Fuerzas Armadas, es una simple estrategia suya para instrumentalizar la ansiada agitación social que encarrile a una confrontación nacional que tanto necesita para conseguir réditos electorales en este momento.
El estallido de una guerra civil y la inseguridad deliberada de Estados Unidos por parte de los republicanos puede cambiar las demandas del pueblo estadounidense y pedirle al partido gobernante que tome en serio la seguridad del país. En ese caso, si los conservadores logran controlar la crisis, entonces pueden esperar a recuperar la confianza de esa opinión pública y ganar, de este modo, las elecciones presidenciales.
En otras palabras, Trump puede encender las llamas de la guerra civil para salvarse a sí mismo en lugar de entrar en una guerra fuera de sus fronteras recurriendo a la “estrategia de divide y vencerás”.
Ahora bien, en el caso de que Trump no pueda implementar una estrategia que aumente su popularidad, entonces el Partido Republicano no tiene más remedio que poner los intereses del partido por encima de los intereses del magnate neoyorquino y nominar a otra persona para participar en los comicios de noviembre. En tal caso, los republicanos le dirán a la gente que están dispuestos a sacrificar al presidente para mantener la seguridad y la estabilidad en el país a expensas de ganar las codiciadas elecciones.
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