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miércoles, 26 de septiembre de 2018
Donald Trump: El arte de mentir, al peor estilo de Hollywood
La
mentira política no requiere de la mano del arte para trascender, por
cuanto ella misma supera con creces las transposiciones creativas. Para
los estudiosos de la política norteamericana, las falsedades y
exageraciones de Donald Trump no tienen comparación en los anales
presidenciales de ese país
Miente el gobierno de Trump al acusar a Cuba de ser responsable de ataques acústicos. Foto:www.lavanguardia.com
«Hay que tener buena memoria después de haber mentido». La
frase corresponde a Pierre Corneille (1606-1684), poeta y dramaturgo
francés, autor de una de las mejores comedias de todos los tiempos, El
mentiroso, con un personaje, Dorante, perteneciente a la vasta galería
de charlatanes imaginativos que van por la vida tratando de obtener lo
que quieren a base de imaginación y engaño.
La mentira y el mentiroso
se reiteran en la literatura y el arte, desde un principio asociándose
al enredo amoroso y a las ansias de poder y gloria
. Ya en Las nubes
(423 a.n.e) Aristófanes hace coincidir la mentira con la artimaña
encaminada a obtener un propósito. En La Divina comedia (terminada hacia
1321) la mentira dejará de ser un concepto general para adquirir una
significación de corte antropológico: «el ser mentiroso», que Dante
situará en el octavo círculo del Infierno, junto a políticos corruptos,
hipócritas, ladrones y fraudulentos de toda laya
. La disputa medieval
metafísica entre la verdad y la mentira cobrará cuerpo teórico en las
figuras de Dios y el Diablo, este último considerado padre por
excelencia de la falsedad y el engaño (recordar al presidente Chávez
cuando en aquella intervención suya en la onu, después de hablar un W.
Bush desordenado en falacias, dijo, con magnífica ironía, que el lugar
olía a azufre). Un Diablo siempre dispuesto a mentir y a participar
en el juego de la seducción mediante la trampa, y que alcanzará estatura
de clásico en el Mefistófeles creado por Goethe en su Fausto. El
mentiroso ha sido plato fuerte de estudiosos y creadores, por cuanto en
manos de ellos el concepto universal de la verdad se hace añicos ante un
pragmatismo regido por el egoísmo y los fines más aviesos.
La
mentira política no requiere de la mano del arte para trascender –aunque
haya sucedido–, por cuanto ella misma supera con creces las
transposiciones creativas que, a partir de la realidad, han hecho
grandes artistas, algunos de ellos aquí citados.
Pero en ese terreno, como dijera el maestro Corneille, también «hay que tener buena memoria después de haber mentido».
Lo
saben los estudiosos de la política norteamericana, para quienes las
falsedades y exageraciones de Donald Trump no tienen comparación en los
anales presidenciales de ese país, donde no ha faltado el «ser
mentiroso» remitido por Dante al octavo círculo del Infierno.
Libros,
compilaciones y artículos miles se han escrito acerca de las mentiras
del presidente formado histriónicamente bajo las premisas del reality
show, pero bastaría citar estas ligeras joyas soltadas sin inmutación
alguna: «Obama nació en Kenia», «se rompió el récord de asistencia en
mi toma de posesión» (teniendo fotos comparativas en las manos que lo
negaban), «acabo de hablar con el jefe de los Boy Scouts» (llamada que
no tuvo lugar) y «Meryl Streep es una de las actrices más sobrevaloradas
de Hollywood».
Hace unos meses, Sheryl Gay Stolberg escribió un
artículo titulado «Todos mienten, pero Trump es un experto», en el que
aseguraba que desde «hace más de 40 años, los presidentes de Estados
Unidos han mentido en aspectos importantes de sus gobiernos y han
logrado salir impunes; sin embargo, con la era Trump se ha llegado a un
nuevo nivel y solo el 20 % de las afirmaciones del mandatario son
ciertas».
Ya Politifact, un proyecto del Tampa Bay Times dedicado a
verificar datos, había asegurado que solo el 20 % de las declaraciones
de Trump por ellos revisadas eran ciertas, mientras un total de 69 %
«son mayoritariamente falsas, falsas, o de plano pertenecen a la
categoría de mentiras burdas». Mintió el presidente James Knox Polk
al argumentar las razones de la guerra con México en 1846: «Mueren allí
estadounidenses», dijo dramáticamente, cuando la verdad era que los
esclavistas querían anexarse «por las malas» la mitad del país.
Mintió
McKinley en 1899 en lo referente a la participación de su país en las
guerras que sostenían cubanos y filipinos en sus respectivos países
contra la dominación española. Libertad era la palabra utilizada por la
tropa estadounidense, la verdad es hoy tan objetiva que no hace falta
extenderse.
Mintió el presidente Wilson al justificar la
participación de Estados Unidos en la primera Guerra Mundial. «Es para
llevar la democracia», dijo, cuando no pocos sabían que aquello era una
piñata sangrienta en beneficio de la repartición imperial.
Mintió Truman al afirmar que Hiroshima era un objetivo militar y por lo tanto merecía una bomba atómica.
Mintieron
Kennedy, Johnson, y Nixon en relación con no pocas interioridades
exterminadoras vinculadas a la invasión a Vietnam del Sur, «para que no
cayera en manos del comunismo». Mintió Reagan al justificar su
agresión a Granada, por constituir una amenaza a la paz de Estados
Unidos, y Bush padre, al intervenir en Panamá (con miles de muertos por
parte de la población) y más tarde en Irak, en 1991, tan rico el país
en petróleo –verdadera causa de las pesadillas «humanitarias» que llegó a
confesar el mandatario–. Mintió también su hijo, con el cuento de las
armas de destrucción masiva, una segunda injerencia bélica a ese país
de la que todavía no se sabe a cabalidad la cantidad de víctimas y
daños que dejó.
Rápida relación de mentiras presidenciales –hay
muchas más–relacionadas con invasiones de Estados Unidos a objetivos que
le interesaban y que traigo a colación después de que los supuestos
ataques sónicos a objetivos estadounidenses en Cuba –sin sustentación,
hechos trizas por especialistas de medio mundo– se convirtieran, de la
noche a la mañana, en ataques de microondas, quizá como antesala de que
mañana se transformen en una conspiración de índole interplanetaria
dirigida –¡ay Hollywood!, ¡ay guionistas de Washington!– por los
insistentes cubanos.
Mintió el presidente James Knox Polk sobre la guerra con México en
1846: «Mueren allí estadounidenses», dijo, cuando la verdad era que los
esclavistas querían anexarse la mitad del país.
Mintió McKinley en 1899 sobre la participación de su país en las
guerras que sostenían cubanos y filipinos en sus respectivos países
contra la dominación española. Libertad era la palabra utilizada por la
tropa estadounidense, la verdad es hoy tan objetiva que no hace falta
extenderse.
Mintió el presidente Wilson al justificar la participación de Estados
Unidos en la primera Guerra Mundial. «Es para llevar la democracia»,
dijo, cuando no pocos sabían que aquello era una piñata sangrienta en
beneficio de la repartición imperial.
Mintió Truman al afirmar que Hiroshima era un objetivo militar y por lo tanto merecía una bomba atómica.
Mintieron Kennedy, Johnson, y Nixon en relación con no pocas
interioridades exterminadoras vinculadas a la invasión a Vietnam del
Sur, «para que no cayera en manos del comunismo».
Mintió Reagan al justificar su agresión a Granada por constituir una amenaza a la paz de Estados Unidos.
Mintió Bush, padre, al intervenir en Panamá y más tarde en Irak, en
1991, tan rico el país en petróleo, verdadera causa de las pesadillas
«humanitarias» que llegó a confesar el mandatario, y Bush, hijo, con el
cuento de las armas de destrucción masiva, una segunda injerencia bélica
a ese país de la que todavía no se sabe a cabalidad la cantidad de
víctimas y daños que dejó.
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