Por
JUANA CARRASCO MARTÍN
El
comunicado del presidente Donald Trump, destinado a los cubanoamericanos y al
pueblo de Cuba, fue breve, puntual y reiterativo de lo que han dicho, de una
manera u otra, cada uno de los 11 presidentes que han pasado por la Casa Blanca
desde que los cubanos hicimos una Revolución que mantenemos a fuerza de
patriotismo y coraje.
Para
intentar dar lecciones de republicanismo, democracia y respeto a la dignidad,
también el administrador del imperio mencionó a José Martí, desconociendo —por
ignorancia o por intención— una carta fechada hace exactamente 122 años y dos
días en Dos Ríos, un punto de la geografía de Cuba en el que, apenas 24 horas
después, caía en combate por la independencia frente al colonialismo
español.
Algún
asesor debiera decirle a Trump que José Martí dirigió esa carta a Manuel
Mercado, su hermano queridísimo, y por qué es un legado de idea y de acción para
los cubanos que apreciamos la independencia y, como también él nos enseñó,
hacemos culto a la dignidad plena del hombre.
Cito:
«ya
estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber
—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo
con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados
Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto
hice hasta hoy, y haré, es para eso».
Entiende.
Martí era cabalmente antimperialista, que no antiestadounidense. Lo hace
explícito como obligación pública de los pueblos «impedir que en Cuba se abra,
por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino, que se
ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos
de nuestra América al Norte revuelto y brutal que los desprecia…».
Este
sí es un mandato claro y preciso que resume así: «Viví en el monstruo, y le
conozco las entrañas;— y mi honda es la de David».
«Por
acá yo hago mi deber», dice nuestro Héroe Nacional y nosotros, los cubanos que
defendemos y construimos esta república, la verdadera, soberana e independiente
que nos dimos en 1959 como fruto de una lucha continuada, desde su inicio en
1868, hacemos aquí nuestro deber, sin complacencia, ni cegados por la obra,
grande, inteligente y creadora, pero que sabemos no es perfecta y en busca de su
mayor justicia trabajamos día a día.
Los
asesores presidenciales en la Casa Blanca debieran decirle al mandatario que en
Cuba no se celebra un día que no trajo independencia. Ese 20 de mayo de 1902
solo bajó una bandera del asta, pero su sombra dio abrazo mortal a la de la
estrella solitaria.
Esa
república, mediatizada, vino acompañada de una carga bien pesada, una Enmienda
Platt oprobiosa y el desgajamiento de dos territorios cubanos.
La
Isla de Pinos —recuperada con la lucha de los hijos más directos en el tiempo de
un Martí que seguía viviendo en los hombres y mujeres de la dignidad a pesar del
entreguismo y el anexionismo de algunos.
El
otro pedazo de tierra es todavía una espina en el honor y la soberanía de los
cubanos y lo ocupa una Base Naval de Estados Unidos en un Guantánamo que es todo
nuestro.
Esta
revolución que nos hemos dado es, como diría también Martí, sucinta y respetable
representación republicana —de la misma alma de humanidad y decoro, llena del
anhelo de la dignidad individual», es la que «empuja y mantiene en la guerra a
los revolucionarios».
«Esto
es muerte o vida, y no cabe errar». Lo decimos los cubanos de hoy, con las
mismas palabras que escribió Martí en aquella carta del 18 de mayo de 1895 a su
hermano queridísimo Manuel Mercado, al hijo del México despojado de la mitad de
su territorio y al que se le quiere poner hoy
un valladar aún más extenso y alto para —en nombre de América (léase
Estados Unidos) primero— negarle el paso a lo que fue suyo, con el mismo
desprecio con que Estados Unidos quiere caer hoy también sobre los pueblos de la
América Nuestra.
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