Se ha escrito ya demasiado sobre una canción que se sostiene solo por la algarabía mediática de quienes la pagaron y la patrocinan. Propongo algo diferente, un ejercicio casi docente: tomar un artículo mediocre recientemente publicado en El Nuevo Herald –ni superior ni inferior a otros muchos que aparecen cada día en ese medio, como parte de la campaña mediática desatada contra nuestro país–, que resume las principales matrices de opinión y de comportamiento que el imperialismo desea clavar en la conciencia y la conducta de sus lectores. La autora parece haber recibido un pliego de instrucciones y sin mucha imaginación, las coloca una tras otra. El hilo conductor es la canción prefabricada.
La primera afirmación, que probablemente tiene confundidos a muchos miamenses, es «que los cubanos ya no se callan». La oración pudo haber prescindido del «ya»: los cubanos simplemente no se callan, nunca lo han hecho. Es decir, no se callan en la cola del pan o en el centro de trabajo para criticar lo mal hecho, y no se callan cuando discuten a viva voz documentos trascendentales para sus vidas, que en ejercicio de auténtica democracia son puestos a discusión popular antes de su aprobación (por ejemplo, los Lineamientos del Partido o la nueva Constitución de la República), ni para expresar su apoyo a la Revolución. No se callan frente al imperio. Son la voz de los sin voz, de los que no pueden y también de los que no se atreven a hablar.
Por eso, el enemigo no nos entiende: se entusiasma con las expresiones críticas y se desconcierta ante un primero de mayo desbordado de alegría popular, o ante una asistencia masiva a las urnas y una aprobación de más del 86 % de la Carta Magna que consagra el socialismo a lo cubano. Asocia el «descubrimiento» del sentido crítico del pueblo cubano, a una crisis universal: la parálisis económica provocada por la pandemia. El cubano, por cierto, ha sentido orgullo en estos meses de la gestión sanitaria de su Gobierno y de la capacidad acumulada de sus científicos, y ha mostrado, dentro y fuera del país, su vocación solidaria.
Pero Cuba, a diferencia de cualquier otra nación, rica o pobre, enfrenta esa crisis global con un brazo y una pierna amarrados por el bloqueo. El procedimiento es cínico. El Gobierno estadounidense impide que llegue petróleo a Cuba o intercepta cualquier transacción bancaria, y la periodista, imperturbable, escribe: «la crisis provocada por un sistema ineficiente que culpa al embargo norteamericano».
Entonces evoca la canción que necesita vender, la que «se opone» a la consigna revolucionaria (patriótica) de «patria o muerte». Patria y vida, dice, como si nuestra consigna no significara, precisamente, «Patria y vida o muerte». La nuestra, a diferencia de aquella, proclama la disposición de los cubanos a defender, a cualquier precio, la Patria independiente y la Vida de todos. Pero la consigna se acompaña con una expresión que, lo comprendo, no les agrada: «¡Venceremos!».
El artículo, sin embargo, establece una relación sorprendente: la consigna revolucionaria que es llamada «apocalíptica» (la defensa, por cierto victoriosa, de la Patria y la Vida), se contrapone a lo que quisieran establecer como única preocupación de los jóvenes cubanos: el bienestar animal. De lo sublime a lo doméstico. Los jóvenes y los viejos cubanos queremos el bienestar animal y también el equilibrio ecológico dañado por el consumismo depredador del capitalismo. Y el Gobierno cubano acaba de aprobar un Decreto-Ley que lo consagra.
Entonces, introduce una comparación insólita: «para insertar así a Cuba en una voluntad de cambio, que se manifestó con protestas en varios países y en Estados Unidos con el movimiento Black Lives Matter». El movimiento aludido enfrenta el racismo no de un gobierno, sino de un sistema. Es potencialmente anticapitalista, porque las causas profundas del mal que combate las produce ese sistema. La indicación recibida al parecer por la autora, malamente cumplida, es voltear su sentido: emparentar a los defensores del capitalismo con sus impugnadores, anular el sentido revolucionario de la palabra «cambio».
El racismo, tal como lo conocemos, tuvo su origen en la colonización que acompañó e impulsó el desarrollo del capitalismo europeo en el siglo XV. Estos falsos rebeldes no conquistan territorios, venden el suyo: se ofrecen para restaurar el neocolonialismo en Cuba. Poco importa que sean de piel oscura, entre los voluntarios del ejército colonial español los había también. Pero Ted Henken, el agente que un día vino a observarnos y a mapear la blogosfera cubana, para comprar con becas y subsidios a los comprables, sabe que no es bueno visibilizar las ideas (mientras más abstractas o confusas, mejor) que el problema es de imagen, y dice con tono doctoral algo que la autora del artículo cita con entusiasmo: «El video retrata a siete hombres negros de orígenes humildes». Y la periodista reitera el mensaje cuando alude a los de la farsa de San Isidro, «en su mayoría visible (…) jóvenes negros y mestizos». Como si así no fueran, en su mayoría, los cubanos.
Negros, de origen humilde, fueron los hermanos Maceo, Quintín Banderas, Juan Gualberto Gómez, Jesús Menéndez, Juan Almeida, y son Esteban Lazo y Salvador Valdés (el presidente de la Asamblea Nacional y el vicepresidente de la República) entre miles de héroes y combatientes anticoloniales, muchos de ellos anónimos. Los africanos saben que Fidel Castro, de piel más clara, era «negro» como ellos. Pero la cosa, repito, es de imagen, por eso más adelante la periodista añade: «Jóvenes y con buen look, los intérpretes de Patria y vida son ‘‘gente con swing’’». ¿Creerán que la juventud cubana es tonta?
Es difícil hacer pasar la conducta de esos intérpretes como un acto de valentía. La articulista, sin embargo, lo intenta: «Esos artistas que, apartándose del adoctrinamiento, piensan por sí mismos, y luchan por expresarse libremente son ‘‘un error en el sistema’’». Durante meses intentaron navegar entre La Habana y Miami, huir de la política –lo advierto, es imposible–, pero la maquinaria de terror de la derecha miamense, no el calor de su pueblo que nunca objetó el ir y venir de los artistas, los acorraló. Casi los expulsan de Estados Unidos, la meca del mercado, les quitan el permiso de residencia y cancelan sus conciertos, por elogiar a los médicos cubanos o saludar al Presidente cubano desde el escenario. Son momentos en los que se prueba el carácter. Tuvieron que escoger entre Patria y Dinero, y optaron por lo segundo. Una opción terrible, que no pueden vender como acto de libertad. No les pongo adjetivos, pero ¿pueden entonces ellos hablar en nombre de la Patria?
El artículo va más lejos. Es imposible ocultar las fuentes de financiamiento de los activistas que llaman «independientes». La indicación es restarle importancia: «Uno de los insultos que persiste en los medios de Cuba contra los intérpretes es que son ‘‘pagados por el imperio’’. Esta fijación con un hecho que resulta común en todo el mundo, recibir pago a cambio de una obra artística, es particularmente chocante para cualquiera que viva fuera de Cuba y para muchos que están tratando de hacerse independientes en la isla». No es del pago a una obra artística de lo que se trata, es el pago para una aceptación espuria en el mercado que genera más ganancias. Es la colaboración con los enemigos de la Patria. ¿De verdad alguien cree que el salario de alguna institución estatal de tu país puede equipararse al dinero recibido del Estado que pretende sojuzgar a tu país? Ellos dominan los medios transnacionales, son dueños de las redes, y pretenden transformar a una minoría en mayoría. Pero la inmensa mayoría de los cubanos (de cualquier edad), ha elegido: la Patria es ara, no pedestal.
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