sábado, 16 de agosto de 2014

A 200 años del nacimiento de José Jacinto Milanés

                                                                                   Nota de José Miguel:


Hoy 16 de marzo, los matanceros conmemoramos el 200 aniversario del natalicio de quien se considera el primer ingenio poético cubano: José Jacinto Milanés

Como expresara el poeta y ensayista cubano Alfredo Zaldivar, la figura de Milanés trasciende hasta nuestros días como un hombre que no fue solo poeta, sino un romántico, un dramaturgo, un enamorado, un loco que se resume en una palabra: una esencia.

Rodeado de leyendas donde se mezclan lo estrafalario, alucinante, románticismo triste e insensato Milanés ha llegado a nuestros días como esa figura indispensable en la vida cultural de una ciudad que lo vió nacer y morir, pero que admira su obra escrita, su espistolario, y  su voz patriótica llena de cubanía.

Por eso cualquier cosa que yo pudiera agregar, no se compara con el magistral artículo de Madeleine Sautié Rodríguez y que hoy recoge el periódico Granma, donde con lujo de detalles se caracteriza su figura y su impronta. Así pues los dejo con el artículo de referencia.

LUCES Y FUGAS DE JOSE JACINTO MILANES.

Por: Madeleine Sautié Rodríguez.

¿Habrá muchos cubanos a los que no les digan nada estos versos? ¿Serán pocos los que no puedan identificar a su  autor?

¡Tórtola mía! Sin estar presa, / Hecha a mi cama y hecha a mi mesa, / A un beso ahora y otro después, / ¿Por qué te has ido? ¿Qué fuga es esa, / Cimarronzuela de rojos pies?// ¿Ver hojas verdes solo te incita? / ¿El fresco arroyo tu pico invita? / ¿Te llama el aire que susurró? / ¡Ay de mi tórtola, mi tortolita,/ Que al monte ha ido y allí? quedó! (La fuga de la tórtola).
En efecto, no puedo atestiguar cada una de las respuestas de los lectores, pero estoy segura de que no serían pocos los que, de no ser por el título delator, dirían sin desempolvar demasiado el pensamiento que se trata de José Jacinto Milanés, el gran poeta romántico que vio nacer la ciudad de Matanzas  hace ya 200 años.

Muchas particularidades marcan la vida tormentosa de este bardo y dramaturgo nuestro  nacido un 16 de agosto de 1814, y fallecido en tristísimas circunstancias en 1863.

 Se trata de un creador que con una existencia de 49 años —de ella una buena parte azotada por la locura—  dejó en las páginas de la literatura cubana una huella inmarcesible al erigirse como una de las más encumbradas voces del primer ro­manticismo en la Isla.

De estos méritos dan fe una poética que recoge fundamentalmente temas eróticos y de la naturaleza, amoldados en versos pletóricos de melancolía, cubanía y cotidianidad ?—entre las más notables composiciones, Su alma, El beso, La madrugada y La fuga…—, junto a varias piezas dramáticas como El conde Alarcos, que fue desde su estreno en 1838, en el Teatro principal de La Habana, todo un acontecimiento, no solo por los aplausos que provocó sino también por la repercusión que tuvo el éxito en la metrópoli madrileña.

José Jacinto, el primogénito de los 14 hijos de una familia humilde encabezada por Don Alonso Milanés y Doña Rita Fuentes, nació con el don de la poesía y la sabiduría.

Cuentan que siendo niño se bebió con sumo placer el Tesoro del teatro español, de Manuel José Quintana, un libro obsequiado por su padre, y que en la escuela de Ambrosio José González aprendió latín con su profesor Francisco Guerra Betancourt, a quien suplió en la docencia en varias ocasiones.

 El dominio perfecto del italiano y del francés que le permitió traducir a escritores de esas lenguas se lo debió el joven a su empeño autodidacta por superar su cultura.

Su hermosa caligrafía motivó que lo aceptaran, siendo muy jovencito, en el escritorio de una ferretería habanera. Sin embargo no fue en la capital sino en su ciudad natal, a la que regresaría posteriormente, donde conoció al ilustre escritor Domingo del Monte, con quien entablara hasta sus últimos días una entrañable amistad.

Con Del Monte volvería a frecuentar años después La Habana, invitado por el renombrado intelectual para pasar temporadas en su casa en varias oportunidades.

La biblioteca del hogar habanero y las populares tertulias de quien ha sido considerado el primer crítico profesional de la Isla, fueron para José Jacinto coyunturales luces que enriquecieron su saber clásico y moderno y dieron rienda suelta a su creatividad. Así incrementa su producción literaria que ocurre fundamentalmente entre 1836 y 1843.

Para Del Monte, uno de los primeros en reconocer la talla literaria de José María Heredia, resultaba curioso que el poeta matancero no imitara al Cantor del Niágara —lo que era muy común en los escritores noveles de entonces— y que componiendo con visible autenticidad se entregara a sus textos románticos, taciturnos y tiernos. Sus obras, más que las de sus contemporáneos, calaron en el alma popular, por tratar en ellas enseñanzas ejemplarizantes y criticar las injusticias sociales.

Fue la puesta escénica de El Conde…, primera obra moderna cubana, y el más impactante acontecimiento teatral de la primera mitad de nuestro siglo XIX, que tuvo lugar en  el Teatro Principal habanero —y a cuya representación no asistió Milanés nunca— el causante de la primera de sus crisis nerviosas.

Amores contrariados desencadenarían en el vate una angustia agitada que terminaría por trastornar su cabeza.

La ruptura del compromiso con su novia  y el advenimiento de un amor imposible por su prima Isabel a quien amaba desde niño lo sumirían en un mutismo que en vano trataron de remediar  amigos y familiares. Con la esperanza de calmar su espíritu y salvar su razón su hermano Francisco lo acompañó a Estados Unidos y Europa, sin conseguir en este empeño una visible mejoría.

Tantos esfuerzos por sanarlo le arrancaron al cantor matancero algunas rimas, pero no sería más el poeta de siempre. Poco a poco se fue apagando en un silencio permanente que desencadenó en declarada demencia.

 No faltaron a su lado ni los amigos queridos ni los cuidados de la familia, pero no pudieron rescatarlo de las tinieblas a donde fue a parar su pensamiento.

Su vida se fugó una tarde de  noviembre de 1863, en aquella ciudad donde tantas veces contempló meditabundo el río. Su poema De codos en el puente nos deja para siempre su estampa en ademán inquisitivo y amoroso con Matanzas,  la tierra que lo vio partir tras 20 años de mudez, y que jamás olvida el triste pesar que significó el misterioso adiós de su poeta, el que murió sin juicio y nació pobre, en aquella calle que hoy lleva su nombre.


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