El
injusto bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por Estados
Unidos contra Cuba también golpea el ámbito de la cultura
1.
¿Cómo entender que profesores y estudiantes del prestigioso Berklee College of Music, deseosos de intercambiar saberes y experiencias con sus colegas de la Isla, no pudieran viajar a Cuba, advertidos por el gobierno de Washington de que estarían en territorio hostil? ¿O que 15 agrupaciones artísticas norteamericanas cancelaran visitas previstas entre octubre del 2017 y abril del 2018? ¿O que el tercer foro binacional de editores, distribuidores y agentes literarios, que debía efectuarse en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Habana 2018, fuera suspendido por la ausencia de los representantes del vecino país?
Estos son apenas algunos de los hechos recientes que tipifican los efectos del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba en el campo de la cultura, situación prolongada en el tiempo y recrudecida luego de la firma del memorando presidencial del 16 de junio del 2017 en Miami y las nuevas regulaciones adoptadas en consecuencia el 8 de noviembre de ese año por los departamentos de Estado y del Tesoro.
2.
A uno y otro lado del Estrecho de la Florida son cada vez más numerosas las voces que claman por normalizar una relación basada en fuertes y entrañables lazos históricos.
Si tomamos por caso la música, se puede verificar cómo la creación y la recepción de ese arte en ambas sociedades no puede explicarse a plenitud sin la existencia de préstamos, influencias recíprocas e intercambios.
De ello dan fe los viajes de Louis Moreau Gottschalk a la isla hacia la medianía del siglo XIX, inspiradores de composiciones como Suvenir de La Habana y La noche de los trópicos; la cita de Échale salsita, de Piñeiro, incorporada por George Gershwin en su Obertura cubana; la popularidad de El manisero en el repertorio más escuchado en Estados Unidos en los años 30; el desarrollo del jazz afrocubano a partir de los aportes de Chano Pozo, Mario Bauzá y Chico O’ Farrill, entre otros, decisivos en la evolución del bebop; la eclosión de la rumba en los espectáculos de la vida nocturna en importantes ciudades estadounidenses; y la asimilación de patrones soneros y rumberos en la llamada música salsa.
Del lado cubano, el maestro Leonardo Acosta recordó en su día cómo en la década del 20, comenzaron a llegar orquestas de los EE. UU., al tiempo que se organizaban otras integradas por músicos cubanos:
«Importante –relató Acosta– fue la presencia de músicos que residieron durante años en el país y organizaron grupos con músicos cubanos, como fueron los casos de Max Dolin y Jimmy Holmes, Chuck Howard y Thomas Aquinto.
Algunas agrupaciones, como la de José Curbelo, incursionaron en un jazz más auténtico y contaron con solistas que podían improvisar, tal como lo haría en la siguiente década, entre otras, la banda de Armando Romeu, quien comenzó su carrera de jazzista en La Habana con las orquestas norteamericanas de Ted Naddy y Earl Carpenter. Un hecho importante fue el aprendizaje que hicieron por sí mismos los músicos cubanos del estilo y la técnica de orquestar o arreglar, creado por los orquestadores de jazz, que fue aplicado consecuentemente a la música cubana desde los años 30, y que se apartaba de los cánones de la música clásica que se enseñaba en los conservatorios».
3.
Si de danza se trata, no debemos olvidar que Alicia Alonso completó en Estados Unidos la formación que la llevó a crear, junto a Fernando, la Escuela Cubana de Ballet, ni que en la génesis de la danza contemporánea en nuestro país, como lo reconoce el maestro Ramiro Guerra, estaba lo aprendido de Martha Graham.
Al lector cubano le es cercana la literatura norteamericana. Poco después del triunfo revolucionario, cuando comenzaron a fomentarse significativas tiradas que ampliaron los horizontes culturales de los cubanos de la época, circularon las obras de Edgar Allan Poe y Mark Twain, de Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, de John Dos
Passos y William Faulkner, de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. El conocimiento de la literatura dramática y de las artes escénicas entre nosotros nunca ha prescindido de las piezas de Tennesse Williams, Arthur Miller, Eugene O’ Neill y Leroy Jones, ni de los métodos del Actor’s Studio y la impronta de los musicales de Broadway.
En un texto luminoso, Nación, cultura nacional y ciudadanía, Ambrosio Fornet afirmó: «La cultura estadounidense, sobre todo en sus expresiones populares, forma parte de la nuestra desde que se cantó aquí el primer strike en un partido de pelota y desde que se vio en pantalla el primer western hasta que alguien oyó sonar por primera vez, en una vitrola, un conjunto de jazz».
Pero también advirtió: «Si hay en la cultura estadounidense algún virus, sépase que estamos inoculados contra él, porque ya hace rato que su efecto corrosivo está diluido y asimilado en nuestra propia sangre. De manera que el peligro y nadie niega que exista un peligro no está donde se cree, sino en otra parte, una parte relacionada con lo que ahora llamamos la ideología del consumo, el predominio de los valores del mercado. Es un asunto que atañe a la familia, la escuela, los medios de difusión…, sin olvidar la influencia que sobre ellos debieran ejercer los intelectuales y artistas…».
Otro lúcido intelectual, Desiderio Navarro, deslindó los campos al alertar cómo el foco no debía estar en «la (norte)americanización» del gusto sino en «el aprovechamiento de la cultura y el pensamiento norteamericanos».
4.
Ese proceso sería fecundo y natural si la política de los gobiernos de Estados Unidos, en especial el que ahora lleva las riendas en la Casa Blanca, favoreciera los encuentros, dejara atrás la hostilidad y el bloqueo, y comprendiera que en el ánimo de los pueblos prevalece el deseo de una convivencia respetuosa, en la cual la cultura está llamada a desempeñar un papel de primer orden.
«Los buenos vecinos conversan, los buenos vecinos comparten, los buenos vecinos no construyen muros. Que la cultura sirva para construir puentes», expresó el célebre actor Robert de Niro al conversar con el presidente cubano Miguel Díaz-Canel este otoño durante la visita del mandatario a Nueva York. Falta haría que esa voz, que refleja la de tantísimos norteamericanos, taladre los oídos del inquilino de la Casa Blanca y los que en su entorno apelan a la vieja receta del odio.
¿Cómo entender que profesores y estudiantes del prestigioso Berklee College of Music, deseosos de intercambiar saberes y experiencias con sus colegas de la Isla, no pudieran viajar a Cuba, advertidos por el gobierno de Washington de que estarían en territorio hostil? ¿O que 15 agrupaciones artísticas norteamericanas cancelaran visitas previstas entre octubre del 2017 y abril del 2018? ¿O que el tercer foro binacional de editores, distribuidores y agentes literarios, que debía efectuarse en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Habana 2018, fuera suspendido por la ausencia de los representantes del vecino país?
Estos son apenas algunos de los hechos recientes que tipifican los efectos del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba en el campo de la cultura, situación prolongada en el tiempo y recrudecida luego de la firma del memorando presidencial del 16 de junio del 2017 en Miami y las nuevas regulaciones adoptadas en consecuencia el 8 de noviembre de ese año por los departamentos de Estado y del Tesoro.
2.
A uno y otro lado del Estrecho de la Florida son cada vez más numerosas las voces que claman por normalizar una relación basada en fuertes y entrañables lazos históricos.
Si tomamos por caso la música, se puede verificar cómo la creación y la recepción de ese arte en ambas sociedades no puede explicarse a plenitud sin la existencia de préstamos, influencias recíprocas e intercambios.
De ello dan fe los viajes de Louis Moreau Gottschalk a la isla hacia la medianía del siglo XIX, inspiradores de composiciones como Suvenir de La Habana y La noche de los trópicos; la cita de Échale salsita, de Piñeiro, incorporada por George Gershwin en su Obertura cubana; la popularidad de El manisero en el repertorio más escuchado en Estados Unidos en los años 30; el desarrollo del jazz afrocubano a partir de los aportes de Chano Pozo, Mario Bauzá y Chico O’ Farrill, entre otros, decisivos en la evolución del bebop; la eclosión de la rumba en los espectáculos de la vida nocturna en importantes ciudades estadounidenses; y la asimilación de patrones soneros y rumberos en la llamada música salsa.
Del lado cubano, el maestro Leonardo Acosta recordó en su día cómo en la década del 20, comenzaron a llegar orquestas de los EE. UU., al tiempo que se organizaban otras integradas por músicos cubanos:
«Importante –relató Acosta– fue la presencia de músicos que residieron durante años en el país y organizaron grupos con músicos cubanos, como fueron los casos de Max Dolin y Jimmy Holmes, Chuck Howard y Thomas Aquinto.
Algunas agrupaciones, como la de José Curbelo, incursionaron en un jazz más auténtico y contaron con solistas que podían improvisar, tal como lo haría en la siguiente década, entre otras, la banda de Armando Romeu, quien comenzó su carrera de jazzista en La Habana con las orquestas norteamericanas de Ted Naddy y Earl Carpenter. Un hecho importante fue el aprendizaje que hicieron por sí mismos los músicos cubanos del estilo y la técnica de orquestar o arreglar, creado por los orquestadores de jazz, que fue aplicado consecuentemente a la música cubana desde los años 30, y que se apartaba de los cánones de la música clásica que se enseñaba en los conservatorios».
3.
Si de danza se trata, no debemos olvidar que Alicia Alonso completó en Estados Unidos la formación que la llevó a crear, junto a Fernando, la Escuela Cubana de Ballet, ni que en la génesis de la danza contemporánea en nuestro país, como lo reconoce el maestro Ramiro Guerra, estaba lo aprendido de Martha Graham.
Al lector cubano le es cercana la literatura norteamericana. Poco después del triunfo revolucionario, cuando comenzaron a fomentarse significativas tiradas que ampliaron los horizontes culturales de los cubanos de la época, circularon las obras de Edgar Allan Poe y Mark Twain, de Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, de John Dos
Passos y William Faulkner, de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. El conocimiento de la literatura dramática y de las artes escénicas entre nosotros nunca ha prescindido de las piezas de Tennesse Williams, Arthur Miller, Eugene O’ Neill y Leroy Jones, ni de los métodos del Actor’s Studio y la impronta de los musicales de Broadway.
En un texto luminoso, Nación, cultura nacional y ciudadanía, Ambrosio Fornet afirmó: «La cultura estadounidense, sobre todo en sus expresiones populares, forma parte de la nuestra desde que se cantó aquí el primer strike en un partido de pelota y desde que se vio en pantalla el primer western hasta que alguien oyó sonar por primera vez, en una vitrola, un conjunto de jazz».
Pero también advirtió: «Si hay en la cultura estadounidense algún virus, sépase que estamos inoculados contra él, porque ya hace rato que su efecto corrosivo está diluido y asimilado en nuestra propia sangre. De manera que el peligro y nadie niega que exista un peligro no está donde se cree, sino en otra parte, una parte relacionada con lo que ahora llamamos la ideología del consumo, el predominio de los valores del mercado. Es un asunto que atañe a la familia, la escuela, los medios de difusión…, sin olvidar la influencia que sobre ellos debieran ejercer los intelectuales y artistas…».
Otro lúcido intelectual, Desiderio Navarro, deslindó los campos al alertar cómo el foco no debía estar en «la (norte)americanización» del gusto sino en «el aprovechamiento de la cultura y el pensamiento norteamericanos».
4.
Ese proceso sería fecundo y natural si la política de los gobiernos de Estados Unidos, en especial el que ahora lleva las riendas en la Casa Blanca, favoreciera los encuentros, dejara atrás la hostilidad y el bloqueo, y comprendiera que en el ánimo de los pueblos prevalece el deseo de una convivencia respetuosa, en la cual la cultura está llamada a desempeñar un papel de primer orden.
«Los buenos vecinos conversan, los buenos vecinos comparten, los buenos vecinos no construyen muros. Que la cultura sirva para construir puentes», expresó el célebre actor Robert de Niro al conversar con el presidente cubano Miguel Díaz-Canel este otoño durante la visita del mandatario a Nueva York. Falta haría que esa voz, que refleja la de tantísimos norteamericanos, taladre los oídos del inquilino de la Casa Blanca y los que en su entorno apelan a la vieja receta del odio.
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