Robert
Fisk
Durante
siglos, los gobiernos han dicho a sus soldados y a su pueblo: "conozcan
al enemigo". El problema con el "califato" del Isis, el Estado
Islámico –y es un gran problema para el presidente Obama después del
asesinato del periodista James Foley–, es que no sabemos qué es.
Nos hablan
de sus carnicerías, de su crueldad, sus raptos de mujeres; de que entierran
vivos a humanos, de su saña contra cristianos y yazidíes y sus decapitaciones
públicas, pero eso es todo. Incluso el líder del EI, Abú Bakr Bagdadi, parece
una combinación demencial del Mahdi que asesinó a Gordon de Jartum, el
ejecutado Osama Bin Laden y Oliverio Cromwell, el que hizo a los civiles de
Drogheda lo mismo que el lord protector musulmán Bagdadi ha hecho a sus
enemigos.
El
asesinato ritual de Foley es suficiente para disuadir hasta al más temerario
de los periodistas de buscar una entrevista con Bagdadi. Nunca en Medio
Oriente tanta tierra se había salido de límites hacia los medios occidentales.
Tan ignorantes somos del Estado Islámico (antes de Irak y Levante) –una
tierra oscura de la cual los reportes que vemos vienen de los videos que sus
militantes toman con sus teléfonos–, que los Obama, Cameron y Hammond apenas
pueden rechinar los dientes ante este enemigo indecible. Reacciones fáciles,
pero a partir de las cuales no hay mucho para dónde avanzar.
Sin
embargo, el El sabe hacer una cosa: confrontar a Obama con un problema de
rehenes de su país, el mismo enigma que enfrentó Tony Blair cuando Ken Bigley
apareció ante el lente de la cámara de video. ¿Qué hacer? ¿Prestar oídos
sordos a las advertencias y demostrar así que no le importan sus ciudadanos
al emprender operaciones militares –lo cual es verdad–, o convertirse en otro
Jimmy Carter, reverente ante todo capricho de los enemigos, hincar una
rodilla en tierra y decir al Pentágono "deténganse ahí"?
Ahora
Obama ha visto ya la siguiente amenaza contra un reportero estadunidense.
¿Vacilará? No puede hacerlo, ¿o sí? Sospecho que la respuesta será eso que
los presidentes y primeros ministros siempre han hecho mejor tratándose de
Medio Oriente, y anunciará que el asesinato de Foley muestra no sólo cuán
terrible es el EI, sino cuán importante es continuar bombardeando para
destruir tan nefasta institución. En otras palabras, convertir la sádica
reacción del EI hacia los ataques aéreos en la razón por la cual Washington
lleva a cabo los ataques aéreos. Después de todo, bombardeamos al EI porque
mata a los yazidíes, despoja a los cristianos y amenaza a los kurdos. Y luego
a Irak. Ahora tenemos otra razón para bombardear el "califato" de
Bagdadi.
Para los
periodistas, ayer fue un día espantoso. Hace 30 años los árabes reconocían
nuestro papel de observadores neutrales. Con el correr de los años, y a
medida que periodistas han sido abatidos por fuerzas militares
estadounidenses, soldados israelíes y rebeldes iraquíes (así como milicias
árabes), nuestra vulnerabilidad se ha vuelto infinitamente mayor. Cuando
nuestro cuate el mariscal egipcio Abdel Fatah Sisi encierra periodistas
durante meses, muy poco se preocupan los gobiernos occidentales. Cuando
nuestros propios amos muestran tan poca inquietud por nuestro destino, no es
sorprendente que el EI –o Isil o como se llame– se prepare a ejecutarlos.
Pero no es
algo que interese mucho al EI. Existen dos verdades que Occidente tendrá que
enfrentar con respecto al salvaje y demente "califato" de Bagdadi:
estos verdugos, o sus predecesores, comenzaron su carrera en los video
asesinatos de la resistencia antiestadounidense en Irak y, por repulsivas que
sean sus actividades, cientos de miles de musulmanes sunitas viven en la zona
del califato y no han huido por su vida. Por supuesto, no es un indicio
agradable. Si el "califato" es tan grotesco y abominable en su
brutalidad impulsada por la pureza, ¿por qué toda esa gente –iraquíes y
sirios– no ha escapado junto con sus hermanos cristianos? ¿Será que unos
cuantos miles de combatientes armados son en verdad capaces de coaccionar a
tantas personas en un espacio tan amplio de Medio Oriente?
Regresemos
a los meses y años posteriores a la invasión angloestadunidense de 2003. Los
rebeldes o insurgentes se sentían capaces de mostrar extraordinaria crueldad
hacia sus castigos. Una vez me ofrecieron en Faluya un video de un hombre al
que unos encapuchados le rebanaban la garganta. Me llevó algún tiempo darme
cuenta de que la víctima era casi seguramente un soldado ruso y sus asesinos
eran chechenos. Alguien había llevado ese video a Faluya para que los futuros
carniceros de la resistencia aprendieran de él.
Esa es la violencia épica que
nuestra invasión desencadenó. Y la mayoría de musulmanes sunitas se quedaron
en sus pueblos y ciudades y siguieron viviendo mientras sus hermanos –los
ciudadanos del futuro EI– llevaban a cabo su siniestra labor. En otras
palabras, es obvio que el "califato" no les parece tan terrible a
ellos como a nosotros. ¿Hay un problema allí? ¿O es sólo cuestión, como los
estadiunidenses parecen pensar, de comprar a las tribus sunitas –esas minisociedades
de propósitos múltiples de las que dependemos cuando las cosas van mal–, o de
que su gobierno nacional sea más "incluyente" después de la partida
de Maliki, para acabar con Bagdadi? Esas son las preguntas que deberíamos
hacernos.
En sus
días finales, Osama Bin Laden expresaba rechazo por la naturaleza sectaria de
los ataques "islamitas"; incluso recibió de Yemen una traducción de
un artículo que escribí en The Independent en el que describía a Al Qaeda
como "la organización más sectaria del mundo".
Las cosas
han cambiado. Al menos, cuando me reuní con Bin Laden, no temí por mi vida.
Fuentes: La Jornada / The
Independent
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sábado, 23 de agosto de 2014
¿Qué es en verdad el Estado Islámico?
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