ocho jóvenes recibieron la pena de muerte.
Ninguno de los fusilados pasaba de los 21 años y en el Cementerio de Espada únicamente habían correteado con el vehículo usado para conducir los cadáveres a la sala de disección. El más joven —de solo 16 años— arrancó una flor. Sin embargo, los señalaron como los profanadores del sepulcro del periodista Gonzalo Castañón, un furibundo anticubano muerto un año antes.
Contrario a la pintura más conocida, a los estudiantes los asesinaron de dos en dos, con las manos atadas a la espalda, de rodillas y de espaldas al pelotón de fusilamiento. De la sentencia definitiva al momento final apenas pasaron poco más de tres horas. Casi siglo y medio después, todavía los mitos y la realidad se entrelazan para contar esta historia de horror y tristeza.
Luego de escuchar todas las declaraciones del fiscal, Capdevila pronunció un discurso memorable donde echó por tierra cada acusación. Según el testimonio de Fermín Valdés Domínguez, durante las casi siete horas del juicio el capitán español “se elevó a un alto puesto entre los hombres de verdadera fe patriótica”.
No es difícil imaginar las circunstancias en las que este hombre de solo 27 años enfrentó a unos magistrados carentes de argumentos, pero impulsados por la furia de los Voluntarios de La Habana. Según varios historiadores, afuera del edificio miles de ellos exigían la muerte de los estudiantes; en la sala, mientras tanto, los gritos prácticamente impedían avanzar e incluso uno de los voluntarios intentó agredir al defensor de los estudiantes.
Sin embargo, prácticamente sin apoyo frente a la muchedumbre, Capdevila no dudó en describir el juicio como triste, lamentable y repugnante, y a los voluntarios como “un puñado de revoltosos que hollando la equidad y la justicia, pisoteando el principio de autoridad y abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón y a la ley”.
Cuando Capdevila supo del fusilamiento quebró en público su espada y renunció a continuar prestando servicios como oficial. Años más tarde, cuando otra injusticia lo obligó a cumplir tres años de cárcel en Santiago de Cuba, un grupo de cubanos recaudó 1200 pesos para él, pero de nuevo el español dio muestras de honestidad y se negó a aceptar el dinero.
Según un artículo publicado en 2009 por las periodistas María Julia Guerra y Ángela Peña, Capdevila propuso invertir esa suma en un monumento a los estudiantes asesinados. Entonces, el grupo le entregó una espada con una icónica inscripción: “Al Señor Federico Capdevila, el héroe del 27 de noviembre de 1871”.
Capdevila murió de tuberculosis el primero de agosto de 1898 y luego de un breve enterramiento en Santa Ifigenia, en 1903 sus restos fueron depositados junto al de los estudiantes. Más de treinta años después de su defensa y de ver por última vez a aquellos muchachos, la historia lo colocó por fin en el sitio que merecía.
El protagonista resultó el capitán español Nicolás Estévanez, un hombre de 33 años que había llegado a Cuba para evitar luchar contra los republicanos en su país. Como mismo ocurrió con Federico Capdevila, al escuchar las descargas de los fusiles contra los estudiantes, Estévanez no pudo contener su ira, escenificó una airada protesta pública y en el acto renunció a su carrera como militar.
Según cuenta en sus memorias, días antes había escuchado de la revuelta de los voluntarios contra los estudiantes, pero no le dio importancia e incluso se echó a reír cuando alguien le anunció el posible fusilamiento.
“Me descompuse, grité, pensé en mis hijos, creyendo que también los fusilaban; no sé lo que me pasó; ahora mismo no acabo de explicármelo. Dos camareros se apoderaron de mí encerrándome en un patinillo, sin lo cual es posible que a mí también me hubieran asesinado cuando las turbas aullando volvían del fusilamiento”, escribió años más tarde al recordar el suceso.
En un contexto marcado por la furia de los voluntarios y el desapego a las leyes y la justicia, la actitud de este hombre fue un acto casi temerario de valentía y dignidad. De hecho, al decir del historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring, Estévanez fue el más puro, noble y digno de los pocos españoles que se pronunciaron contra el crimen cometido por los voluntarios con la complicidad de los gobernantes de la Metrópoli.
Después de aquel acto de valentía y honor, el capitán español decidió abandonar la Isla y regresó a España a inicios de 1872. Luego de varios años vinculados a los movimientos republicanos en la península, murió en París el 19 de agosto de 1914.
En un magnífico libro publicado dos años después, Valdés Domínguez fue el primero en contar los detalles de esas horas. De las acusaciones del Gobernador Político recuerda la brusquedad y su “habilidad funesta para teñir de política los actos en el cementerio”.
Mientras tanto, del profesor Pablo Valencia —incapaz de detener el arresto en su salón de clases— rememora el “miedo egoísta que embargaba todas sus facultades”. De la prisión, habla de las dos noches obligados a dormir en el piso y sin mantas.
Sin embargo, pocos testimonios son tan reveladores como el de la espera para conocer el veredicto del segundo juicio.
Nada más llegar a aquel país, Fermín comenzó un titánico trabajo para denunciar la injusticia cometida con sus compañeros muertos. En el primer aniversario de los hechos circuló por Madrid un impreso que recordaba a los estudiantes y en años sucesivos publicó varias ediciones de su libro Los voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de Medicina
Junto a ello, en enero de 1887 logró que uno de los hijos de Gonzalo Castañón confirmara la normalidad del nicho de su padre, un testimonio que echó por tierra la justificación empleada 16 años antes para fusilar a los estudiantes. A su vez, impulsó la exhumación de los restos de sus compañeros y recaudó fondos para erigir el actual monolito funerario. Más tarde él también reposaría allí.
Finalmente, cuando se habla del fusilamiento de los estudiantes es imposible no recordar el pequeño monumento que guarda el sitio donde los ocho jóvenes encontraron la muerte. Allí también estuvo la mano de Fermín Valdés, porque gracias a sus gestiones fue posible salvar de la demolición un fragmento de la pared que sirvió para colocar a los estudiantes frente a sus verdugos.
Es un sitio pequeño, con ocho columnas de mármol y algunas inscripciones para recordar aquel fatídico día. Si uno se acerca lo suficiente puede ver las huellas de las balas sobre los bloques de la pared. A su lado, esbelta, la bandera cubana que Fermín Valdés elevó sobre el muro como prueba de fidelidad y patriotismo.
Para unos, aquellos hombres pertenecían a la sociedad secreta abakuá y se lanzaron casi al suicidio en cofradía con uno de los suyos. Para otros, ese acto es la muestra para negar que no todos los cubanos quedaron indiferentes ante el crimen.
Como varios sucesos de la época, este es un hecho con muchas inexactitudes históricas. Esencialmente transmitido de forma oral, todavía quienes lo investiguen deben limpiar la hojarasca para dejar la verdad. Así, algunos se refieren a que el intento por rescatar a los estudiantes tuvo lugar cuando salían camino al paredón de fusilamiento
.
Otros, por su parte, afirman que todo ocurrió más temprano y fue un ataque contra los voluntarios apostados en las afueras de la cárcel. Algunos más exageran la historia y hablan de un levantamiento de negros en La Habana e incluso del enterramiento colectivo de todos —atacantes y estudiantes— en la misma fosa común. Quienes sostienen esa idea no tienen pruebas de tales afirmaciones.
Sin embargo, todos coinciden en un elemento: al parecer en el acto murieron cinco negros liderados por el hermano de leche de Alonso Álvarez de la Campa, el más joven de los estudiantes condenados. De hecho, esa es la versión que sostiene la película cubana Inocencia, inspirada en los sucesos del 27 de noviembre y que tras una profunda investigación tiene su estreno este martes en La Habana.
Del asunto también habló el Che Guevara en noviembre de 1961. Entonces dijo que el terror “no solamente se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente que aún durante nuestros días queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muertos a bayonetazos y tiros”.
En un artículo publicado en 1998 en La Gaceta de Cuba, el investigador cubano Serafín Quiñónez recoge tres documentos que arrojan cierta claridad sobre el asunto. En el primero de ellos, se cuenta cómo “apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza, unos negros dispararon sus revólveres contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería”.
A su vez, Quiñónez cita un segundo testimonio que agrega cómo “el resto de los que se sintieron atacados por los negros arremetieron inmediatamente contra ellos, y en aquel punto fueron despedazados los cinco que se creyeron autores de la agresión”
.
Finalmente, también habla sobre un estudio publicado en Santiago de Cuba en 1956 que recoge el testimonio del celador del lugar: “son cinco los hombres de color muertos, recogidos en diferentes lugares de este barrio, los cuales estaban heridos de arma de fuego y bayoneta”.
Autores contemporáneos como los periodistas Pedro de la Hoz y Pedro García, así como el investigador cubano Félix Julio Alfonso, se han referido al tema. En el discurso pronunciado el 27 de noviembre de 2015 en las afueras del Hotel Inglaterra, Alfonso aseguró que “tampoco podemos olvidar a los mártires abakuás que, en una acción temeraria, casi suicida, intentaron en vano salvar la vida de los condenados y fueron cazados a tiros en las calles aledañas al lugar del crimen”.
Por su parte, en el epistolario de Emilio Roig de Leuchsenring, antiguo Historiador de la Ciudad de La Habana, aparece una carta fechada el 18 de enero de 1943 dirigida al Ministro de Obras Públicas y donde, luego de hablarle de los cinco negros muertos, le pide que “dicte las órdenes oportunas para que en el Parque de los Mártires (…) se rinda cerca del templete que rodea el lienzo de pared junto al cual cayeron los estudiantes de 1871 un permanente homenaje a la memoria de los que pagaron con su vida la defensa de aquellos inocentes”.
Aun así, para otros historiadores cubanos, entre los que se encuentra Luis Felipe Leroy y Gálvez —autor de una de las más completas investigaciones sobre el 27 de noviembre de 1871—, la muerte aquel día en La Habana de cinco hombres negros no es un indicio concluyente para afirmar que lo hicieran en defensa de los estudiantes, y mucho menos que existiera un levantamiento mayor.
De acuerdo a su criterio, la escasa credibilidad “se patentiza por el hecho de que no sólo no existe tradición seria en ese sentido, sino también que el número de defunciones asentadas en los libros de entierros del cementerio de esta capital, mantiene el nivel normal durante esos días”
.
No obstante, desde el 27 de noviembre de 2006 los miembros de la sociedad abakuá realizan una peregrinación hasta un jagüey situado en la esquina de Morro y Colón en La Habana Vieja, el lugar donde según la tradición cayó uno de los negros aquel día. Luego siguen su recorrido hasta el templete erigido en el sitio donde murieron los estudiantes.
Para el Dr. Orlando Gutiérrez Boza, Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y Presidente del Consejo Supremo de la Asociación Abakuá de Cuba, recordar los hechos del 27 de noviembre de 1871 es una manera de honrar a sus antepasados. Según dijo a Cubadebate, la peregrinación incluye cantos luctuosos propios de ese grupo religioso, así como bailes y ofrendas florales tanto a los estudiantes como a los negros muertos.
La historia de los cinco negros muertos casi junto a los estudiantes de medicina aun necesita conocimientos mayores. Sacar a la luz los documentos citados por algunos investigadores, aclarar desde la historiografía detalles importantes de lo sucedido ese y los días siguientes, así como sistematizar —desde lo oral pero también desde las pruebas documentales— un estudio definitorio sobre lo ocurrido, son aspectos decisivos para arrojar la exacta claridad sobre el asunto y zanjar de una vez las dudas sobre el tema.
El suceso es uno de los más dolorosos de la historia de Cuba.
Más de 40 estudiantes de primer año de medicina fueron llevados a dos
Consejos de Guerra, acusados de profanación de tumbas y luego de
infidencia. En el primer juicio unos quedaron absueltos y otros tuvieron
condenas menores, pero la furia del Cuerpo de Voluntarios de La Habana y
la bajeza del gobierno colonial español se combinaron para anular la
sentencia. En un segundo y todavía más injusto proceso, Ninguno de los fusilados pasaba de los 21 años y en el Cementerio de Espada únicamente habían correteado con el vehículo usado para conducir los cadáveres a la sala de disección. El más joven —de solo 16 años— arrancó una flor. Sin embargo, los señalaron como los profanadores del sepulcro del periodista Gonzalo Castañón, un furibundo anticubano muerto un año antes.
Contrario a la pintura más conocida, a los estudiantes los asesinaron de dos en dos, con las manos atadas a la espalda, de rodillas y de espaldas al pelotón de fusilamiento. De la sentencia definitiva al momento final apenas pasaron poco más de tres horas. Casi siglo y medio después, todavía los mitos y la realidad se entrelazan para contar esta historia de horror y tristeza.
El defensor de los estudiantes en el primer juicio
De todas las figuras relacionadas con el fusilamiento de los estudiantes de medicina, la del capitán español Federico Capdevila es quizás la más conocida. Nacido en Valencia el 17 de agosto de 1844, fue el abogado de oficio con la responsabilidad de defender a los 45 jóvenes acusados del delito de profanación de tumbas durante el primer Consejo de Guerra.Luego de escuchar todas las declaraciones del fiscal, Capdevila pronunció un discurso memorable donde echó por tierra cada acusación. Según el testimonio de Fermín Valdés Domínguez, durante las casi siete horas del juicio el capitán español “se elevó a un alto puesto entre los hombres de verdadera fe patriótica”.
No es difícil imaginar las circunstancias en las que este hombre de solo 27 años enfrentó a unos magistrados carentes de argumentos, pero impulsados por la furia de los Voluntarios de La Habana. Según varios historiadores, afuera del edificio miles de ellos exigían la muerte de los estudiantes; en la sala, mientras tanto, los gritos prácticamente impedían avanzar e incluso uno de los voluntarios intentó agredir al defensor de los estudiantes.
Sin embargo, prácticamente sin apoyo frente a la muchedumbre, Capdevila no dudó en describir el juicio como triste, lamentable y repugnante, y a los voluntarios como “un puñado de revoltosos que hollando la equidad y la justicia, pisoteando el principio de autoridad y abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón y a la ley”.
“Desde la apertura del sumario he presenciado, he oído la lectura del parte, declaraciones, y o yo soy muy ignorante, o nada, nada absolutamente encuentro de culpabilidad (…) ¿Dónde está el delito, ese desacato sacrílego? Creo y estoy firmemente convencido que sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos”, aseguró.Luego del primer juicio, los voluntarios intentaron apresarlo y el Presidente del tribunal lo obligó a salir hacia otra habitación. Desde ese momento, los más de 40 procesados quedaron solos ante el terror. Ante la inconformidad de los voluntarios con las sanciones menores, un segundo Consejo de Guerra fue convocado apenas cuatro horas después.
Cuando Capdevila supo del fusilamiento quebró en público su espada y renunció a continuar prestando servicios como oficial. Años más tarde, cuando otra injusticia lo obligó a cumplir tres años de cárcel en Santiago de Cuba, un grupo de cubanos recaudó 1200 pesos para él, pero de nuevo el español dio muestras de honestidad y se negó a aceptar el dinero.
Según un artículo publicado en 2009 por las periodistas María Julia Guerra y Ángela Peña, Capdevila propuso invertir esa suma en un monumento a los estudiantes asesinados. Entonces, el grupo le entregó una espada con una icónica inscripción: “Al Señor Federico Capdevila, el héroe del 27 de noviembre de 1871”.
Capdevila murió de tuberculosis el primero de agosto de 1898 y luego de un breve enterramiento en Santa Ifigenia, en 1903 sus restos fueron depositados junto al de los estudiantes. Más de treinta años después de su defensa y de ver por última vez a aquellos muchachos, la historia lo colocó por fin en el sitio que merecía.
Nicolás Estévanez: “Antes que la patria están la humanidad y la justicia”
Desde el 27 de noviembre de 1937 la Oficina del Historiador de la Ciudad organiza cada año un acto junto a una tarja en las afueras del actual Hotel Inglaterra. El sitio, conocido hace más de cien años por las tertulias y discusiones escenificadas por los sectores progresistas del país en la Acera del Louvre, es otro de los lugares vinculados al fusilamiento de los estudiantes de medicina.El protagonista resultó el capitán español Nicolás Estévanez, un hombre de 33 años que había llegado a Cuba para evitar luchar contra los republicanos en su país. Como mismo ocurrió con Federico Capdevila, al escuchar las descargas de los fusiles contra los estudiantes, Estévanez no pudo contener su ira, escenificó una airada protesta pública y en el acto renunció a su carrera como militar.
Según cuenta en sus memorias, días antes había escuchado de la revuelta de los voluntarios contra los estudiantes, pero no le dio importancia e incluso se echó a reír cuando alguien le anunció el posible fusilamiento.
“Sometidos los muchachos a un consejo de guerra y probada su inocencia, hubieran sido absueltos si los capitanes que constituían el tribunal militar no hubiesen tenido la debilidad de creer que se evitarían mayores males imponiéndoles algún castigo”, escribió años más tarde para referirse al primer juicio.Sin embargo, Estévanez no se enteró del segundo Consejo de Guerra y el asesinato lo tomó por sorpresa. “Me detuve en la puerta del Louvre muy sorprendido de que allí no hubiera casi nadie. En aquel momento llegó a mis oídos el ruido seco de una descarga cerrada. ¿Qué sucede? —pregunté—. Es que fusilan a los estudiantes, respondió un camarero”. Según contó, en ninguno de los trances de su vida perdió la compostura como en ese momento.
“Me descompuse, grité, pensé en mis hijos, creyendo que también los fusilaban; no sé lo que me pasó; ahora mismo no acabo de explicármelo. Dos camareros se apoderaron de mí encerrándome en un patinillo, sin lo cual es posible que a mí también me hubieran asesinado cuando las turbas aullando volvían del fusilamiento”, escribió años más tarde al recordar el suceso.
En un contexto marcado por la furia de los voluntarios y el desapego a las leyes y la justicia, la actitud de este hombre fue un acto casi temerario de valentía y dignidad. De hecho, al decir del historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring, Estévanez fue el más puro, noble y digno de los pocos españoles que se pronunciaron contra el crimen cometido por los voluntarios con la complicidad de los gobernantes de la Metrópoli.
Después de aquel acto de valentía y honor, el capitán español decidió abandonar la Isla y regresó a España a inicios de 1872. Luego de varios años vinculados a los movimientos republicanos en la península, murió en París el 19 de agosto de 1914.
Junto a él, a los profesores Domingo Fernández Cuba y Juan Manuel Sánchez Bustamante, los generales españoles Antonio Venenc y Rafael Clavijo —opuestos al crimen pero obligados por los voluntarios a permanecer en el juicio—, así como el capitán Víctor Miravalles y Santa Olalla —vocal del primer Consejo de Guerra y negado a firmar la sentencia—, representan los más altos ejemplos de hidalguía en aquellos momentos oscuros.Recordarlos a todos, según las palabras del Dr. Félix Julio Alfonso, es “un acto que ennoblece y engrandece el alma cubana”.
El guardián de la inocencia
Con solo 19 años, Fermín Valdés Domínguez ya tenía en su historia la fundación junto a José Martí del periódico El Diablo Cojuelo y una condena de seis meses acusado de infidencia. Sin embargo, quizás durante toda su vida nunca estuvo tan cerca de la muerte como en aquellos días de 1871. Fermín fue uno de los estudiantes conducidos a prisión en la tarde del 25 de noviembre.En un magnífico libro publicado dos años después, Valdés Domínguez fue el primero en contar los detalles de esas horas. De las acusaciones del Gobernador Político recuerda la brusquedad y su “habilidad funesta para teñir de política los actos en el cementerio”.
Mientras tanto, del profesor Pablo Valencia —incapaz de detener el arresto en su salón de clases— rememora el “miedo egoísta que embargaba todas sus facultades”. De la prisión, habla de las dos noches obligados a dormir en el piso y sin mantas.
Sin embargo, pocos testimonios son tan reveladores como el de la espera para conocer el veredicto del segundo juicio.
“Momentos fueron aquellos terribles para nosotros; aquella galera era nuestra capilla. Aquella ansiedad, que no era mayor que la de toda la noche y todo el día, duró una hora. Todo indicaba que iba a consumarse el crimen, pues la capilla de la cárcel esperaba ya a las víctimas; una compañía de Voluntarios la custodiaba, y aun no sabíamos quién había de morir”.En el segundo Consejo de Guerra, Fermín y una decena de estudiantes recibieron la condena de seis años de cárcel. Otros debían cumplir penas de cuatro años. No obstante, luego de varias gestiones y gracias al escándalo desatado en algunos países por el fusilamiento de los jóvenes, a mediados de 1872 el rey Amadeo I firmó un indulto para todos y sin rehabilitarlos públicamente los deportó a España.
Nada más llegar a aquel país, Fermín comenzó un titánico trabajo para denunciar la injusticia cometida con sus compañeros muertos. En el primer aniversario de los hechos circuló por Madrid un impreso que recordaba a los estudiantes y en años sucesivos publicó varias ediciones de su libro Los voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de Medicina
Junto a ello, en enero de 1887 logró que uno de los hijos de Gonzalo Castañón confirmara la normalidad del nicho de su padre, un testimonio que echó por tierra la justificación empleada 16 años antes para fusilar a los estudiantes. A su vez, impulsó la exhumación de los restos de sus compañeros y recaudó fondos para erigir el actual monolito funerario. Más tarde él también reposaría allí.
Finalmente, cuando se habla del fusilamiento de los estudiantes es imposible no recordar el pequeño monumento que guarda el sitio donde los ocho jóvenes encontraron la muerte. Allí también estuvo la mano de Fermín Valdés, porque gracias a sus gestiones fue posible salvar de la demolición un fragmento de la pared que sirvió para colocar a los estudiantes frente a sus verdugos.
Es un sitio pequeño, con ocho columnas de mármol y algunas inscripciones para recordar aquel fatídico día. Si uno se acerca lo suficiente puede ver las huellas de las balas sobre los bloques de la pared. A su lado, esbelta, la bandera cubana que Fermín Valdés elevó sobre el muro como prueba de fidelidad y patriotismo.
“Icé con mis manos la bandera que, al lado del pedazo de pared de La Punta, dice al mundo que allí está algo de nuestro corazón, que aquella sangre allí derramada hace de aquel lugar altar donde nuestro amor a la nacionalidad nos tiene siempre de pie y dispuestos a lo que el deber nos mande hacer en honra de ella”, contó casi al final de su vida.La labor de este hombre fue vital para preservar la memoria histórica sobre los hechos. Sin su constancia quizás muchos detalles se hubieran perdido en el tiempo. Con sus textos, su valentía y su labor de años para demostrar la inocencia de los estudiantes y denunciar lo ocurrido, reveló quiénes deberían ser los verdaderos acusados.
Entre la verdad y el mito: Los héroes negros
La muerte de cinco negros el mismo día del fusilamiento de los estudiantes de medicina es tal vez la más mítica y desconocida de las historias que hasta hoy llegan en torno al 27 de noviembre de 1871.Para unos, aquellos hombres pertenecían a la sociedad secreta abakuá y se lanzaron casi al suicidio en cofradía con uno de los suyos. Para otros, ese acto es la muestra para negar que no todos los cubanos quedaron indiferentes ante el crimen.
Como varios sucesos de la época, este es un hecho con muchas inexactitudes históricas. Esencialmente transmitido de forma oral, todavía quienes lo investiguen deben limpiar la hojarasca para dejar la verdad. Así, algunos se refieren a que el intento por rescatar a los estudiantes tuvo lugar cuando salían camino al paredón de fusilamiento
.
Otros, por su parte, afirman que todo ocurrió más temprano y fue un ataque contra los voluntarios apostados en las afueras de la cárcel. Algunos más exageran la historia y hablan de un levantamiento de negros en La Habana e incluso del enterramiento colectivo de todos —atacantes y estudiantes— en la misma fosa común. Quienes sostienen esa idea no tienen pruebas de tales afirmaciones.
Sin embargo, todos coinciden en un elemento: al parecer en el acto murieron cinco negros liderados por el hermano de leche de Alonso Álvarez de la Campa, el más joven de los estudiantes condenados. De hecho, esa es la versión que sostiene la película cubana Inocencia, inspirada en los sucesos del 27 de noviembre y que tras una profunda investigación tiene su estreno este martes en La Habana.
Del asunto también habló el Che Guevara en noviembre de 1961. Entonces dijo que el terror “no solamente se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente que aún durante nuestros días queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muertos a bayonetazos y tiros”.
En un artículo publicado en 1998 en La Gaceta de Cuba, el investigador cubano Serafín Quiñónez recoge tres documentos que arrojan cierta claridad sobre el asunto. En el primero de ellos, se cuenta cómo “apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza, unos negros dispararon sus revólveres contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería”.
A su vez, Quiñónez cita un segundo testimonio que agrega cómo “el resto de los que se sintieron atacados por los negros arremetieron inmediatamente contra ellos, y en aquel punto fueron despedazados los cinco que se creyeron autores de la agresión”
.
Finalmente, también habla sobre un estudio publicado en Santiago de Cuba en 1956 que recoge el testimonio del celador del lugar: “son cinco los hombres de color muertos, recogidos en diferentes lugares de este barrio, los cuales estaban heridos de arma de fuego y bayoneta”.
Autores contemporáneos como los periodistas Pedro de la Hoz y Pedro García, así como el investigador cubano Félix Julio Alfonso, se han referido al tema. En el discurso pronunciado el 27 de noviembre de 2015 en las afueras del Hotel Inglaterra, Alfonso aseguró que “tampoco podemos olvidar a los mártires abakuás que, en una acción temeraria, casi suicida, intentaron en vano salvar la vida de los condenados y fueron cazados a tiros en las calles aledañas al lugar del crimen”.
Por su parte, en el epistolario de Emilio Roig de Leuchsenring, antiguo Historiador de la Ciudad de La Habana, aparece una carta fechada el 18 de enero de 1943 dirigida al Ministro de Obras Públicas y donde, luego de hablarle de los cinco negros muertos, le pide que “dicte las órdenes oportunas para que en el Parque de los Mártires (…) se rinda cerca del templete que rodea el lienzo de pared junto al cual cayeron los estudiantes de 1871 un permanente homenaje a la memoria de los que pagaron con su vida la defensa de aquellos inocentes”.
Aun así, para otros historiadores cubanos, entre los que se encuentra Luis Felipe Leroy y Gálvez —autor de una de las más completas investigaciones sobre el 27 de noviembre de 1871—, la muerte aquel día en La Habana de cinco hombres negros no es un indicio concluyente para afirmar que lo hicieran en defensa de los estudiantes, y mucho menos que existiera un levantamiento mayor.
De acuerdo a su criterio, la escasa credibilidad “se patentiza por el hecho de que no sólo no existe tradición seria en ese sentido, sino también que el número de defunciones asentadas en los libros de entierros del cementerio de esta capital, mantiene el nivel normal durante esos días”
.
No obstante, desde el 27 de noviembre de 2006 los miembros de la sociedad abakuá realizan una peregrinación hasta un jagüey situado en la esquina de Morro y Colón en La Habana Vieja, el lugar donde según la tradición cayó uno de los negros aquel día. Luego siguen su recorrido hasta el templete erigido en el sitio donde murieron los estudiantes.
Para el Dr. Orlando Gutiérrez Boza, Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y Presidente del Consejo Supremo de la Asociación Abakuá de Cuba, recordar los hechos del 27 de noviembre de 1871 es una manera de honrar a sus antepasados. Según dijo a Cubadebate, la peregrinación incluye cantos luctuosos propios de ese grupo religioso, así como bailes y ofrendas florales tanto a los estudiantes como a los negros muertos.
La historia de los cinco negros muertos casi junto a los estudiantes de medicina aun necesita conocimientos mayores. Sacar a la luz los documentos citados por algunos investigadores, aclarar desde la historiografía detalles importantes de lo sucedido ese y los días siguientes, así como sistematizar —desde lo oral pero también desde las pruebas documentales— un estudio definitorio sobre lo ocurrido, son aspectos decisivos para arrojar la exacta claridad sobre el asunto y zanjar de una vez las dudas sobre el tema.
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