MATANZAS.–El cuartel Domingo Goicuría se convirtió en escuela en los albores de la Revolución. Desde entonces es de los centros primarios más numerosos de la provincia y que más suscita.
Es el mejor modo de homenajear la batalla perdida que libraron los jóvenes asaltantes a la fortaleza militar el 29 de abril de 1956 con la intención de asestarle un golpe a la dictadura batistiana.
El ejemplo no se extinguió, dejó cicatrices. Varias generaciones de matanceros que han transitado por dicho colegio no conocieron a los jóvenes que ofrendaron su vida en aquella temeraria acción, pero crecieron mirando sus fotos y evocando su admirable valentía. La remembranza es mayor en el barrio de Versalles, escenario de los audaces sucesos.
CONMOVER A LA OPINIÓN PÚBLICA
Encabezados por Reynold García, 55 jóvenes de diferentes filiaciones intentaron tomar el cuartel Domingo Goicuría
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El historiador Arnaldo Jiménez de la Cal reconoce que aunque miembros de diversas organizaciones políticas, todos estaban convencidos de la necesidad de la lucha armada para ponerle fin a la tiranía.
Recuerda que Reynold García era el líder del grupo, un hombre humilde, procedente de las filas del Partido Auténtico, y obsesionado con la idea de «tumbar» a Batista.
Querían hacer algo para conmover a la opinión pública y que sirviera de motor con miras a la insurrección popular, reflexiona.
Alimentados por la esperanza del factor sorpresa, los jóvenes partieron desde un lugar conocido por finca Tres Ceibas, en las inmediaciones de la ciudad de Matanzas y distante a unos cien kilómetros de La Habana.
«Tenían el buen propósito de tomar el cuartel y entregarle las armas al pueblo, algo nada descabellado. Eso sí, su parque de armas era escaso y algunas de ellas estaban defectuosas.
«Fue el domingo 29 de abril de 1956. Salieron en dirección a la ciudad en seis camiones pertenecientes al propietario de las Minas Margot. La pequeña urbe se hallaba en quietud y la caravana pasó inadvertida.
Lamentablemente, el factor sorpresa no resultó y solo uno de los camiones pudo entrar a la plazoleta del cuartel».
Según la costumbre de la tiranía, hubo una masacre a mansalva. El primero en caer fue Reynold García, tras una balacera de varios minutos en la cual también fueron abatidos otros cuatro asaltantes.
Pilar García,
célebre testaferro del dictador, se jactó ante la prensa de la «proeza» de sus chacales y ordenó que no hubiera ni heridos ni prisioneros.
Ello explica la razón por la que la lista oficial de los caídos durante el asalto llegó hasta 15, cuando en el combate solo perecieron cinco. Al llegar los primeros periodistas y fotógrafos al lugar de los hechos ya eran diez los cadáveres exhibidos junto al camión.
El extinto fotorreportero Guillermo Miró contaría que pudo entrar al cuartel y ver los cuerpos acribillados. «El coronel García, jefe del regimiento y también conocido como La Hiena, me pidió que lo retratara. Se agachó junto al cuerpo inerte de Reynold y mostró su sonrisa de verdugo».
Más tarde un reportaje publicado en la revista Life con el título El onceno cadáver, resultó una contundente denuncia de cómo el régimen asesinó a sobrevivientes del asalto. Jorge Armengol Delgado y César Modesto Rodríguez, conducidos al San Severino para ser entrevistados, luego aparecieron en el listado de los 15 muertos.
EJEMPLO Y LECCIÓN
En un libro escrito por Clara Enma Chávez y el propio Arnaldo Jiménez de la Cal, se precisa que aunque la acción resultó un revés militar, sirvió para conmover a la nación, constituyó un llamado a la conciencia del pueblo, y fue un capítulo decisivo de la lucha contra el sistema batistiano.
No es posible menospreciar la trascendencia del asalto al cuartel Goicuría. Fue la segunda fortaleza asaltada en el país, el hecho de armas más importante de la provincia entre 1952 y 1958, que reafirmó la tesis insurreccional como la más adecuada para derribar el sistema, subraya Jiménez de la Cal.
Estos historiadores piensan que fue una acción extraordinaria porque confirmó el descontento popular, y sobre todo porque acabó destruyendo la componenda que perseguía el llamado Diálogo Cívico organizado por la Sociedad Amigos de la República, que procuraba una salida electoral a la crisis del país y de esa forma desviar la atención del pueblo de la lucha revolucionaria.
Al significar la importancia histórica, ambos coinciden en que «fue un ejemplo y una lección, pues demuestra lo que puede hacerse aún en circunstancias adversas y que en la táctica revolucionaria todos y cada uno de los hechos situados dentro de la estrategia correcta acrecientan el prestigio de la vanguardia política y aceleran el triunfo del progreso social».
Los cuerpos de los jóvenes caídos en el Goicuría los arrojaron en fosas comunes del cementerio local. No fue hasta 1959 que fueron definitivamente identificados los 15 mártires. Sus restos mortales descansan en un mausoleo construido en su honor, y adonde acuden matanceros de todas las generaciones en señal de respeto y admiración.