martes, 11 de junio de 2013

Hagamos grande y bella esta fiesta de pueblo


 
Tomado de Granma HOY.

OSCAR SÁNCHEZ SERRA


Una vez más el béisbol nos reúne, nos llama, porque no solo es pasión, sino también identidad y nacionalidad. Llegamos a la final por el título de Cuba, con Villa Clara y Matanzas, desde esta noche, en el parque yumurino Victoria de Girón, desbordándonos en estados de ánimos, como lo hicieron también los cienfuegueros y espirituanos que, aun cuando no alcanzaron el singular momento, pelearon hasta el final.

En la Atenas de Cuba y en Santa Clara las emociones corren como río bravo que llegan a los estadios, repletos de una afición que va a respaldar a sus peloteros, a ver un buen juego de pelota.

 En otras palabras, a ser el destinatario del esfuerzo, la entrega, la dedicación, de quienes, vestidos de héroes, los representan.

Así de inmensa es la responsabilidad de peloteros, cuerpos de dirección, árbitros y directivos de nuestro pasatiempo nacional. Son ellos los actores de la gran fiesta, que tiene a todo el país hablando de bolas y strikes.

Y cuando se trata de tan hondo sentimiento popular y del mayor nivel de nuestra pelota, el compromiso de esos protagonistas se incrementa. Exige de los peloteros no solo la aptitud del atleta, sino también su actitud ante un pueblo que espera la buena jugada, el jonrón, no la chabacanería, la ofensa o el irrespeto por el rival.

 El deporte es una confrontación, sí, pero no antagónica, sino pacífica.

Por supuesto que lo anterior no está reñido con la rivalidad, al contrario, la hace más viril, porque solo respetando al adversario puede aquilatarse la magnitud del reto y en consecuencia alcanzar la victoria. Como la pelota es expresión de cubanía, evoquemos al más genuino de los cubanos cuando expresó: Se tiene el talento para honrarse con él, no para deshonrar a los demás.

Esta final demanda de los árbitros preparación, ajuste al reglamento interno, a la regla del béisbol y a la ética; solo así podrán ejercer la autoridad que de ellos se espera. Sobre sus hombros cae el curso del juego, como sobre los de los directores de equipos recae ya no solo el triunfo o la derrota, sino la máxima responsabilidad del acontecimiento social que es la final por el título cubano de béisbol.

 Entiéndase la conducta de sus atletas, la suya, y la relación de todos con árbitros, oponentes y aficionados. Los que están en el terreno son ídolos, líderes.

 Son vitoreados por sus hazañas, pero también lo que hacen en el escenario competitivo encuentra repercusión en las gradas y en la sociedad. Si un elegante fildeo o un batazo decisivo desata las emociones, una mala acción o una expresión antideportiva halla caldo de cultivo para manifestaciones de ira que derivan siempre en indisciplinas sociales, las cuales por la cantidad de público y sentimientos encontrados se multiplican.

No se trata de que el graderío deje de ser el décimo jugador de cada conjunto. Su apoyo al de casa tiene que hacerse sentir, porque en muchas ocasiones el estadio gana juegos de pelota, pero las ofensas al contrario que se han dejado escuchar en nuestros parques hay que censurarlas y desterrarlas de las tribunas, con otra máxima martiana: Quien ha sabido preservar su decoro sabe lo que vale el ajeno, y lo respeta.
En las series semifinales vivimos pasajes que, sin ir a los libros de récords o a las estadísticas, expresan los atributos de nuestros deportistas, entrenadores y árbitros.

 Recordemos al cienfueguero Noelvis Entenza, tres veces superado por el villaclareño Freddy Asiel Álvarez, quien en sus primeras palabras a la prensa expresó: "Él es el mejor lanzador de Cuba"; o al coach de tercera de Villa Clara, Lázaro López, ser el primero en felicitar al adversario al pasarle el brazo por arriba al pitcher sureño para decirle: "Estuviste inconmensurable".

O a Iday Abréu, mentor de la Perla del Sur, con el mérito de mantener a los cienfuegueros entre los cuatro primeros elencos de Cuba, disculpándose ante el pueblo por el exabrupto con una decisión arbitral.

 Hablamos, y con razón, de la labor de Víctor Mesa, haciendo resurgir a Matanzas. Preguntémonos: ¿qué era Cienfuegos hasta que el exlanzador tomara las riendas de su novena? Por eso su público se quedó allí y tras el último out los premió a él y a su escuadra con la medalla del aplauso, del cariño, del que se siente bien representado.

A César Valdés regresando con los arreos, pasando no por encima de la enfermedad de su padre, sino entendiendo que debía salir a buscar el sello del juego que solo los árbitros, cuando lo hacen bien, pueden dar. Qué decir del joven refuerzo camagüeyano de Sancti Spíritus, Norge Luis Ruiz, un muchacho que no se achicó ante la furia roja matancera; o de la confianza y el aliento del debutante mentor Yovani Aragón a sus jugadores, incluso en el momento más difícil.

Todos recordamos a José Miguel Fernández; como si fuera hoy, sin callarse un minuto en la segunda base del III Clásico Mundial de Béisbol, era quien insuflaba el ímpetu, sencillamente era la voz de Cuba en cada duelo.

 Así es con su Matanzas el joven de Colón quien, al fallar un lance fácil en un noveno capítulo, sabía que podía comprometer las aspiraciones de finalistas de sus compañeros. No pudo más y cuando cayó el out 27, pese al triunfo, rompió a llorar. Hasta él llegó el abrazo de su equipo.

El cubano está lleno de esos valores y el béisbol los saca, los hace grande. Esa es la convocatoria que desde esta noche ha de primar en cada turno al bate, en cada lanzamiento, para hacer grande y bella la fiesta de Matanzas, de Villa Clara y de toda Cuba.

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