viernes, 12 de mayo de 2017

Elogio del pelotero cubano


Tomado de Granma.

Foto: Ricardo López Hevia
Sé que estas palabras se moverán a contracorriente, que el consenso que existe no respalda mi fe. Pero los consensos no son verdades, se construyen. A veces, expresan realidades; a veces, las producen. Un lento y arduo proceso de construcción ha convencido a muchos de la superioridad del profesionalismo (que no es igual a profesionalidad) en el deporte, sobre el ya casi extinto ideal del amateurismo. Y ese convencimiento –sobre el que pesan mitos, argumentos y deserciones bien remuneradas: toda una estrategia de imposición persuasiva–, ha disminuido nuestra autoestima en el deporte nacional. El más reciente Clásico Mundial –no por la ubicación conseguida en él, sino por las sucesivas derrotas que sufrió nuestro equipo en la segunda etapa, la última por nocaut– ha sido, para decirlo en términos beisboleros, el puntillazo. Algunos han dicho, supongo que sin alegría, «al fin podemos apreciar el nivel real del béisbol cubano»
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No estoy de acuerdo con esa frase. Mi posición no pretende que se ignoren deficiencias y carencias actuales –organizativas, técnicas, incluso conceptuales– que sin duda afectan a nuestro deporte nacional, desde sus bases hasta el nivel superior. Durante décadas sostuvimos una Serie Nacional de alta calidad, a pesar de que el número de equipos y peloteros involucrados no se correspondía con la cantidad de habitantes en el país; en realidad, tampoco se «corresponde» la cantidad de médicos, de científicos o de bailarines clásicos, para solo citar tres ejemplos, pero de eso se trata cuando se habla de Revolución. Ello no significa que hoy, ante circunstancias nuevas, no podamos reestructurar la Serie y disminuir la cantidad de equipos contendientes ­–aunque esa no es la solución real–, para mantener la calidad.

Pero sobre estos y muchos otros temas, ya se ha escrito.

Quiero exponer mis criterios personales sobre aquellos tópicos que sobrepasan lo estrictamente deportivo, y que sin embargo lo condicionan. Porque la derrota transitoria del sistema deportivo socialista –que el atleta de alto rendimiento sea un profesional no significa que aceptemos 

gustosamente las reglas del profesionalismo; el socialismo no puede prescindir del mercado, pero se opone por esencia al mercantilismo en el arte y en el deporte–, es una de las consecuencias naturales de la derrota transitoria del ideal socialista. Dejaron de existir los escenarios internacionales de prestigio para el deporte amateur, y la guerra en torno al deporte cubano, y al béisbol –que es parte de la identidad nacional, de la autoestima que la Revolución sembró en el pueblo–, se intensifica.

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La desaparición del llamado «sistema socialista» tuvo un efecto económico devastador en el país, y sin dudas, también, en el deporte cubano. Sin embargo, ninguno de los tres primeros Clásicos logró demostrar la inferioridad del béisbol nacional. Recuerdo que en días previos al I Clásico, los medios contrarrevolucionarios auguraban la más rotunda derrota de Cuba y la politizaban. En una publicación en Internet que supuestamente abogaba por el reencuentro entre cubanos, se afirmaba:
«El Clásico Mundial de Béisbol (CMB) dará la posibilidad, de una vez y por todas, de comprobar cuál es el nivel real del béisbol cubano. […] Alejada del mejor béisbol del mundo por casi cinco décadas, Cuba competirá con una presión adicional. El equipo de la Isla no puede darse el lujo de una derrota aparatosa, pues se derrumbaría toda la propaganda montada durante tantos años. El béisbol ha sido el principal baluarte de una política propagandística dirigida a demostrar la superioridad del sistema deportivo cubano […].»

Algún comentarista llegó a decir que si Cuba no llegaba a la discusión de la medalla de oro, se evidenciaría «el fracaso del sistema deportivo revolucionario». Era tal el deseo de que el equipo cubano naufragara, que ese mismo medio, en un editorial de la redacción, estalló de alegría cuando caímos en el primer juego frente a Puerto Rico –con marcador similar a la reciente derrota frente a Holanda, por cierto–, y se apresuró en la organización del entierro:

«El marcador, 12 x 2, refleja la derrota más abultada del equipo cubano desde que el régimen de Fidel Castro decidiera darle la espalda al mundo profesional del béisbol. (…) Fuera de la burbuja propagandística del castrismo, el equipo nacional se vio desamparado y sin respuesta ante una novena que le arrolló en todos los ámbitos del juego. Tras más de cuatro décadas de politización de la vida cubana en general, y en especial del deporte y del béisbol, se hace muy difícil para los aficionados obviar tras el partido un enfoque desde esta perspectiva. Y lo que acaba de pasar, impensable en un año como 1959, dice mucho de la situación actual del país».

¿Quién politiza qué? El mercado politiza todo lo que toca, a favor del capitalismo por supuesto. La verdadera despolitización del deporte es su no mercantilización. No se trata de una discusión técnica o de preferencias organizativas; la sola posibilidad de que un país pobre, con políticas masivas y gratuitas de atención al deporte y a la educación física pueda producir peloteros del nivel de aquellos que devengan millones en un negocio extraordinariamente lucrativo, es inadmisible para los que ostentan el poder global. Una periodista de origen cubano escribía el 27 de marzo del 2006 en El Nuevo Herald, al finalizar el I Clásico:

«Aunque puse cara de póker durante las dos semanas que duró el torneo, hacia el final, en vísperas del juego definitivo entre Japón y Cuba, me hicieron la pregunta inevitable: ¿quién quieres que gane? Y les contesté la respuesta, para mí, inevitable: en todos y cada uno de los partidos he deseado fervientemente que Cuba perdiera»
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Sin embargo, cuando se obtuvo el subcampeonato frente a Japón, ningún medio, ni siquiera los nuestros –hay que confesar que, acostumbrados a ganar, nos sentimos insatisfechos con ese segundo lugar– invirtió los términos de la apuesta y exclamó: ¡Cuba ha demostrado tener un sistema deportivo superior! Ninguno de los tres primeros Clásicos, por otra parte, reivindicó la real calidad del equipo estadounidense, pero la prensa de aquel país no habló de crisis (no tenía por qué) en el béisbol de los Estados Unidos.
Foto: Ricardo López Hevia
Durante el II Clásico, los vaticinios de la contra fueron más cautelosos. Entonces empezó el largo recuento de las glorias deportivas que tuvo Cuba antes de 1959, para fijar la idea de que los triunfos en la pelota nada debían a la Revolución. Es algo que se repite, el deseo genuino por rescatar la historia acaba siendo manipulado: hubo cine antes de 1959, pero la Revolución unió arte e industria y desarrolló lo impensable, un cine nacional; hubo una Alicia Alonso antes de 1959, pero la Escuela Cubana de Ballet es hija de la Revolución; hubo médicos brillantes en las primeras décadas del siglo XX, pero nunca antes el país alcanzó cifras tan bajas de mortalidad infantil ni soñó con tener el más alto índice de médicos por habitante del planeta, entre otros ejemplos. Quiero citar las palabras de un reconocido estudioso del béisbol cubano, el estadounidense Peter C. Bjarkman, coautor de los libros Smoke: the romance and lore of cuban baseball (1999) y A History of Cuban Baseball, 1864-2007 (2da. edición, 2014), en una entrevista concedida al bloguero Reynaldo Cruz:

«La Era Dorada del Béisbol [en Cuba] está en las últimas décadas y no con la limitada liga invernal profesional de La Habana en la primera mitad del siglo XX. ¿Por qué? (…) Uno no podía imaginar a las principales estrellas cubanas en los años 50 compitiendo contra los mejores de las Grandes Ligas como lo hicieron Cepeda, Paret y compañía en el primer Clásico en el 2006. Incluso con las trabas políticas, Cuba envió más nuevos jugadores a las Grandes Ligas (nueve) este año [2014] que en cualquier temporada precedente en la historia. Los peloteros cubanos (y por tanto el béisbol cubano como un todo) son mucho, mucho mejores en las dos últimas décadas que antes de 1960. También la Cuba posrevolucionaria tiene ahora una liga verdaderamente a escala nacional, mientras el béisbol profesional en la Isla antes de Fidel estaba mayormente restringido a solo cuatro equipos en la ciudad de La Habana (y más de la mitad de los jugadores en esa vieja liga invernal eran realmente norteamericanos y no cubanos de nacimiento)».

Es curioso que Bjarkman sostenga su polémico criterio –llega a decir: «Creo que los jugadores en Cuba durante los últimos diez años son los mejores»– sobre la base del exitoso comportamiento de los peloteros cubanos contra sus similares de Grandes Ligas, en sus encuentros correspondientes al Clásico y en sus inserciones posteriores en ese circuito profesional, ya que ese es el patrón de medida impuesto, y subestime a las figuras de las décadas del 70, 80 y 90.

Lo cierto es que más allá de hasta dónde avanzaron los equipos nacionales en los primeros tres Clásicos –en cada uno de ellos, la escuadra nacional era «evaluada» como inferior a sus rivales de la Gran Carpa e incluso, de otras ligas profesionales, aunque se le exigía el triunfo inobjetable, lo que creaba en sus integrantes un estado sicológico adverso que se unía al acoso político y de los cazatalentos–, la presencia cubana dejó una huella positiva. De hecho, muchos de los integrantes del equipo nacional que desertaron y se incorporaron al circuito de Grandes Ligas, brillaron también en sus filas –y hubo quienes no desertaron (los Lazo, Cepeda, Vera, Despaigne, etc.) y eran superiores a muchos de los que tuvieron éxito en aquella «otra pelota»–, lo que desmiente la aseveración de que no eran peloteros de ese nivel.

Previo al IV Clásico, un sitio anticubano, sabedor de que la mayoría de nuestros representantes en las primeras ediciones ya jugaban en otros países, difundió algunas estadísticas sorprendentes: el bateador de mejores números y el pitcher de mejor desempeño en la historia de esos eventos, pertenecían al vilipendiado equipo Cuba. Del primero, Frederich Cepeda –que prefirió vivir y jugar en Cuba–, decía: «entre los 541 bateadores que se han parado en el plato desde el 2006, lidera categorías tan importantes como las de carreras anotadas (17), hits (31), extra bases (15), dobles (8), jonrones (6) y empujadas (23)», y añadía: «En las primeras tres ediciones, Cuba ha dejado los mejores dividendos en promedio (único equipo que compila para 310, con 30 jonrones y 69 extra bases)».
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Foto: Ricardo López Hevia
Un artículo publicado el 19 de octubre del 2016 en El Nuevo Herald era titulado con cínica satisfacción: El béisbol se hunde en Cuba, pero sus peloteros brillan en las Grandes Ligas. Es poco serio discutir sobre la real o supuesta merma de calidad en las Series Nacionales y en los equipos cubanos, si no mencionamos el continuado desangramiento que producen las deserciones (el robo) de peloteros consagrados y de talentos en desarrollo. Tampoco es posible ignorar las consecuencias de la debacle económica de los años noventa. La pregunta es: ¿funcionaba o no el sistema deportivo revolucionario?, ¿producía o no peloteros y equipos de primer nivel mundial?, ¿era o no una inobjetable conquista el quinto lugar que alcanzamos en las Olimpiadas de Barcelona? La respuestas a estas preguntas son vitales, porque la intención de nuestros adversarios históricos es pasarle la factura al socialismo del «estado actual» del deporte cubano. Con los peloteros que abandonaron el país y hoy son estrellas en diferentes organizaciones del béisbol profesional –me refiero a los formados por el sistema cubano, algunos de ellos, exmiembros de nuestro equipo nacional, por mucho que quiera atribuírsele a los compradores el haber limado posibles deficiencias– podrían confeccionarse varios equipos de nivel mundial.

Lo que nadie dice es que el bloqueo estadounidense obliga a los peloteros cubanos que se insertan en Grandes Ligas a vivir fuera de la Isla, y los estimula a hacerse pasar por opositores al sistema (aunque no todos acepten ese papel).

Tampoco suele mencionarse un elemento moral que atañe a quienes deciden, incluso en esas condiciones, abandonar el país y el equipo nacional –en la sociedad que queremos construir, el mercado tiene que ser confrontado por la moral–: esos peloteros aceptan la oferta de un sistema que intenta desangrar a su Patria, porque quieren alcanzar una gloria personal, material o deportiva, que no puede esperar –el tiempo deportivo es corto– a un contrato digno. El monto del dinero recibido no los dispensa de la indignidad.

Mi punto es este: aún cuando ese dinero que la MLB desembolsa –haciéndose cómplice de la trata de personas– tenga en parte motivaciones políticas, también pone de manifiesto la calidad de los peloteros cubanos. Los estadounidenses saben unir política (o más certeramente, guerra) y negocios. Calidad que se extiende a los cubanos que ahora integran equipos españoles, mexicanos, boricuas, venezolanos y asiáticos, exjugadores de series nacionales que nunca clasificaron o sí, para el equipo del país. Entonces, ¿cómo es que, a pesar de esa continua sangría, el equipo Cuba –sin un solo pelotero no nacido en su territorio, sin uno solo proveniente de las Grandes Ligas, sin un solo integrante formado en otra escuela que no sea la propia– logra recomponerse año tras año? Más aún, ¿por qué se habla de crisis de la pelota cubana, si cada año la escuela nacional aporta, de la peor manera, nuevas estrellas o prospectos a la Gran Carpa? ¿Por qué no se habla de crisis en la pelota caribeña, si sus series nacionales son cada vez más breves y con menos equipos, y en ella son indispensables los talentos extranjeros?

Hay que cambiar dinámicas en el béisbol nacional, empezar otra vez, cuesta arriba, con los más noveles, con los que no nos abandonaron –la guerra en torno a los símbolos nacionales, incluye a la pelota–, pero para eso todos tenemos que cambiar, incluso nosotros, los aficionados. Si perdemos la autoestima como afición, si dejamos de creer en los que salen al terreno a entregarnos lo mejor de sí, si el lugar de prestigio deja de ser el Latinoamericano, el Guillermón Moncada, el Sandino o el Capitán San Luis y pasa a ser el Yankee Stadium, los peloteros jóvenes no tendrán opción. En este sentido, Alfredo Despaigne hace un invaluable aporte: ha transitado por los mecanismos que la Comisión Nacional ha abierto en Japón y cada dólar suyo –salud, educación para los hijos, casa propia– se triplica para su provecho en Cuba. Vive y disfruta su Patria, y al dinero que gana une el amor, la veneración de su pueblo.

Sí, el mundo ha cambiado. Hay que adaptarse a las nuevas condiciones. Eso no significa que dejemos a un lado los principios del amateurismo. El mundo ha cambiado, pero nosotros no hemos renunciado a construir una sociedad socialista. El retorno de Cuba a los escenarios del profesionalismo, que ya son todos, no es una victoria. Es una derrota la conversión de las Olimpiadas en bazares inescrupulosos, en los que todo se vende, se publicita y se compra. Es una derrota –que la Humanidad subsanará algún día– la desaparición del espíritu amateur en el mundo. Escuché apostillar a un comentarista que alababa el regreso de Cuba a la Serie del Caribe que de ella «nunca debimos haber salido», y a otro que enfatizaba que de aquel evento nunca quisimos irnos, sino que nos echaron: no, queridos lectores, abandonamos con toda lucidez la senda del profesionalismo (probablemente nos echaron, pero igual ya nos íbamos), y esa fue una decisión sabia –«el triunfo de la pelota libre sobre la esclava», en palabras de Fidel– que hoy, con pesar, no podemos mantener. Lo que a partir de entonces denominamos amateurismo fue el esfuerzo del socialismo histórico por rescatar el deporte de las trampas del mercantilismo.

Nuestros peloteros, claro que son profesionales, eso lo he dicho en otras ocasiones, y deben ser remunerados en correspondencia con su rendimiento –el país necesita extirpar los falsos y dañinos igualitarismos–, pero siempre han jugado con espíritu amateur, y eso nos hace superiores. Conservar ese espíritu, en las aguas turbulentas del profesionalismo, es un reto que debe afrontar el deporte cubano. Aprendamos de los otros sin disminuirnos, sin que la descripción de un juego se convierta en el catálogo de los aciertos del contrario y el azote y la desconfianza evidente en la fuerza de los propios. Revisemos y reparemos las deficiencias, con la convicción de que el béisbol cubano no es inferior al de nuestros vecinos. Nadie duda de que en las Grandes Ligas, donde se reúne el talento mundial usurpado a fuerza de dinero, se juega un béisbol de alta calidad. Pero ellos, sus promotores, no dudan de que en una pequeña isla del Caribe, sin dinero, con la voluntad política de un Estado revolucionario, se producen peloteros espectaculares. ¿Lo dudamos nosotros?

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