viernes, 10 de agosto de 2018

Colonialismo 2.0 en América Latina y el Caribe: ¿Qué hacer?


Muy tempranamente, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro alertó que, de la mano de una tecnología revolucionaria, «hay una verdadera colonización en curso. Norteamérica está cumpliendo su papel con enorme eficacia en el sentido de buscar complementariedades que nos harán dependientes permanentemente de ellos»
De los cien sitios de Internet más populares en la región, solo 21 corresponden a contenido local y, por tanto, se transfiere riqueza a Estados Unidos. Foto: www.123rf.com
Desde que internet se convirtió en el sistema nervioso central de la economía, la investigación, la información y la política, las fronteras estadounidenses extendieron sus límites a toda la geografía planetaria. Solo Estados Unidos y sus empresas son soberanos, no existe Estado-nación que pueda remodelar la red por sí solo ni frenar el colonialismo 2.0, aun cuando ejecute normativas locales de protección antimonopólicas e impecables políticas de sostenibilidad en el orden social, ecológico, económico y tecnológico. Todavía menos puede construir una alternativa viable desconectado de la llamada «sociedad informacional».

Muy tempranamente, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro alertó que, de la mano de una tecnología revolucionaria, «hay una verdadera colonización en curso. Norteamérica está cumpliendo su papel con enorme eficacia en el sentido de buscar complementariedades que nos harán dependientes permanentemente de ellos». Y añadió: «Viendo esta nueva civilización y todas sus amenazas, tengo temor de que otra vez seamos pueblos que no cuajen, pueblos que a pesar de todas sus potencialidades se queden como pueblos de segunda».

Tal escenario está encadenado con un programa para América Latina y el Caribe de control de los contenidos y de los entornos de participación de la ciudadanía que se ha ejecutado con total impunidad, sin que la izquierda le haya prestado la más mínima atención. En el 2011, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EE. UU. aprobó lo que en algunos círculos académicos se conoce como operación de «conectividad efectiva»: plan declarado en un documento público del Congreso estadounidense para «expandir» los nuevos medios sociales en el continente, enfocados en la promoción de los intereses norteamericanos en la región.

El documento explica cuál es el interés en las llamadas redes sociales del continente: «Con más del 50 % de la población del mundo menor de 30 años de edad, los nuevos medios sociales y las tecnologías asociadas, que son tan populares dentro de este grupo demográfico, seguirán revolucionando las comunicaciones en el futuro. Los medios sociales y los incentivos tecnológicos en América Latina sobre la base de las realidades políticas, económicas y sociales serán cruciales para el éxito de los esfuerzos gubernamentales de EE. UU. en la región»
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Resume también la visita de una comisión de expertos a varios países de América Latina para conocer in situ las políticas y financiamientos en esta área y concluye con recomendaciones específicas para cada uno de nuestros países, que implican «aumentar la conectividad y reducir al mínimo los riesgos críticos para EE. UU.», gobierno líder en la inversión de infraestructura. «El número de usuarios de los medios sociales se incrementa exponencialmente y como la novedad se convierte en la norma, las posibilidades de influir en el discurso político y la política en el futuro están ahí», señala.

¿Qué hay detrás de este modelo de «conectividad efectiva» para América Latina? La visión instrumental del ser humano, susceptible a ser dominado por las tecnologías digitales; la certeza de que en ningún caso las llamadas plataformas sociales son un servicio neutral que explotan un servicio genérico; se fundan en cimientos tecnológicos e ideológicos y son sistemas institucionalizados y automatizados que inevitablemente diseñan y manipulan las conexiones.
Lo que calcula el gobierno norteamericano con su «operación» es la posibilidad de que esas herramientas creen una simulación de base y derrumben sistemas políticos que no les resulten «convenientes». ¿Qué parte ha operado desde las redes sociales en la situación que viven hoy Venezuela y Nicaragua, y antes vimos en Bolivia, Brasil, Ecuador y Argentina?

CUANDO LA POLÍTICA ES TECNO-POLÍTICA

Solo las grandes empresas tienen la capacidad de cómputo para procesar las colosales cantidades de datos que dejamos en las redes sociales, en cada clic en los buscadores, los móviles, las tarjetas magnéticas, los chats y correos electrónicos.  La sumatoria de trazas y el procesamiento de datos les permite crear valor. Cuantas más conexiones, más capital social. Pero los intereses fundamentales de la apertura de los datos y de la invitación a «compartir», a dar un «me gusta» o «no me gusta», a «retuitear», etc., no son los de los usuarios, sino los de las corporaciones.
Este poder da a los propietarios una enorme ventaja sobre los usuarios en la batalla por el control de la información. Cambridge Analytica, rama londinense de una empresa contratista estadounidense dedicada a operaciones militares en red activa desde hace un cuarto de siglo, intervino en unas 200 elecciones en medio mundo. El modus operandi era el de las «operaciones psicológicas»; su objetivo: hacer cambiar la opinión de la gente e influirla, no mediante la persuasión, sino a través del «dominio informativo». La novedad no es el uso de volantes, Radio Europa Libre o TV Martí, sino el Big Data y la inteligencia artificial para encerrar a cada ciudadano que deja rastros en la red en una burbuja observable, parametrizada y previsible.

Cambridge Analytica se involucró en procesos electorales contra los líderes de la izquierda en Argentina, Colombia, Brasil y México.  En Argentina, por ejemplo, participaron en la campaña de Mauricio Macri en el 2015, creando perfiles sicológicos detallados e identificando a personas permeables a los cambios de opinión para influir a través de noticias falsas y selección parcial de la información. Apenas accedió al poder, Macri aprobó un decreto que le permitió quedarse con las bases de datos de los organismos oficiales para utilizarlos en campañas a su favor, uno más entre otros tantos con los que cercenó la base jurídica e institucional de la comunicación forjada en los gobiernos de izquierda en Argentina.

En América Latina y el Caribe, la política se ha convertido en tecnopolítica, su variante más cínica. El propio Alexander Nix, CEO de Cambridge Analytica, se enorgullecía ante sus clientes de que para convencer «no importa la verdad, hace falta que lo que se diga sea creíble», y subrayaba un hecho empírico incuestionable: el descrédito de la publicidad comercial masiva es directamente proporcional al aumento de la publicidad en los medios sociales, altamente personalizada y brutalmente efectiva.

Quienes revisen la página de los socios de Facebook (Facebook Marketing Partners) descubrirán cientos de empresas que se dedican a comprar y vender datos, e intercambiarlos con la compañía del pulgar azul. Algunas, incluso, se han especializado en áreas geográficas o países, como Cisneros Interative –del Grupo Cisneros, que participó en el golpe de Estado contra el Presidente Chávez en el 2002–, revendedor de Facebook que ya controla el mercado de la publicidad digital en 17 países de la región.

¿QUÉ HACER?

Estos temas todavía están lejos de los debates profesionales y de los programas de los movimientos progresistas del continente. Sobran los discursos satanizadores o hipnotizados que nos describen la nueva civilización tecnológica, pero faltan estrategias y programas que nos permitan generar líneas de acción para construir un modelo verdaderamente soberano de la información y la comunicación y apropiarnos de las llamadas nuevas tecnologías.

No se ha logrado concretar en la región un canal propio de fibra óptica, un sueño de la Unasur. No existe una estrategia sistémica ni un marco jurídico homogéneo y fiable que minimice el control norteamericano, asegure que el tráfico de la red se intercambie entre países vecinos, fomente el uso de tecnologías que garanticen la confidencialidad de las comunicaciones, preserve los recursos humanos en la región y suprima los obstáculos a la comercialización de los instrumentos, contenidos y servicios digitales producidos en nuestro patio.

Tampoco se ha avanzado en una agenda comunicacional común, supranacional, ni espacios donde se concrete. Necesitamos redes de observatorios que, además de ofrecer indicadores básicos y alertas sobre la colonización de nuestro espacio digital, permitan recuperar y socializar las buenas prácticas de uso de estas tecnologías y las acciones de resistencia en la región, a partir de la comprensión de que el éxito o el fracaso frente a estas nuevas desigualdades depende de decisiones políticas.

Ningún país del Sur por sí solo –y mucho menos una organización aislada– puede encontrar recursos para desafiar el poder de la derecha que se moviliza a la velocidad de un clic.
Aquel debate sobre apocalípticos e integrados a la cultura de masas ha sido trascendido hace rato. Ese mundo estable que describía Umberto Eco ya no existe. Hay varias salidas en el horizonte y una puede ser aquel en el que lleguemos a crear nuestras propias herramientas liberadoras, pero la búsqueda y construcción de alternativas no es solo un problema tecnocientífico: depende sobre todo del «actuar colectivo» a corto y mediano plazo, con perspectivas tácticas y estratégicas en la comunicación cara a cara y virtual que faciliten el cambio de las relaciones sociales y los entramados técnicos a favor de nuestros pueblos. Hagámoslo, porque no tenemos mucho tiempo.

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