The New York Times: Los poderes de un virus, por Martín Caparrós
Por: Carlos Rafael Dieguez
abril 11, 2020
Hoy entrego mi columna de nuestra RadioMiamiTV a
autor
es colaborador regular del The New York Times. Comente usted y díganos
si está o no de acuerdo con el colega. Doy gracias a Fernando Ravsberg
que originalmente me lo envió
Nunca hubo una crisis más general. Sus soluciones pondrán a prueba el poder de los ciudadanos para empujar a los gobiernos y el mercado a construir un mundo mejor después de la pandemia.
MADRID — Te dicen que es una guerra y no
es una guerra. Una guerra es el resultado de las decisiones del hombre.
La epidemia del coronavirus lo es, si acaso, de sus indecisiones. Y no
es fácil decidir frente a algo tan extraordinario. Ahora unos pocos
políticos gobiernan —deben administrar la crisis como pueden,
improvisando, sin manuales ante lo extraordinario—; los demás se dedican
a la caza de culpables. Los gobiernos hablan mucho de la crisis global,
para exculparse; las oposiciones hablan mucho de la crisis local, para
inculparlos.
Pero es cierto que lo que está en crisis
es el mundo: nunca hubo una crisis tan general. Aunque sus soluciones,
parece, serán locales, nacionales, y sálvese quien pueda.
Las situaciones extremas, te dicen, te
ponen frente a la verdad. Es bonito: una manera elegante de decir que
las situaciones normales la esquivan. No es difícil: contamos con un
conjunto de mentiras habituales, las que nos hacen vivir todos los días.
Pero ahora no funcionan bien; hay que crear mentiras especiales, que
sirvan, como sirven todas, para engañarnos o consolarnos o engañarnos y
consolarnos o solamente anestesiarnos. El opio, le decían.
Y hay una que circula con bríos: que China pudo contrarrestar mejor el virus porque es una dictadura,
que pudo cerrar sus ciudades y obligar a sus ciudadanos porque es un
régimen autoritario. La noción se ha transformado en uno de esos lugares
comunes que aceptamos y adoptamos, esas afirmaciones que nos gusta
repetir sin repensar. Yo creo que no: que pudo contrarrestarlo mejor
porque es más rica.
El obstáculo para establecer cuarentenas
extremas en las “democracias occidentales” no fue la libertad. Nada
indica que millones de personas se habrían negado a encerrarse: el trueque de libertad a cambio de salud funciona
perfectamente en estos días —y puede ser un gran problema en el
futuro—. El problema de estas democracias es la economía: tenían —y
tienen— miedo a cerrar todo porque se pierde demasiada plata.
China es más grande y más rica. Con más
reservas, puede dejar de ganar durante unos meses. Por eso, creo, pudo
aplicar enseguida las medidas que muchos países occidentales rechazaron
durante semanas —que, ahora sabemos, fueron fatales para muchos—.
El problema central, el que seguiremos repasando por décadas, es este dilema de hierro entre salvar vidas y salvar dinero.
Es como si todo esto sirviera, al fin y
al cabo, para poner en escena la contradicción básica entre dos formas
de ver el mundo. Tan desnuda: la bolsa o la vida.
Claro que la opción no se presenta cruda: ninguno de los que claman por
la economía quiere ponerla en esos términos. Entonces te dicen que
salvaguardar la economía significa salvar vidas en el futuro, que serían
afectadas por la crisis económica, y proponen sacrificios que nunca son
suyos.
Vivimos en sociedades de la abundancia, donde
hay mucho más que lo que se necesita, solo que concentrado sin
vergüenza. Entonces la caída de la economía es, efectivamente, un
problema contable para unos pocos, un problema vital para muchos. Son
los que sufrirán porque tienen tan poco que no pueden tener menos. Pero
los políticos y empresarios que enarbolan esa amenaza para clamar contra
las cuarentenas no suelen ofrecer la solución más obvia: que los que
tienen mucho repartan una parte.
(Te hablan de la guerra, decíamos, y la
pandemia no es una guerra, no es el enfrentamiento entre dos ideas. Pero
en su solución sí hay una guerra, ese enfrentamiento. Que tiene
ganadores distintos en distintos países: todos sabemos lo que hacen Trump y Bolsonaro, lo que quiso hacer Johnson).
Los Estados son los instrumentos de
redistribución que conocemos. Su herramienta se llama impuesto: es la
manera de tomar la riqueza donde está y colocarla donde no está, a
través de subsidios directos o de servicios de salud, sanidad,
educación, seguridad, vivienda. En esta crisis los Estados se
fortalecieron. Ha quedado claro que son los únicos que pueden manejar
los momentos extremos; que, en esos momentos, el famoso mercado puede
ser un obstáculo. Habrá que ver si ese paso al frente de los Estados se
mantiene cuando la crisis pase. Los mercados van a contraatacar. Habrá
que ver con cuánta fuerza, cuánto éxito. Eso depende, claro, de las
ganas y voluntades de los ciudadanos —que van a ser distintas en cada
país: para eso sirven los países—.
Se habla tanto de los cambios que la
crisis traerá, de futurología. Una crisis no cambia nada por sí misma.
Lo cambian las fuerzas que pelean a partir de la crisis —y que la crisis
puede cambiar—. Habrá sectores que tratarán de restablecer el reino del
mercado, habrá otros que intentarán mantener más presencia del Estado
y, según la potencia destructiva de la crisis, según cómo se cuente/lea,
más o menos personas apoyarán a unos u otros. Ahora, con el miedo, se
dicen —e incluso se hacen— muchas cosas. La cuestión será ver qué se
hace cuando el miedo pase. O cuánto miedo quedará y cuánto cabreo.
Algunos dicen que será como el principio
del Estado de Bienestar europeo. Que empezó tras el desastre de la
Segunda Guerra Mundial pero no por el desastre; porque sus conductas
durante ese desastre habían hecho que la izquierda creciera y la derecha
se hundiera, y el comunismo amenazaba.
Ahora tampoco alcanzaría con el desastre;
tendría que suceder, como entonces, que se produjera la tasa de cabreo
social necesaria para empujar a los gobiernos en esa dirección. Que
quedara claro que esta pandemia no habría sido igual sin la destrucción
de la sanidad pública por las fuerzas del mercado y que la salud
desigual no les sirve ni siquiera a los que pueden pagarla porque los
bichos no respetan barrios ni chequeras. Y que, además, los ricos
necesitan que los ciudadanos sigan sanos para consumir; en cuanto se
avistó la epidemia, las bolsas se derrumbaron por si acaso.
Hay sectores insospechables de cualquier socialismo que lo creen. El gesto político más significativo de estos últimos días fue el editorial del Financial Times,
portavoz habitual de “los mercados”, cuando escribió que, tras la
pandemia, “para pedir un sacrificio colectivo uno debe ofrecer un
contrato social que beneficie a todos”. Y que para eso, “será necesario
poner sobre la mesa reformas radicales, que reviertan la dirección
principal de las políticas de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos
tendrán que aceptar un rol más activo en la economía. Deben considerar
los servicios públicos como inversiones y no como pasivos, y buscar las
formas de hacer menos inseguros los mercados laborales. La
redistribución volverá a la agenda; se cuestionarán los privilegios de
los mayores y los ricos. Políticas que hasta hace poco se consideraban
excéntricas, como la renta básica y los impuestos a la riqueza, tendrán
que entrar en la mezcla”. Pero nada sucederá si millones y millones de
personas no lo exigen.
Si alguien hubiera querido ofrecer una
gran lección sobre el Antropoceno, nuestro destrozo de la Tierra, jamás
habría podido imaginar nada mejor que estos días de retirada de los
hombres y regreso de plantas y delfines y cielos azulitos.
Ahora resulta aún más obvio que es nuestra presencia la que crea esas
perturbaciones, y que tenemos que buscar la forma de combinar esa
presencia con la menor tasa posible de perturbación. (Sin llegar a la
tontería común de suponer que somos malos y los animales buenos. La
naturaleza también es el virus. Llevamos diez mil años tratando de
moderar sus efectos y lo hemos conseguido bastante bien; de vez en
cuando se planta y nos mata con un tsunami, un terremoto, una corona).
Quizás estemos aprendiendo, en estos
días, que gastamos mucho más que lo que necesitamos. Que hemos armado
sociedades que despilfarran en tantas tonterías en lugar de invertir en
lo que importa: cuidarnos a todos. Ojalá salgamos de estas semanas de
austeridad forzosa convencidos de que no era necesario gastar tanto. Que
no vale la pena correr y correr, que no vale la pena acumular: que se
puede vivir de otras maneras, que todo puede deshacerse en un bichazo.
Lo sabíamos, decíamos que lo sabíamos, pero no.
Hoy lo estamos viviendo.
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