Hace pocos días por calles de La Habana un hombre relativamente joven —no muchacho— arrastraba, llenas de viandas, dos cajas plásticas similares a las empleadas para empacar botellas. ¿Sería uno de esos mensajeros que llevan víveres a domicilio, o un revendedor? En ambas llevaba, prendidas a sendas pequeñas astas, banderitas cubanas de las que hace un tiempo se portan en actos públicos
.
Esas banderas,
por ser de un material mucho más duradero que el papel, no terminan
profanadas en la basura, y pueden tener luego otros usos, como en las
cajas de las que aquel hombre tiraba de un modo que al testigo le
pareció que revelaba orgullo, como en los diplomáticos al engalanar su
automóvil con la enseña del país que representan.
También —pensó el testigo, mientras deploraba no haber fotografiado la escena— el hecho contravendría normas legales vigentes sobre el empleo de los símbolos patrios. Pero, si algo infringía, ¿no sería preferible una transgresión como aquella antes que la flagrante proliferación de banderas de otras naciones por todo el país? Suelen aparecer entre indicios de pésimo gusto, a veces acompañadas de la cubana, ignorando el digno reclamo del poeta patriota Bonifacio Byrne, quien frente a la intrusión de la bandera imperialista enérgicamente declaró que aquí basta una sola, la nuestra.
Inflexibilidad no equivale a firmeza
En la proliferación de pendones foráneos predominan el británico y, sobre todo, el estadounidense, sean piezas enteras o motivos visuales que remiten a ellos. Los hay incluso con la presencia del águila que en el siglo XIX —lo denunció José Martí ante la ofensiva del panamericanismo imperialista— “apretaba en sus garras los pabellones todos de la América”.
Parecería que nada se ha instrumentado en el país contra la actual invasión de símbolos imperiales. Tampoco existe la flexibilidad legal que facilite el uso afectivo, no necesariamente protocolar, de los propios, sin mancillarlos como ocurre al usarlos como simples adornos, estampados en cualquier tipo de objeto: zapatos, ropa exterior e interior, pañuelos para protegerse el cabello o soplarse la nariz, delantales… Eso hace el mercado de los Estados Unidos con su bandera, que así es manejada también como invasor recurso propagandístico. ¿Debe Cuba imitar el despropósito?
Otra cosa sería que la inflexibilidad legal —quebrantada en los hechos— desaprobara el uso de acordes del Himno en una pieza de música popular, enraizada en el pulso de la nación y enfilada a enaltecerla. Salvando distancias de diversa índole, en este punto vale recordar una obra que no es tan conocida como merece: la Paráfrasis para piano con la cual Hubert de Blanck, nacido en Holanda en 1856 y radicado desde 1883, hasta su muerte, en Cuba —cuyo independentismo apoyó, y donde una insigne sala de teatro de la capital perpetúa su nombre—, honró con variaciones sobre el original el Himno creado en Bayamo por Perucho Figueredo.
La enseñanza y la persuasión son básicas para la sociedad. En ninguna parte las sustituyen las disposiciones legales, por muy importantes que estas puedan ser, y lo son, máxime donde se vivió una etapa colonial que fomentó, junto a otros males, esta idea patógena: “La ley se acata, pero no se cumple”. La educación es responsabilidad del hogar y de la sociedad toda —no solo de la escuela, llamada a ser particularmente eficaz—, y entre sus fines vitales debe sobresalir el abono del civismo y la civilidad y el respeto a las leyes. Son propósitos inseparables de la formación cultural: de la siembra, el cuidado y la cosecha de nociones arraigadas en hechos, conocimiento y sentido de responsabilidad.
¿Esperar por normas?
Martí, con su vida ejemplar, incluida su heroica muerte, sin mengua de su universalidad legó a la patria un inmenso legado moral de sabiduría y conducta. Aunque la celebración de su natalicio y la conmemoración de su caída en combate sean estimulantes para recordarlo, se le debe tener presente y asumirlo todos los días, como semillero de lecciones para pensar y actuar.
El fundador no necesitó de ley ni de imposición alguna para tener la conducta que testimonió en el poema X de Versos sencillos, al recordar su disfrute, en Nueva York, de la actuación de la bailarina española, gallega, Carolina Otero: “Han hecho bien en quitar/ El banderón de la acera;/ Porque si está la bandera,/ No sé, yo no puedo entrar”, dijo en la segunda estrofa, refiriéndose al pendón de España, la metrópoli que oprimía a su patria y a los propios pueblos españoles.
No se debe menospreciar la importancia de estudios sociológicos para saber bien quiénes usan en Cuba prendas de vestir en las cuales se reproducen la bandera de Gran Bretaña y, sobre todo, la de los Estados Unidos, o —ya sea en la cabina o fuera de borda— la ostentan en sus vehículos particulares, y hasta en los estatales que están bajo su cuidado. Pero ¿se necesita alguna investigación especial para suponer que se trata de hechos ante los cuales la gran mayoría del pueblo, integrada por patriotas conscientes, no podrá menos que sentir irritación, rechazo?
En un “almendrón” que está lejos de ser el único automóvil en circular por La Habana con la bandera de los Estados Unidos desplegada, se ha visto al chofer vistiendo una camiseta con esa insignia estampada en el pecho. Como ilustración de un texto donde se refirió a normas que, en Noruega, controlan o prohíben allí el empleo de banderas de otros países, el ensayista cubano Desiderio Navarro difundió la foto de una vivienda de Bauta, provincia de Artemisa, en cuyo techo se alza la bandera estadounidense a una altura y de un modo inexplicables como fruto de la casualidad.
¿Confiarse a la industria y el mercado?
Aunque descollante, ese caso es uno solo entre los numerosos de un mal que prospera sostenidamente ante la vista pública y distintos autores han repudiado. Quien escribe este artículo ha dedicado ya otros al tema: “¿Banderas nada más?”, “Banderas y más” (Bohemia impresa y digital); “Porque si está la bandera…” (Cubarte), “¿Se trata de símbolos?” (Cubadebate), con ilustraciones elocuentes, y reproducidos todos en espacios digitales. Que no intente repetir ahora todo lo dicho en aquellos textos se explica por apremios de espacio, no porque ignore el valor de la reiteración, que pedagogos, políticos, sacerdotes y otros propagadores de conocimientos e ideas saben necesaria.
El asunto es preocupante en sí, y porque se ha instalado como una moda de larga duración. Para alarmar —diga lo que diga el “cosmopolita” avispero neoliberal, listo siempre a lanzarse contra quienes hablen de revolución y patriotismo— bastaría que expresara indolencia. Pero también pudiera revelar ansias anexionistas o una manera simbólica de emigrar sin salir físicamente del país, desvinculación del proyecto revolucionario, un paso hacia su abandono afectivo o factual.
Las justificaciones aducidas para portar banderas imperiales son indefendibles. Por confusión o por afán doloso, a veces se invocan las normas protocolares establecidas para reuniones políticas de representantes oficiales de dos o más países, o en encuentros internacionales de diversa índole. También se aduce que las banderas cubanas no aparecen en el mercado o son caras para la gran mayoría de la población. Pero en las luchas patrióticas se han enarbolado banderas hechas con amor y respeto por personas que no se sentaron a esperar soluciones industriales. La fértil iniciativa se manifestó asimismo ante la muerte del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, cuando hubo quienes quisieron rendirle homenaje llevando brazaletes del 26 de Julio.
A cubanas y cubanos patriotas les sobran razones e historia para no avalar que en su país se rinda culto acrítico —no digamos ya entusiasta— a la bandera que debería ser emblema de todo un pueblo, pero oficialmente representa a un imperio agresivo.
Extremos que se tocan
La voracidad de ese imperio se ha sufrido y se sufre en todos los continentes, y el actual césar la prolonga. Sus actos patean las ilusiones que hubo en quienes quisieron albergarlas viendo en el predecesor un estadista presto a actuar honestamente, y cuyo lema electorero We can! (¡Podemos!) evidenciaría cambios favorables para otros pueblos en la política imperial. Quizás la mayor celebridad la alcanzó al anunciar que, para que se levantara el bloqueo impuesto por su país a Cuba, daría pasos que ciertamente pudo haber dado pero no dio. Se quedó cortísimo, y no por falta de pista.
En general, dio curso a la deportación de inmigrantes en cifras comparables con las anunciadas por el nuevo césar y, usando como patente de corso el Premio Nobel de la Paz —que, venido a menos, se le regaló, al igual que a otros—, sobresalió desatando guerras. Por el mismo camino, su sucesor prometió poner fin al expansionismo belicista del imperio, y poco después de llegar a la Casa Blanca empezó a ejecutar —con “bomba madre” incluida— planes del poderío bélico-militar que domina al establishment regente, del cual forma parte, aunque algunas mentes quisieron creer que lo desafiaba, ¡y no faltó quien lo calificara de revolucionario!
Ser o parecer torpe al estilo de George W. Bush, o elegante como Barack Obama, o todo lo que ya se sabe de Donald Trump, puede aportar subterfugios a una potencia que busca salir de su crisis sistémica, de su decadencia, que es manifiesta, aunque sea prolongada. A ese imperio se le rinde pleitesía factual cuando se ostenta su bandera, y en eso las ingenuidades, si las hay, serían tan peligrosas como la ignorancia o la complicidad. La pleitesía puede apoyarse en extremos que se tocan, entre los cuales oscilaría el no llegar o pasarse que se tiene como sabia y críticamente advertido por Máximo Gómez.
Uno de esos extremos sería creer que lo único o lo más contrarrevolucionario es una consigna de ese carácter pintada en una pared o impresa en papel u otro soporte. Se soslaya así el efecto, como de bomba de tiempo, de terribles males voluntaria u objetivamente contrarrevolucionarios como la corrupción, la mala actitud ante el trabajo, la indisciplina social, la violación de las normas de convivencia, el irrespeto a los derechos y deberes colectivos, la desatención de la historia.
El otro extremo —¿asociado quizás al deseo de compensar impertinentes o excesivas interdicciones de otros momentos?— sería un peligroso dejar hacer. En él cabrán hasta pronunciamientos de algún alto funcionario que dé por bueno librar de muros de contención a la venta por particulares de los productos que a estos se les antoje comercializar, aunque pululen objetos mal habidos y discos piratas que han terminado en tremendos paquetes.
Y no es cuestión de adornos
En cuanto a conducta social, ese dejar hacer puede ser más peligroso que el acuñado en francés (laissez faire) para caracterizar a la burguesía cuando ella capitalizó el rótulo de liberal para actuar a sus anchas en la economía, no para desentenderse del control de la sociedad. Más recientemente ese rótulo —digno de mejor suerte— mutó en neoliberalismo, también recurso de dominación. No importa que el césar de turno haya amenazado con sustituirlo por la vuelta al proteccionismo: otra arma a la que el imperio puede seguir acudiendo para autoprotegerse y agredir a todo el mundo.
En Cuba, un mal entendido, trasnochado o timorato laissez faire puede abrir las puertas a letales caballos de Troya, no sublimados en una obra literaria clásica, sino infusos en burdas o sofisticadas fullerías políticas, cuyas consecuencias pudiera ser tarde enfrentar si se les deja tomar cuerpo. Frente a ello conforta saber que la lucidez patriótica, histórica, revolucionaria, cívica, ha garantizado la capacidad de resistencia, lucha y victoria de la mayoría del pueblo
.
Con esa lucidez ha encarado y vencido Cuba los grandes desafíos que la han asediado, y ha de mantenerla como arma principal para conservar la independencia indispensable. Solo así podrán triunfar aquí planes justicieros por los que han luchado y muerto tantos hijos y tantas hijas de la patria. En ella un par de cajas usadas por un mandadero o hasta por un revendedor, y engalanadas con la bandera que la representa desde sus luchas por la independencia, siempre serán preferibles —dígase sin apoyar por ello un mayor desmadre de la ilegalidad— al espectáculo de una población disfrazada con insignias del imperio que por todos los medios ha intentado estrangularla, aunque no lo ha conseguido. Ni lo conseguirá mientras la mayoría del pueblo lo mantenga a raya, y eso incluye lo simbólico.
(Tomado de Bohemia Digital)
También —pensó el testigo, mientras deploraba no haber fotografiado la escena— el hecho contravendría normas legales vigentes sobre el empleo de los símbolos patrios. Pero, si algo infringía, ¿no sería preferible una transgresión como aquella antes que la flagrante proliferación de banderas de otras naciones por todo el país? Suelen aparecer entre indicios de pésimo gusto, a veces acompañadas de la cubana, ignorando el digno reclamo del poeta patriota Bonifacio Byrne, quien frente a la intrusión de la bandera imperialista enérgicamente declaró que aquí basta una sola, la nuestra.
Inflexibilidad no equivale a firmeza
En la proliferación de pendones foráneos predominan el británico y, sobre todo, el estadounidense, sean piezas enteras o motivos visuales que remiten a ellos. Los hay incluso con la presencia del águila que en el siglo XIX —lo denunció José Martí ante la ofensiva del panamericanismo imperialista— “apretaba en sus garras los pabellones todos de la América”.
Parecería que nada se ha instrumentado en el país contra la actual invasión de símbolos imperiales. Tampoco existe la flexibilidad legal que facilite el uso afectivo, no necesariamente protocolar, de los propios, sin mancillarlos como ocurre al usarlos como simples adornos, estampados en cualquier tipo de objeto: zapatos, ropa exterior e interior, pañuelos para protegerse el cabello o soplarse la nariz, delantales… Eso hace el mercado de los Estados Unidos con su bandera, que así es manejada también como invasor recurso propagandístico. ¿Debe Cuba imitar el despropósito?
Otra cosa sería que la inflexibilidad legal —quebrantada en los hechos— desaprobara el uso de acordes del Himno en una pieza de música popular, enraizada en el pulso de la nación y enfilada a enaltecerla. Salvando distancias de diversa índole, en este punto vale recordar una obra que no es tan conocida como merece: la Paráfrasis para piano con la cual Hubert de Blanck, nacido en Holanda en 1856 y radicado desde 1883, hasta su muerte, en Cuba —cuyo independentismo apoyó, y donde una insigne sala de teatro de la capital perpetúa su nombre—, honró con variaciones sobre el original el Himno creado en Bayamo por Perucho Figueredo.
La enseñanza y la persuasión son básicas para la sociedad. En ninguna parte las sustituyen las disposiciones legales, por muy importantes que estas puedan ser, y lo son, máxime donde se vivió una etapa colonial que fomentó, junto a otros males, esta idea patógena: “La ley se acata, pero no se cumple”. La educación es responsabilidad del hogar y de la sociedad toda —no solo de la escuela, llamada a ser particularmente eficaz—, y entre sus fines vitales debe sobresalir el abono del civismo y la civilidad y el respeto a las leyes. Son propósitos inseparables de la formación cultural: de la siembra, el cuidado y la cosecha de nociones arraigadas en hechos, conocimiento y sentido de responsabilidad.
¿Esperar por normas?
Martí, con su vida ejemplar, incluida su heroica muerte, sin mengua de su universalidad legó a la patria un inmenso legado moral de sabiduría y conducta. Aunque la celebración de su natalicio y la conmemoración de su caída en combate sean estimulantes para recordarlo, se le debe tener presente y asumirlo todos los días, como semillero de lecciones para pensar y actuar.
El fundador no necesitó de ley ni de imposición alguna para tener la conducta que testimonió en el poema X de Versos sencillos, al recordar su disfrute, en Nueva York, de la actuación de la bailarina española, gallega, Carolina Otero: “Han hecho bien en quitar/ El banderón de la acera;/ Porque si está la bandera,/ No sé, yo no puedo entrar”, dijo en la segunda estrofa, refiriéndose al pendón de España, la metrópoli que oprimía a su patria y a los propios pueblos españoles.
No se debe menospreciar la importancia de estudios sociológicos para saber bien quiénes usan en Cuba prendas de vestir en las cuales se reproducen la bandera de Gran Bretaña y, sobre todo, la de los Estados Unidos, o —ya sea en la cabina o fuera de borda— la ostentan en sus vehículos particulares, y hasta en los estatales que están bajo su cuidado. Pero ¿se necesita alguna investigación especial para suponer que se trata de hechos ante los cuales la gran mayoría del pueblo, integrada por patriotas conscientes, no podrá menos que sentir irritación, rechazo?
En un “almendrón” que está lejos de ser el único automóvil en circular por La Habana con la bandera de los Estados Unidos desplegada, se ha visto al chofer vistiendo una camiseta con esa insignia estampada en el pecho. Como ilustración de un texto donde se refirió a normas que, en Noruega, controlan o prohíben allí el empleo de banderas de otros países, el ensayista cubano Desiderio Navarro difundió la foto de una vivienda de Bauta, provincia de Artemisa, en cuyo techo se alza la bandera estadounidense a una altura y de un modo inexplicables como fruto de la casualidad.
¿Confiarse a la industria y el mercado?
Aunque descollante, ese caso es uno solo entre los numerosos de un mal que prospera sostenidamente ante la vista pública y distintos autores han repudiado. Quien escribe este artículo ha dedicado ya otros al tema: “¿Banderas nada más?”, “Banderas y más” (Bohemia impresa y digital); “Porque si está la bandera…” (Cubarte), “¿Se trata de símbolos?” (Cubadebate), con ilustraciones elocuentes, y reproducidos todos en espacios digitales. Que no intente repetir ahora todo lo dicho en aquellos textos se explica por apremios de espacio, no porque ignore el valor de la reiteración, que pedagogos, políticos, sacerdotes y otros propagadores de conocimientos e ideas saben necesaria.
El asunto es preocupante en sí, y porque se ha instalado como una moda de larga duración. Para alarmar —diga lo que diga el “cosmopolita” avispero neoliberal, listo siempre a lanzarse contra quienes hablen de revolución y patriotismo— bastaría que expresara indolencia. Pero también pudiera revelar ansias anexionistas o una manera simbólica de emigrar sin salir físicamente del país, desvinculación del proyecto revolucionario, un paso hacia su abandono afectivo o factual.
Las justificaciones aducidas para portar banderas imperiales son indefendibles. Por confusión o por afán doloso, a veces se invocan las normas protocolares establecidas para reuniones políticas de representantes oficiales de dos o más países, o en encuentros internacionales de diversa índole. También se aduce que las banderas cubanas no aparecen en el mercado o son caras para la gran mayoría de la población. Pero en las luchas patrióticas se han enarbolado banderas hechas con amor y respeto por personas que no se sentaron a esperar soluciones industriales. La fértil iniciativa se manifestó asimismo ante la muerte del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, cuando hubo quienes quisieron rendirle homenaje llevando brazaletes del 26 de Julio.
A cubanas y cubanos patriotas les sobran razones e historia para no avalar que en su país se rinda culto acrítico —no digamos ya entusiasta— a la bandera que debería ser emblema de todo un pueblo, pero oficialmente representa a un imperio agresivo.
Extremos que se tocan
La voracidad de ese imperio se ha sufrido y se sufre en todos los continentes, y el actual césar la prolonga. Sus actos patean las ilusiones que hubo en quienes quisieron albergarlas viendo en el predecesor un estadista presto a actuar honestamente, y cuyo lema electorero We can! (¡Podemos!) evidenciaría cambios favorables para otros pueblos en la política imperial. Quizás la mayor celebridad la alcanzó al anunciar que, para que se levantara el bloqueo impuesto por su país a Cuba, daría pasos que ciertamente pudo haber dado pero no dio. Se quedó cortísimo, y no por falta de pista.
En general, dio curso a la deportación de inmigrantes en cifras comparables con las anunciadas por el nuevo césar y, usando como patente de corso el Premio Nobel de la Paz —que, venido a menos, se le regaló, al igual que a otros—, sobresalió desatando guerras. Por el mismo camino, su sucesor prometió poner fin al expansionismo belicista del imperio, y poco después de llegar a la Casa Blanca empezó a ejecutar —con “bomba madre” incluida— planes del poderío bélico-militar que domina al establishment regente, del cual forma parte, aunque algunas mentes quisieron creer que lo desafiaba, ¡y no faltó quien lo calificara de revolucionario!
Ser o parecer torpe al estilo de George W. Bush, o elegante como Barack Obama, o todo lo que ya se sabe de Donald Trump, puede aportar subterfugios a una potencia que busca salir de su crisis sistémica, de su decadencia, que es manifiesta, aunque sea prolongada. A ese imperio se le rinde pleitesía factual cuando se ostenta su bandera, y en eso las ingenuidades, si las hay, serían tan peligrosas como la ignorancia o la complicidad. La pleitesía puede apoyarse en extremos que se tocan, entre los cuales oscilaría el no llegar o pasarse que se tiene como sabia y críticamente advertido por Máximo Gómez.
Uno de esos extremos sería creer que lo único o lo más contrarrevolucionario es una consigna de ese carácter pintada en una pared o impresa en papel u otro soporte. Se soslaya así el efecto, como de bomba de tiempo, de terribles males voluntaria u objetivamente contrarrevolucionarios como la corrupción, la mala actitud ante el trabajo, la indisciplina social, la violación de las normas de convivencia, el irrespeto a los derechos y deberes colectivos, la desatención de la historia.
El otro extremo —¿asociado quizás al deseo de compensar impertinentes o excesivas interdicciones de otros momentos?— sería un peligroso dejar hacer. En él cabrán hasta pronunciamientos de algún alto funcionario que dé por bueno librar de muros de contención a la venta por particulares de los productos que a estos se les antoje comercializar, aunque pululen objetos mal habidos y discos piratas que han terminado en tremendos paquetes.
Y no es cuestión de adornos
En cuanto a conducta social, ese dejar hacer puede ser más peligroso que el acuñado en francés (laissez faire) para caracterizar a la burguesía cuando ella capitalizó el rótulo de liberal para actuar a sus anchas en la economía, no para desentenderse del control de la sociedad. Más recientemente ese rótulo —digno de mejor suerte— mutó en neoliberalismo, también recurso de dominación. No importa que el césar de turno haya amenazado con sustituirlo por la vuelta al proteccionismo: otra arma a la que el imperio puede seguir acudiendo para autoprotegerse y agredir a todo el mundo.
En Cuba, un mal entendido, trasnochado o timorato laissez faire puede abrir las puertas a letales caballos de Troya, no sublimados en una obra literaria clásica, sino infusos en burdas o sofisticadas fullerías políticas, cuyas consecuencias pudiera ser tarde enfrentar si se les deja tomar cuerpo. Frente a ello conforta saber que la lucidez patriótica, histórica, revolucionaria, cívica, ha garantizado la capacidad de resistencia, lucha y victoria de la mayoría del pueblo
.
Con esa lucidez ha encarado y vencido Cuba los grandes desafíos que la han asediado, y ha de mantenerla como arma principal para conservar la independencia indispensable. Solo así podrán triunfar aquí planes justicieros por los que han luchado y muerto tantos hijos y tantas hijas de la patria. En ella un par de cajas usadas por un mandadero o hasta por un revendedor, y engalanadas con la bandera que la representa desde sus luchas por la independencia, siempre serán preferibles —dígase sin apoyar por ello un mayor desmadre de la ilegalidad— al espectáculo de una población disfrazada con insignias del imperio que por todos los medios ha intentado estrangularla, aunque no lo ha conseguido. Ni lo conseguirá mientras la mayoría del pueblo lo mantenga a raya, y eso incluye lo simbólico.
(Tomado de Bohemia Digital)
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