Por: Enrique Ubieta
Tomado de La Pupila Insomne
La verdad social puede ser escurridiza. No basta con pretenderla para
hallarla. A diferencia de la manzana de Newton, no siempre cae hacia
abajo. En gran medida su descubrimiento depende de nuestros ojos; y más
que de los ojos, de nuestra mirada, o para ser más exactos, de nuestro
ángulo de visión, de nuestra atalaya. Existe con independencia de los
individuos; pero la guerra en torno a su legitimación expresa intereses.
Las simplificaciones más comunes acogen extremos falsos: que la verdad
está repartida entre todos, que es la suma de todos los ángulos de
visión; que sin la verdad de los explotadores es parcial e incompleta la
verdad de los explotados. Es curioso, pero los extremismos se ubican,
paradójicamente, en la comodidad del centro.
Algunos textos de apreciados colegas que fueron publicados en medios digitales y
la entrevista que Cubadebate me hiciera –aparecida
también en las páginas de Granma–, todos sobre el supuesto centrismo de
corrientes ideológicas que intentan asentarse en Cuba, provocaron un
enorme revuelo en diversas plataformas digitales, algunas de abierto
perfil contrarrevolucionario. Lo paradójico es que, al menos en las
primeras jornadas, los aludidos y los que no habían sido aludidos –pero
sintieron que podían serlo–, en lugar de discutir los argumentos,
invirtieron los roles: nos acusaron de victimarios, de censores. La
exigencia de que hablásemos de los problemas de la agricultura, o de la
burocracia, o de cualquier asunto no resuelto, y no de tendencias
ideológicas, paralizaba el debate. Pero la excusa es insostenible:
ninguno de los problemas actuales que enfrenta el país podrá ser
resuelto si perdemos la Revolución (1).
Iniciaré estas reflexiones, que pretenden rescatar el debate extraviado, con una breve referencia al artículo que
Cuba Posible –principal
plataforma en la web del más sutil pensamiento restaurador– coloca como
primera respuesta a la denuncia de su intención desmovilizadora, e iré
abriendo el análisis a otros tópicos. El autor del texto, Lennier López,
acepta y reivindica el término desde el propio título:
La centralidad del tablero es radical, demócrata, socialista e ilustrada. Para
ello apela a dos o tres ideas muy simples, impracticadas e
impracticables: hay que eliminar los “discursos polarizadores”, la
“política de guerra”, porque según su aséptica comprensión, la política
“es la administración efectiva del poder”, y no “una batalla desleal,
sin reglas”, por eso propone sustituir el eje “izquierda-derecha” por
“la centralidad del tablero (…) de una partida en desarrollo”. Todo
esto, reconozcámoslo, dicho de forma elegante, desde una torre que
llaman “laboratorio de ideas” –como se autodenomina esa Cuba que solo
sería Posible si perdemos a Cuba–, construida, según declaración
reciente de sus fundadores, para propiciar “una evolución gradual del
actual modelo sociopolítico cubano”, mientras otros desde Washington, y
desde algunas otras sedes alternas y subcapitalistas de América Latina,
mueven en Caracas los hilos de la “política de guerra”, de la violencia,
o alternan funciones en el reparto de
zanahorias y garrotes para Cuba (Obama
dixit).
Lennier insiste en la metáfora de la partida de ajedrez –empleada
antes por el derechista Aznar, cuando era primer ministro de España y
respondida por Fidel– para entender la política: “las piezas –dice el
articulista citado– están dispersas ocupando columnas, diagonales y
casillas en todos los sectores del tablero. La centralidad resulta,
entonces, un intento de hacer política desde la transversalidad”. Viene
al caso la respuesta de Fidel al político español: “hubo un caballerito
que como en un tablero de ajedrez me dijo que si Cuba movía fichas,
ellos movían fichas y yo le dije que el destino de un país no se juega
en un tablero de ajedrez”. Lennier, desde luego, no pretende una
discusión de pueblo, aunque la invoque y enumere deficiencias o
carencias no estructurales, que cualquiera reconocería, para eludir los
temas de fondo.
Hay señales de olor en el texto que atraen al público entendido,
capaz de “degustarlo”; actitudes correctísimas, que prestigian mucho:
Lennier defiende, por supuesto, la Razón y adopta el discurso de la
Ilustración, el de la burguesía en ascenso, en una suerte de utopía
reaccionaria, aunque se declara, a la vez, moderno, postmoderno y
postestructuralista. Pretende estar en el centro, ser antidogmático,
pero asume todos los dogmas de la derecha. Hay que reconocer que fue
creativo al utilizar el término Centralidad… ¡qué hallazgo! Como me
comentaba alguien que no respeta esa portentosa imagen: es un gato en el
centro del tejado de zinc caliente. Y en un quejido lastimero declara:
“¡Qué desperdicio para una nación el dejar fuera de la participación
política a varios segmentos de sí misma!” ¡Sí, qué desperdicio, digo yo,
que haya clases y lucha de clases, naciones opresoras y naciones
oprimidas, patriotas y vendepatrias! Lennier es tan socialista como
Felipe González.
Porque en lo común no se trata de perspectivas o de opiniones
diferentes, sino de intereses contrapuestos. Repito y preciso: intereses
de clase. El conflicto histórico de los Estados Unidos con Cuba, el que
hoy todavía nos separa, nada tiene que ver con una diferente
comprensión de los derechos humanos. Batista, Trujillo, Somoza,
Pinochet, fueron socios –en el sentido cubano del término– del
imperialismo (no hablo únicamente de los gobernantes estadounidenses).
Donald
Trump acaba de regresar de Arabia Saudita, adora a los jeques sauditas
–el nombre del país se deriva del apellido de la familia real–, y les
venderá armas con componentes israelíes. No se confundan: no es el
abrazo final de árabes y judíos, es el abrazo de árabes ricos, judíos
ricos y estadounidenses ricos en contra de sus respectivos pueblos. En
los 70 del siglo pasado, los hippies enfrentaron al sistema con audacia y
candor: “hagamos el amor y no la guerra”, decían y recibían una paliza
tras otra como respuesta, mientras los B52 partían con sus armas
químicas –ahora son drones o misiles “inteligentes”, la muerte se
administra por computadora–, sordos de ira, hacia Viet Nam. La guerra
imperialista en Indochina terminó porque el pueblo vietnamita expulsó
con las armas en la mano a los invasores y a sus mercenarios locales ¿Es
cosa del pasado?
¿Los frentes amplios de la izquierda son centristas?
Todo pareciera conducir en el mundo al
centrismo: los
movimientos revolucionarios construyen frentes amplios que incorporan a
una militancia no tradicional, históricamente desmovilizada y
descreída, que exige el cumplimiento estricto de la democracia burguesa.
Ello es saludable, es un paso de avance y una estocada de muerte, ya
que sabemos que en tiempos de crisis el sistema ni quiere ni puede
cumplir con unas reglas que fueron concebidas para reproducir el poder
burgués, no para socavarlo. Sin embargo, el proceso debe servir para
educar a las masas, y sobre todo, a los dirigentes; la democracia
burguesa solo los llevará al gobierno si está rota, si alguno de sus
conductos de oxigenación está obstruido por la crisis, y aún así, nunca
al poder; entonces, ya en el gobierno, tendrán dos alternativas: o
mantienen un perfil anodino, de infinitas dejaciones y concesiones, de
espaldas al pueblo, lo que desilusionará a los electores en la próxima
ronda (y no evitará la cruenta demonización mediática) o intentan tomar
el poder, es decir, radicalizarse.
Si anuncian que van a por más, que quieren el poder, el tigre (que no
es de papel) saltará al cuello, a morder la yugular; y si lo anuncian y
no se mueven, la pierden. Si, en cambio, permanecen en los límites
precisos de la democracia burguesa y a pesar de ello entorpecen los
proyectos de enriquecimiento trasnacional –de los que la viceburguesía
antinacional obtiene siempre alguna ganancia–, el ALCA por ejemplo, el
sistema judicial encargado de proteger a los ricos intentará castigarlos
de manera drástica. Para eso existe la “separación” de poderes, todos
en manos de una minoritaria clase social. Escoja usted la variante más
eficaz: golpes de estado judiciales (Honduras, Paraguay, Brasil),
procesos y condenas a expresidentes “indisciplinados” que conservan el
apoyo de las masas y pueden regresar al Gobierno –nunca tuvieron el
poder– (Dilma y Lula en Brasil, Cristina Fernández en Argentina).
Finalmente, si el frente amplio toma el poder, será declarado
totalitario, antidemocrático, y populista (una palabra que despojan de
sus significados históricos y concretos para reducirla a la acepción más
grosera, la de demagogia). Y vaya paradoja, los restantes frentes que
puedan existir en el mundo en lucha electoral, tendrán que moderar aún
más el lenguaje, evitar hablar de los que consiguieron llegar,
desmarcarse de ellos. Da igual, el sistema los acusará de ser sus
cómplices o peor, sus seguidores: ahora por ejemplo está de moda
espantar al electorado colonizado –y a los políticos “correctos”– con la
amenaza de que la nueva izquierda quiere convertir el país en otra
Venezuela, o en otra Cuba.
Así las cosas, mientras el sistema hace aguas en medio mundo, sus
ideólogos intentan reciclarlo asfixiando revoluciones y retornándolas de
vuelta al redil. Si le exigen a una Revolución en el poder que
restaure la democracia burguesa (separación de poderes, pluripartidismo y
medios de comunicación privados), porque esa democracia es importante
(para que ellos puedan recuperar lo perdido, desde luego), y sitúan como
ejemplo a quienes buscan el poder en países burgueses construyendo
frentes amplios –a estos los acusan de ser como nosotros, a nosotros nos
acusan de no ser como ellos–, ya sabemos lo que quieren
.
Entiéndase esto: la única validación aceptable para el sistema de que
hemos introducido correctamente esos instrumentos suyos, es que
perdamos las elecciones, el gobierno y el poder. Venezuela es un ejemplo
clásico: el respeto estricto a todos los códigos de esa democracia
nunca obtuvo la certificación imperialista. Porque si esa “democracia”
existe para impedir que la voluntad popular derribe el sistema de
dominación, allí donde este ha sido derribado y en los siguientes cinco o
diez años no ha logrado restaurarse –esto puede afirmarse de modo
“científico”–, funciona mal.
En realidad queremos democracia, sí, eso son las Revoluciones,
grandes saltos democráticos, y de lo que se trata es de echar a andar la
nueva visión que tenemos de ella, no de restaurar sus viejos
postulados. No estamos conformes con el nivel alcanzado en el ejercicio
de esa nueva democracia, pero no porque queramos la otra, la que ya
sabemos inservible: la comparación es y será con nuestros propios
ideales. Porque, hay que recordarlo, en Cuba no pretendemos tomar el
poder, ya lo tenemos.
Es cierto que Fidel, como Martí en el siglo XIX, fue el artífice de
la unidad de todas las fuerzas revolucionarias. Fidel salvó para la
Revolución a seres humanos honestos, que eran revolucionarios o que se
hicieron revolucionarios con los acontecimientos o que nunca fueron
contrarrevolucionarios, pero no integró de manera ecléctica diferentes
tendencias ideológicas, ni incluyó a una sola persona pagada desde los
Estados Unidos o Europa. Blas Roca como presidente y Raúl Roa como
vicepresidente de la primera Asamblea Nacional, conformaron un dúo
simbólico: ambos pusieron su talento y su capacidad creadora al servicio
de la más radical de las miradas posibles, la de Fidel, la del Partido,
que bajo su liderazgo todos contribuyeron a construir. Fidel no hizo
pactos, construyó un nuevo consenso, el que emanaba de la justicia
social postergada y anhelada por el pueblo. Rechazó el Pacto de Miami,
en momentos en que parecía más necesario que nunca, con argumentos
diáfanos: “lo importante para la revolución –escribió Fidel–, no es la
unidad en sí, sino las bases de dicha unidad, la forma en que se
viabilice y las intenciones patrióticas que la animen”. No adoptó el
camino socialista porque el gobierno estadounidense fuera hostil, esa es
una afirmación reductora, aunque sin dudas aquel fue un factor
catalizador. En septiembre de 1961 escribió:
“La Revolución no se hizo socialista ese día [16 de
abril]. Era socialista en su voluntad y en sus aspiraciones definidas,
cuando el pueblo formuló la Declaración de La Habana. Se hizo
definitivamente socialista en las realizaciones, en los hechos
económicos-sociales cuando convirtió en propiedad colectiva de todo el
pueblo los centrales azucareros, las grandes fábricas, los grandes
comercios, las minas, los transportes, los bancos, etc.
“El germen socialista de la Revolución se encontraba ya en el
Movimiento del Moncada cuyos propósitos, claramente expresados,
inspiraron todas las primeras leyes de la Revolución.
“El 16 de abril se reafirmó y se llamó por su nombre, lo que
orientaba ya hacia el ideal socialista desde el día mismo en que, frente
a las aspilleras de la fortaleza militar de Santiago de Cuba o en sus
celdas de tortura y muerte o frente a los pelotones de criminales –que
defendían un poder caduco–, daban su vida casi un centenar de jóvenes
que se proponían lograr un cambio total en la vida del país. Y dentro de
un régimen social semicolonial y capitalista como aquel, no podía haber
otro cambio revolucionario que el socialismo, una vez que se cumpliera
la etapa de la liberación nacional.”
En su última alocución pública, que a la postre fue su despedida,
frente a los delegados al Congreso del Partido –abril de 2016–, Fidel
reafirmó su credo comunista: “A todos nos llegará nuestro turno, pero
quedarán las ideas de los comunistas cubanos”, dijo.
No me sorprende que
Arturo López Levy, uno de los asiduos ideólogos de Cuba Posible,
en uno de los artículos más transparentes de la última semana,
escribiera: “La pregunta central de este debate sobre opciones
ideológicas no debe formularse en términos históricos, sino políticos
[olvidemos la historia, pedía Obama]. No debe ser sobre lo que hubiese
hecho Fidel Castro hoy (…) Cuba pertenece a las generaciones actuales de
cubanos”. Este autor, que se declara socialdemócrata y sionista, coloca
varias carnadas en su anzuelo, pero en un comentario al debate abierto
en un blog, termina donde debe terminar: “El día en que se acabe el
bloqueo/embargo, soy partidario de que se inicie un proceso hacia la
instauración de una democracia multipartidista en Cuba, con libertades
de prensa, asociación, y todas las otras recogidas en la Declaración
Universal de Derechos Humanos, tal como se entienden por los comités que
han estado a cargo de manejar su interpretación”. El título del
artículo, sin embargo –que manipula una frase de Martí, el más radical
de los cubanos– revela ya su sentido:
La moderación probada del espíritu de Cuba. Volveremos a él.
¿Lo mejor de uno y otro sistema?
¿Por qué ha causado tanto escozor mi afirmación de que no es posible
integrar “lo mejor” del capitalismo y lo “mejor” del socialismo? Tal
manera de concebir la coexistencia (nada pacífica en términos sociales)
de elementos de uno y otro sistema, algo que es inevitable, parece
establecerlo como fin y no como punto de partida. Hablo desde la
perspectiva de un revolucionario (que defiende los intereses de los
desposeídos), que es diferente a la de un reformista (que le teme a las
masas aunque las invoque mientras procura resguardar sus intereses). La
prensa trasnacional hegemónica, al mencionar los cambios que el pueblo
cubano decidió introducir, utiliza el vocablo “tránsito” –reiterado por
Veiga, uno de los fundadores de
Cuba Posible– como si fuese el inicio de un proceso de restauración capitalista.
La promoción de cambios no es
per se revolucionaria; tampoco
es reaccionaria o conservadora la intención de conservar algo. Todo
depende de lo que se quiera cambiar y de lo que se pretenda conservar.
En ambos casos, el punto determinante está en las necesidades de los más
humildes (“con los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar”,
escribía Martí), solo en relación a ellos se es o no se es
revolucionario. La condición del revolucionario no se mide ni por los
métodos que se utilizan, ni por la intención de cambios; puede
sintetizarse en dos cualidades: va a la raíz de los problemas (es
radical) y siente como agravio personal la injusticia, donde quiera que
se cometa. Pero aviso a los académicos burgueses (sordos, ciegos y mudos
para la verdad): en el siglo XX lo que fracasó, definitivamente, fue el
capitalismo. Y los que aman las estadísticas deberían saberlo: el
un por ciento de la población mundial tiene tanto dinero como el otro 99
por ciento (datos de la ONG Oxfam divulgados por la BBC). Según RTVE,
nada sospechosa de infidencia, el un por ciento de los españoles acumula
tanta riqueza como el otro 88 por ciento, lo que significa decir que
466 mil personas poseen tanto como 37,3 millones de conciudadanos.
Algunos autores que desde una supuesta moderación abrazan la idea de
“fundir” los dos sistemas, es decir, retornar al capitalismo, aseguran
con cinismo que se preservarían las conquistas sociales y la soberanía
nacional, aunque saben –claro que lo saben, y los que no, amigos, son
unos ignorantes– que a la larga se perderían ambas, por eso exigen que
se “profundicen” los cambios. Sabemos el sentido que tiene para ellos el
verbo profundizar. Por eso en la entrevista que me hizo
Cubadebate insistí en la necesidad de desentrañar la direccionalidad
discursiva de cada discurso, no a partir de la posición que cada cual se
atribuye, sino a partir de una pregunta simple, que Lenin usó con
efectividad: ¿a quién sirve? La palabra cambio implica para los
revolucionarios cubanos que se perfeccione el socialismo; para los
contrarrevolucionarios, que se desarticule, que evolucione hacia su
contrario. Esta no es una discusión teórica ajena a los intereses del
pueblo: todas las dificultades, insuficiencias, errores, que hoy
padecemos, tendrán solución o no, en la medida en que triunfe o fracase
el socialismo cubano. Por eso, sin subestimar las contradicciones
(antagónicas) que los elementos de capitalismo y de socialismo generan
en Cuba, como en cualquier otro lugar, las preguntas claves son estas:
¿a cuál de los dos sistemas se subordinan?, ¿a cuál sirven?, ¿hacia
dónde nos proponemos ir?
La Conceptualización del Modelo, discutida y aprobada por decenas de
miles de cubanos en reuniones auténticamente democráticas, que recogían y
clasificaban cada criterio, y en la Asamblea Nacional, con las
enmiendas derivadas de esos debates, dice en su primer capítulo:
“[Este documento] (…) sirve de guía para avanzar
hacia la materialización plena de la Visión de la Nación: independiente,
soberana, socialista, democrática, próspera y sostenible, mediante el
Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social a largo plazo, y otras
acciones.
“Los objetivos estratégicos de la actualización del Modelo son:
garantizar la irreversibilidad y continuidad de nuestro socialismo
afianzando los principios que lo sustentan, el desarrollo económico y la
elevación del nivel y calidad de vida con equidad. Todo ello, conjugado
con la necesaria formación de los valores éticos y políticos, en
contraposición al egoísmo, el individualismo y el consumismo enajenante y
depredador.”
Desde luego, la interacción y lucha de elementos capitalistas y
socialistas en el mundo en el que vivimos es una realidad de múltiples
aristas. De una parte, el capitalismo, en su guerra por la
sobrevivencia, ha incorporado ciertos mecanismos y visiones socialistas
de carácter colateral: las luchas sindicales, de género, las victorias
anticolonialistas, las revoluciones del siglo XX, la existencia de
experiencias, fallidas o no, de construcción socialista, han introducido
elementos de justicia social, sobre todo en los países más ricos. No
cometamos el error de atribuirle al capitalismo –en su versión de
Bienestar Social, en países que fueron usufructuarios del sistema
colonial y neocolonial, tuviesen colonias o no, y de la injusta división
internacional del trabajo, o simplemente, a sus conquistas laborales–,
los huevos de la nueva sociedad (uso de manera libre una imagen de
Lenin), engendrados por la resistencia al capitalismo. El capitalismo,
como sistema, es el mismo en todos los países ¿Por qué tomamos de
ejemplo a los países nórdicos y no a los del Sur, que comparten nuestra
historia de expoliaciones, y son, además, la mayoría? ¿Por qué el
capitalismo en Cuba –si solo se tratara de copiar un sistema– nos
llevaría a ser como Suecia, Suiza o Reino Unido y no como Honduras o
Haití? Pero en Suecia, dicho sea también, hay elementos del nuevo orden
socio-económico por el que luchamos, que niegan en alguna pequeña
medida, el que allí existe.
Es decir, la superación del capitalismo ocurre por diferentes vías,
de manera simultánea. Cuando los países latinoamericanos, por ejemplo,
adoptan una posición común que se opone a la injerencia imperialista o
rescatan la soberanía nacional –que solo puede ser defendida como valor
regional–, más allá de sus razones puntuales, están golpeando al
sistema. Si un sector de la burguesía argentina o de la brasileña decide
reivindicar sus intereses y enfrentar la hegemonía económica y política
del imperialismo, el golpe no es bilateral, es sistémico. Todo golpe al
imperialismo es un golpe al capitalismo. Los sectores más radicales de
esos países en ocasiones no perciben que ese gobierno burgués, a pesar
de sí mismo, es un aliado de “lo nuevo que nace”. El imperialismo, por
el contrario, sí lo percibe, y le declara la guerra.
Por otra parte, la cultura socialista (anticapitalista) existe como
contracultura aún en los países donde hay gobiernos revolucionarios, e
incluso en aquellos donde las transformaciones han sido más radicales,
porque la cultura del capitalismo (hablo de sus modos de vida, de sus
conceptos de éxito y de felicidad) es hegemónica. La base material que
sustenta a la nueva cultura es aún débil, de resistencia, tiene un
alcance limitado. Un partidario e incluso un protagonista de la
revolución, puede ser también un adicto acrítico a los r
ealitys shows de
Miami o un reproductor de la cultura del tener, es decir, del
capitalismo; puede trabajar durante toda la semana por la consolidación
del Gobierno revolucionario, y reproducir en su vida privada, en sus
sueños más íntimos, los valores del sistema que combate.
Como el triunfo en el capitalismo se asocia indefectiblemente al
dinero, sin importar su origen, y el esfuerzo personal en el trabajo no
suele conducir al éxito prometido, el sistema abre pequeñas válvulas de
entrada, ajenas al aporte social del individuo: la herencia, el juego en
todas sus modalidades, el matrimonio de conveniencia, lo mismo para la
mujer que para el hombre, el robo de cuello blanco o de pistola en mano
(siempre que el autor logre evadir la justicia). El mercado del deporte
se convierte para los pobres en un camino a transitar. Ningún otro
relato clásico expresa la esencia de este postulado como el de
Cenicienta:
un cuento recreado y actualizado de todas las maneras posibles. La
corrupción es un subproducto del capitalismo. Si el origen del dinero no
es importante, y su posesión establece el rango de éxito o fracaso
social del individuo, las vías fraudulentas son un recurso tolerado.
Decir que el socialismo genera también burocratismo o corrupción,
significa reconocer que hay bolsones de capitalismo en su seno.
¿Qué supone la normalización de relaciones con los Estados Unidos?
Se ha dicho que quienes nos oponemos a las máscaras de centro,
conformamos un grupo duro opuesto a la normalización de relaciones entre
los Estados Unidos y Cuba. Nada más ajeno a la realidad. Es una idea
que reproduce el esquema que otorga una falsa paridad a los supuestos
extremos de La Florida y La Habana: si bien el extremo floridano pudiera
asociarse al terrorismo y a la politiquería anticubana, es decir, al
lacayismo proimperialista ¿a qué se asocia el de La Habana?, ¿a la
defensa de la Patria socialista? Ningún revolucionario cubano viajó en
lanchas rápidas para ametrallar poblados floridanos, ni colocó o pagó
para que colocasen bombas en industrias o centros recreativos de Miami.
Ni siquiera quemó banderas estadounidenses. Pero existe un tercer
elemento, que es decisivo: el imperialismo de ese país. Un blog
contrarrevolucionario ya de capa caída, publicó hace algunos años un
artículo esclarecedor de un tal Castillón:
“Pocos luchan mejor por sus países de adopción que
los inmigrantes. La historia norteamericana está llena de ejemplos […]
Posada Carriles ha sido soldado estadounidense en tiempo de guerra y eso
le da derecho a estar en Estados Unidos. Porque Posada, a pesar de
haber luchado en un campo de batalla diferente, no es tan distinto de
todos esos otros soldados. Porque aunque nos hayamos olvidado de ella y
la hayamos relegado a ese cajón en que se guardan los recuerdos
molestos, la Guerra Fría fue una guerra real. Una guerra en la que
participaron numerosos exiliados en contra de los estados que dirigían
sus naciones.”
Es aquí donde aparecen las reminiscencias autonomistas y
anexionistas. Ambos proyectos decimonónicos, que no conciben el
desarrollo nacional sin la presencia dominadora de una potencia
extranjera, empalman con el reformismo contemporáneo, gústele o no a
López Levy. Evidentemente, no existe concordancia entre el extremismo
lacayo y la defensa radical de la soberanía nacional. Permítaseme que me
cite brevemente: “¿Qué significa ser extremista? –decía en el artículo
La Patria posible–,
¿cuáles son los extremos del debate nacional? Para los revolucionarios
cubanos, el extremista es quien adopta de manera irreflexiva consignas y
frases hechas, cuyo fondo conceptual ignora o no comprende, y es
incapaz por tanto de discernir qué es esencial y qué no lo es. El
extremismo conduce al dogmatismo y a la doble moral. (…) Pero nada tiene
que ver con la visión radical –que va a las raíces–, y a la postura
revolucionaria frente a la realidad”.
Los revolucionarios cubanos (no pertenezco a ningún grupo) abogamos
por unas relaciones “normales” entre vecinos civilizados; no obstante,
lo que me parece más peligroso de esa suposición que se nos imputa es
que revela lo que algunas personas entienden por normalización. Ya se
sabe que el restablecimiento de relaciones diplomáticas es el primer
paso, y que la normalización, tal como la proyecta Cuba, implica la
derogación absoluta del bloqueo económico, comercial y financiero, la
devolución de la Base Naval de Guantánamo y el cese de las actividades
subversivas en el país. Sin embargo, López Levy es osado y –no puedo
evitar la palabra– cínico, al escribir:
“No caben dudas de que como priorizamos los intereses
de desarrollo económico y bienestar del pueblo cubano, así como el
alejamiento de un conflicto militar con Estados Unidos que puede ser
devastador para Cuba, los “centristas” tenemos visiones distintas a las
de Iroel Sánchez y Enrique Ubieta sobre las relaciones a buscar con
Estados Unidos. Una política de distensión, incluso de acciones
persuasivas de corte hegemónico, es preferible a la estrategia de
coacción imperial por sanciones y financiamiento directo de opositores.
(…) Este ambiente distendido permite, también, avanzar en reformas
dirigidas a una economía de mercado y a una sociedad más plural en lo
político, con afinidades a posiciones como las nuestras, pues Cuba
tendría una interacción mayor con un mundo más favorable a ese rumbo.”
De esa manera, casi al finalizar su artículo, el socialdemócrata
López Levy declara abiertamente su respaldo al proyecto obamista de
eliminar el bloqueo por ineficaz –en términos políticos– y no por
inmoral y criminal, y sustituirlo por otra política igualmente
injerencista, pero menos confrontativa, que reinstaure en Cuba el
capitalismo (y la subordinación a Washington). Aceptamos el reto
–creemos que este pequeño David puede batir a Goliat en el terreno de
las ideas–, a pesar de que el articulista sabe, más por viejo que por
diablo, que se trata de una guerra de baja intensidad, con
financiamiento a proyectos subversivos de corte no confrontacional como
Cuba Posible.
Pero igual, cobren o no, el que intente retornar a Cuba a un pasado de
capitalismo semicolonial, es mi enemigo. No creo en los centrismos;
nadie, ni ellos mismos, creen que sea posible “estar en el medio”.
Nota
(1) El debate en las redes sociales se aleja del debate.
Es la fiesta de los asombros, cuando aparece, esta vez sí, un grupo. El
“sabio” Pedro Monreal casi escribe un tratado para reivindicar la
importancia de las estadísticas –Julio Carranza, antes o después que él,
insiste en ello–, a partir de una lectura primitiva y/o tendenciosa de
mi entrevista. Se quedan en los marcos de la puerta, sin entrar. Un tal
Domingo Amuchástegui me endilga todas las culpas y desvíos del espíritu
revolucionario, ocurridos desde mis tres años de vida y aún antes. En
cambio, algunos de los protagonistas de esos desvíos, censores y
adoradores de manuales, escriben largas peroratas sobre la flexibilidad
del pensamiento y la dialéctica. Haroldo Dilla, expulsado de la
politiquería dominicana por su desmedido oportunismo, propone que se me
expulse del debate político de la Revolución cubana.