domingo, 17 de agosto de 2014

El dulce loco de Matanzas: evocación martiana de José Jacinto Milanés



Lecturas de fin de semana
El dulce loco de Matanzas: evocación martiana de José Jacinto Milanés
En ocasión del 16 de agosto, bicentenario del natalicio del “poeta puro”, como lo llamara el Maestro, publicamos este artículo y, además, una semblanza biográfica de él

Martí no escribió un texto dedicado al poeta matancero, pero hizo algo mejor, evocó su imagen y su poesía entrelazándolas a las de otros creadores latinoamericanos que amó y cuya obra fundadora respetó y admiró. El repaso de estos engarces levanta una constelación de lo nuestro americano de sugestiva atracción, desde la que irradia el aura poética y sufrida de nuestras tierras dolorosas.

En 1878, cuando desde Guatemala alentaba la creación de un teatro nacional americano, se iba a los orígenes para fundamentar el camino que ya se había andado y escribía: “No está inculto este campo fertilísimo, ni desierta la escena americana. (…) ¡Qué poéticas creaciones de Calderón el mexicano, de Gorostiza, el enmudecido; de Milanés, el poeta puro; de Heredia, poeta Píndaro; de Urzáis, el cubano humilde; de Acha, el dramático político; de Peón Contreras, mi amigo muy querido, que todo lo hace bueno, y tanto hace; el que vierte dramas como Zorrilla, y Grilo perlas; el que habla al fin de la Noche Triste y del Teocalli; el que escribe como Bretón y Echagaray, con menos sales que aquél y más ternura que este; el yucateco infatigable: ¡nuestro Lope de Vega americano!”. (1)  De este modo insertaba a Milanés en la lista de los poetas dramáticos que habían comenzado a cumplir su sueño de llevar a la escena la gesta de los hombres y de la cultura del continente.

Para Martí, José Jacinto es además de esos hombres esenciales que encarnan a la patria desde los actos de su vida y de su obra y vuelve su imagen a imponerse en la hermosísima crónica que le dedica a Eloy Escobar en 1888 con motivo de su muerte. Y es como si viéramos al poeta asomado al puente de su río San Juan contemplando a Martí en su paseo por el Anauco junto a Eloy Escobar; es como si se integrara naturalmente al elogio de aquel de quien acaba de escribir que es “el tipo perfecto de caballero americano”. Leemos en su amorosa evocación:

Así se iba él, recordando y soñando, por aquel valle real, más bello que los de Claudio de Lorena, en que levanta, a la falda del Ávila azulado, su pintoresco caserío Caracas; o “de codos en el puente”, como Milanés, pasaba horas mirando a las hondas barrancas del Anauco juguetón, que corretea por entre la ciudad, vestido de flores, como un pastor travieso; o engañaba los domingos en paseos amables por las cercanías, recordando del brazo de un amigo, las hazañas de Páez, o los discursos de aquel otro llanero Sotillo que no sabía hablar al pueblo sino a caballo y con la lanza, o los días de oro en que su amiga Elena Hahn, como aquella maga que sacaba la flor con su mirada al ramo seco, reunía a sus pies el ingenio, el valor y la poesía, de cuyas fiestas y certámenes hablaba Escobar con la ternura con que el amante respetuoso alza del fondo del cofre de sándalo el ramo de violetas secas.(2)
Como él mismo nos lo cuenta en uno de sus apuntes, Martí es el amigo que va del brazo de Escobar por las orillas del Anauco, tejiendo analogías entre la poesía y la historia, para fundamentar la cultura de Nuestra América.  De ingenio, valor y poesía fueron abundantes y lujosos los días de estos hombres que va enlazando Martí, por encima del tiempo, en el espacio americano.

En un fragmento que forma parte de su papelería, Martí vuelve a tejer un enlace con Milanés, al perfilar el estilo de José Mármol:
Oh! Indudablemente: con Mármol se fue de la tierra algo del corazón americano.―Con cada gran poeta se va de la tierra algo del propio corazón.
―¿Qué asunto de amor, de patria no ha movido las cuerdas de su lira?, ¿ni qué pincel copió con más delicadeza el espíritu a la par tierno y enérgico, alma de águilas en cuerpo de gacelas, de los gentiles bonaerenses? Su novela Amalia tiene todo el sombrío color de su época. La escribió un gran poeta con la pluma de un gran historiador. Se habla allí algunas veces, con  la vengadora lengua de Tácito. Y a veces con la dulzura del loco de Matanzas. (3)

De nuevo la conjunción de historia y poesía, de nuevo ese nudo discursivo de los poetas decimonónicos que construyeron la cultura nacional y nos legaron una tradición patriótica que otorga resistencia y belleza a nuestra identidad.  Martí condensa esas imágenes de poetas atentos al fluir del tiempo para expresarlo y transformarlo en metáforas y símbolos que nos identifican, que nos congregan y refuerzan nuestra comunidad.

Una última evocación, un último lazo aparece en 1893, anudado entre matanceros, el maestro y el poeta. Ha muerto Eusebio Guiteras, pero poco tiempo antes Patria ha ido a visitarlo, y en el periódico aparece el texto que ha escrito su director sobre el encuentro con el que llama “matancero amado”. Martí se da por feliz por haber visto en los ojos del anciano la luz de Cuba una vez más, y se alegra de haberle llevado el agradecimiento de la patria. Un cuaderno de autógrafos y un paisaje cubano son los tesoros que le muestra el maestro al que retrata:
En Cuba tenía él perpetuamente el pensamiento, siempre triste; y había algo de amoroso en sus modales, un tanto altivos en la mansedumbre, cuando recordaba los tiempos prósperos del colegio La Empresa, donde él ayudó a criar tan buena juventud, o se evocaba a los Suzartes y Peolis y Mendives, que fueron tan amigos suyos, o decía él de la amistad piadosa de Raimundo Cabrera y de Gabriel Millet, que con la visita y los regalos criollos pusieron en su vejez un rayo de sol, o con la mano apagada iba volviendo las hojas de aquel álbum de autógrafos que guarda escondidas páginas de Plácido y de Milanés, y cartas y firmas de todo lo más honrado y fundador de Cuba.(4)

Vuelve el dulce loco entonces en la evocación persistente de Martí, a conformar esa estela activa de los fundadores, donde se hacen un solo cuerpo gravitante los hombres y las cosas amadas. Los ríos de la infancia, el paisaje, la distancia, los versos, los puentes y la historia, van tejiendo el espacio de Nuestra América, poblándolo de significación, de enlaces. Así “De codos en el puente” como lo evoca José Martí, queda José Jacinto vibrando en el arco de nuestra fundamentación.
Notas
(1) Martí, José: “Poesía dramática americana.” Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t. 7, p. 176.
(2) Martí, José: “Eloy Escobar”. Ob. cit., t. 8, p. 203.
(3) Martí, José: Fragmento 269.  Ob.cit., t. 22, p. 165.
(4) Martí, José: “Eusebio Guiteras”. Ob.cit., t. 5, p. 270.

Fuente: Cubarte

SEMBLANZA DE JOSÉ JACINTO MILANÉS

José Sergio Velázquez
De las nupcias entre el bayamés, Don Alonso Milanés y la matancera, Doña Rita Fuentes, nació un primer hijo, al que pusieron por nombre, José Jacinto, el día 16 de agosto de 1814, en la ciudad de Matanzas, en una casona silenciosa, levantada en la calle Gelabert.

De posición modestísima el matrimonio, que vio agravada su difícil situación económica con la llegada de otros hijos, tuvo que enseñarle las primeras letras al primogénito, en el propio hogar, como más tarde hiciera con varios de los otros hermanos, que alcanzaron el número catorce.
No obstante la estrechez económica de los padres, José Jacinto adquirió algunos conocimientos superiores en la famosa escuela que en aquella capital dirigía el nobilísimo educador, Don Ambrosio José González; conocimientos, que no pudo finalizar, contentándose, por más, con el aprendizaje del latín, para lo cual le sirvió de maestro, Don Francisco B. Guerra Betancourt.

Pronto, en el ánimo del joven Milanés el tedio y el hastío clavaron sus garras. Esto hizo posible, que dejara el perseguir pajarillos, a la salida de la escuela; que se apartara de las algazaras en torno al barquichuelo, a las márgenes del "Yumurí"; dejando, al fin, de reunirse con los compañeros de su infancia, que alegraban horas felices, mientras él, encerrado en su habitación, pasaba su vida más nueva, embebido en el estudio de varias otras lenguas, como el francés y el italiano, y, también, en la lectura ávida y comparativa de los clásicos del teatro español.

La facultad autodidáctica del mayor de los Milanés Fuentes, era tan acentuada como su afán de aprender y de superarse intelectualmente, la que, unida a su natural y marcado ascetismo, lo mantenía los días y las noches, enfrascado en el estudio de los idiomas; adquiriendo tal dominio en algunos de ellos, que le fue posible, en varios ocasiones, suplir en su Cátedra de latín a su antiguo profesor, y, años más tarde, cuando ya se le conocía como un cantor popular, hacer versos en francés (1), cantos, en italiano (2), y varias traducciones (3).
El estudio de las Humanidades, tan en boga en aquellos tiempos, no escapó a la preferencia de Milanés, el cual, después de las horas de labor rendidas en el escritorio de una casa de comercio, propiedad de uno de sus parientes políticos (4), que le hubo dado trabajo "por su bella forma de letra" (5), se entregaba a los libros que le descubrían tales mundos, con la misma sed y fervor que ponía cuando se iniciaba en el dominio de lenguas, o cuando interpretaba las escenas de Lope de Vega y Calderón.

Lingüista y humanista, Milanés, a edad temprana; sometido a la rigurosidad comercial; obligado al trabajo, para poder subsistir; imposibilitado de llevar una vida independiente y cómoda, que le permitiera el fácil desarrollo y cultivo de sus aptitudes intelectuales; de natural, solitario, melancólico y taciturno, se encontró con que las musas eran el único solaz de su alma, el solo alivio de sus innatas soledades espirituales, así, él escribía sus versos, que eran escape a sus diarias, hondas, congojas.

A los 18 años de edad, buscando horizonte más dilatado para su progreso de vida material, José Jacinto Milanés llegó a la Habana, tomando nuevo trabajo en una famosa ferretería, para retornar a Matanzas, meses después, respondiendo a las voces dolidas de Doña Rita, que desde la ciudad provinciana lo llamaba, desesperada, temiendo por su vida, porque en la Capital de la Isla, el cólera hacía estragos.
De nuevo, en la tierra natal, y de nuevo, Milanés tras el mostrador de la primera colocación que abandonó un año antes. De nuevo, en aquella tienda, sobre cuyos mostradores él hubiera escrito más de un verso de amor. Y, de nuevo, junto a, "Isa", su prima, de diez años de edad, que nunca se dejaría amar por el poeta; ni frente a la locura ni frente a la muerte.

A su regreso, la vida artística de Milanés se hizo más llevadera. Conoció, entonces, a Don Domingo del Monte, ya consagrado y destacado en las letras patrias, que había de ser con los años, su gran amigo y consejero.
Delmonte, en las veladas improvisadas a diario, en el hogar de Don Félix Tanco Bosmeniel (6), fue catando la sensibilidad poética de Milanés, que, apartándose de las maneras de otros jóvenes aedas, no seguía a Heredia (el vate de moda), sino que se presentaba, aunque defectuoso en la técnica, personal y distinto en su lirismo apasionadamente romántico, saturado de melancolía y de ternura idílica.
Así, al llegar de regreso de sus vacaciones, a La Habana, Del Monte hizo publicar en el "Aguinaldo Habanero", algunas de las composiciones del poeta matancero, que serían, en pocos días, motivo de comentarios en el mundillo literario y crítico de la Colonia.

De súbito, satisfecho de la acogida dispensada a "La Madrugada" y a su "Requiescat in Pace", e impulsado por la, palabra amable y consejera de Del Monte, Milanés cae en una febril actividad. Produce sin fatigas: nuevos versos, y sus primeros trabajos en prosa, estos últimos, muy escasos. "El Plantel" y "La Cartera Cubana" son portavoces de sus rimas, a la sazón.
Desde el éxito crítico de sus p
rimeras composiciones, que pronto (sobre todo, sus décimas), la Sociedad recitaba y sabía de memoria, Del Monte no dejó de invitar al poeta yumurino a una estadía en la Habana, a la que, al fin, accedió éste a los cuatro años de haberla visitado por vez primera.

En casa de Del Monte halló Milanés distinciones, camaradería, fraternidad y cariños, en aquellas tertulias, famosas y distinguidas. En ellas trató a Anselmo Suárez y Romero, a Cirilo Villaverde, a Ramón de Palma y Romay, a José Z. González del Valle, a tantos otros, que habrían de ser sus amigos y compañeros hasta los postreros instantes de su amargada vida.

De las tertulias en el hogar de su mejor amigo, había de nacer "El Conde Alarcos" (7), que Milanés escribiera al año de encontrarse en la Habana. Drama éste, que, a instancias repetidas de su amigo y consejero, se hubo de estrenar en el "Teatro Principal", por la "Compañía Duclós".

Con el estreno del drama, del cual Mitjans nos dice: "Es ciertamente "El Conde Alarcos" una producción donde pueden señalarse algunos lunares con imparcialidad, pero cuenta también belleza suficiente para justificar la aceptación que tuvo y los aplausos que arrancara en su presentación"(8), el nombre de José Jacinto Milanés, no tan sólo traspasó la isla, de un extremo a otro, sino que hizo posible que el mismo se debatiera, con favorables tonos, en la Metrópolis madrileña, a donde llegaron los ecos del éxito de la obra, en ultramar.
Aun no hacía dos años que "El Conde Alarcos" se hubiera estrenado, cuando Del Monte logró que Milanés fuera nombrado en importante cargo público, que hubo de desempeñar en su provincia natal, desde "La Cumbre"; lugar al que llegó el poeta entregándose a una laboriosa tarea de producción teatral, ya que, sus quehaceres oficiales, (por escasos), le dejaban casi todo el tiempo libre para desplegar sus afanes intelectuales.
Por este tiempo estrenó en su ciudad natal la comedia de costumbre, "Una Intriga Paternal". También, escribió otras obras menores, para la escena, como "El Poeta en la Corte" y sus cuadros dialogados, "El Mirón Cubano", que no concluyó. 0bras, a las que los críticos y los intelectuales de esa época, recibieron con más calor del que merecían, en realidad.

A la par, desde su retiro en "La Cumbre", Milanés colaboró en "Flores de Mayo", publicación de gran prestigio cultural, que dirigía Don Ramón Zambrana, uno de los afectos que no lo abandonaron hasta su muerte.
En aquellas valles matanceros, que lo vieron nacer y que recogieron desde la más ligera hasta la más acentuada manifestación de su tortura espiritual, comenzó su cerebro a trastornarse definitivamente, principalmente, a causa de la negación amorosa de la prima; enmudeciendo de pronto, y enfermando de cuidado.
A los dos años de su mutismo, de su extravío mental declarado, su hermana, Carlota, buscándole alivio, lo acompañó a la Habana, donde el poeta no encontró la mejoría que esperaban sus familiares.

Pasaron dos, cuatro años, sin que Milanés recobrase su razón. Callada su lira, casi mudos sus labios; huraño, retraído, con la mirada perdida en horizontes grises, tal parecía, como si su alma existiera sólo para palpitar, adolorida y amargada, (aniquilándose), al conjuro de la negativa amorosa de su prima Isabel, que no quiso ser la eterna inspiradora humana de aquel su espíritu romántico y sutil, que, tal vez, la amaba desde su infancia.
Ante la persistencia de la gravedad de su mal, un hermano, Federico, se lo llevó a los Estados Unidos, en donde Milanés vuelve, por unos instantes, a sus estrofas, cantándole, en soneto, al Niágara. Pero, ya, no es el poeta que "a menudo sacrifica la armonía del verso a la originalidad del pensamiento y la sencillez del estilo al ansia de enseñar, corregir y parecer preceptista", (9) sino, un rimador forzado, duro, sin la naturalidad y el candor que lo caracterizaban; un poeta, diferente al que fue siempre.

De los Estados Unidos pasó a Inglaterra, a Francia, a Italia de donde la noticia del fallecimiento de la madre, lo devolvió al suelo criollo, después de un año de inútil búsqueda de su cordura.
Al arribar a las costas cubanas, hace publicar en "La Aurora", su composición "A Lola", que, hizo presumir a sus adeptos, que la normalidad retornaba a su mente y la serenidad a su ser, por el candor, la melodía y el delicado lirismo de estas estrofas.

Y la inspiración espontánea, dulce, romántica, suave, moralista, bondadosa y melancólica de Milanés, que desde siete años atrás venía enmudeciendo más y más, se silenció para siempre, bajo la mordaza de una locura incontenible, que a diario crecía, paulatinamente.
De nuevo, a los valles, tuvieron los hermanos que t
rasladar a José Jacinto: El mal vencía la naturaleza de aquel cantor, que "no siendo más poeta que Heredia, que Plácido, que la Avellaneda, que Luaces, que Zenea" (10), supo llegar, como ninguno otro, al alma de las muchedumbres, de los miserables y de los caídos, porque sus estrofas encerraban una enseñanza, un ejemplo moral, o la condena a un vicio o a un ultraje, y la maldición a las injusticias sociales y a las mezquindades humanas.
Ni sus amigos más queridos, ni aun aquellos que fueron sus contertulios en las reuniones en casa de Del Monte, lograron hacer que Milanés abandonara su mutismo, su abstracción y su frialdad, cuando le iban a visitar, y pasaban las horas a su lado.

Así, por espacio de algunos años, se fue consumiendo lentamente el poeta. Hasta que, con las últimas hojas que el otoño de 1863 arrancaba de los árboles, se apagó su vida, en aquella ciudad que lo viera nacer.
Su vida, "apacible y retirada, que no tiene más historia que la que revelan sus escritos" (11), según afirma su contemporáneo y amigo, Calcagno, que es, para, nosotros, un dolor, hecho existencia humana; una ansiedad suprema, burlada por el hado adverso; un martirologio espiritual y una sed eterna de sublimación moral, que la Fatalidad deshizo a dentelladas.

Al morir José Jacinto Milanés y Fuentes no se fue a la Nada "el más cubano de todos los poetas cubanos" (12); pero, sí, un poeta que sacrificó su natural, sensible, la candorosa y tierna delicadeza de sus rimas, para servir, como queda anotado, al Bien y a la Moral, pretendiendo hacer de su aptitud estética, una bella fuente de utilidad pública.




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