Si
los disparos del pasado 30 de abril contra la Embajada cubana en
Washington hubieran llenado de huecos a la Casa Blanca (una realidad que
no deseamos para nadie), entonces el atacante no tuviera hoy una amplia
hoja clínica sicológica o siquiátrica. Aunque fuera un loco de remate,
no haría el cuento
Si los disparos del pasado 30 de
abril contra la Embajada cubana en Washington hubieran llenado de huecos
a la Casa Blanca (una realidad que no deseamos para nadie), entonces el
atacante no tuviera hoy una amplia hoja clínica sicológica o
siquiátrica. Aunque fuera un loco de remate, no haría el cuento.
La exigencia de Cuba de una rápida y exhaustiva investigación de los hechos protagonizados por Alexander Alazo Baró –con su fusil ak-47 en plena capital de Estados Unidos y con la intención de matar hasta al propio embajador–, y de que se garantice la seguridad de sus representaciones en ese país, responde a que las condiciones para que otro «loco» se aparezca con un arma del mismo calibre o superior, no han dejado de ser promovidas por los instigadores del odio.
Cuando ni siquiera había una oración de respuesta de las autoridades estadounidenses sobre la agresión a la sede cubana, el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien sigue sin pronunciarse, arremetió en Twitter, a menos de 24 horas de lo ocurrido, contra los médicos cubanos que ayudan a salvar vidas en 25 geografías del planeta en medio de la pandemia de la COVID-19.
Tras develarse los vínculos del atacante con lo más recalcitrante de la fauna extremista anticubana en Estados Unidos y con altos funcionarios de ese Gobierno, que promueven, auspician e influyen en la agresiva política de la Casa Blanca contra nuestro país, las palabras del canciller Bruno Rodríguez Parrilla resuenan en el mundo entero, con la fuerza de la verdad y la dignidad de un pueblo que ha decidido construir su camino y brindarse solidariamente al mundo.
«Emplazo al Gobierno de los Estados Unidos a explicar qué sabe sobre esos vínculos, qué conoce de los contactos y admiración mutua entre Alazo Baró e individuos que pertenecen a agrupaciones seguidoras que apoyan al actual Gobierno de los Estados Unidos, pero que también incitan constantemente a la violencia y al odio contra Cuba».
El mismo día de la denuncia del Canciller, el Gobierno de Estados Unidos incluyó a Cuba en la lista de naciones que no colaboran en la lucha contra el terrorismo, lista que se abroga el derecho de hacer, y que es la clásica prueba del refrán que dice que el ladrón siempre piensa que le están robando, o aquel adagio que reza: dime de qué presumes y te diré lo que te falta.
En su obsesión por destruir a la Revolución Cubana, tal vez los únicos que hayan sufrido algún padecimiento mental son los 12 gobernantes que han pasado por la silla presidencial estadounidense, desde 1959 hasta hoy. Pero no ha sido una enfermedad descrita en los libros de Medicina, sino en los manuales de frustraciones imperiales ante cada una de sus frenéticas andanadas.
Contra Cuba lo han probado todo: agresión militar, guerra económica, comercial, financiera, bacteriológica, mediática, subversiva, y el último grito de la moda: la mentira, en la que la actual administración es toda una celebridad.
Todavía están frescos en la memoria los embustes, propios de los que se obsesionan con una idea fija, de aquellos supuestos incidentes sónicos en 2017, etiquetados intencionalmente como ataques, al personal de la legación estadounidense en La Habana; una historia, para nada loca que, aun cuando se demostró
científicamente que no existió y que recibió del Gobierno cubano solo cooperación, terminó según el guion preconcebido: una crisis diplomática políticamente motivada, que retrotrajo abruptamente lo alcanzado en 2015 con las aperturas de misiones oficiales en los dos países.
No sabemos si el Gobierno estadounidense cuenta con un siquiatra, aunque investigadores de ese propio país, como la forense de la escuela de Medicina de Yale, doctora Bandy X. Lee, autora del libro El peligroso caso de Donald Trump: 27 siquiatras y expertos en salud mental evalúan a un presidente, ha advertido que el mandatario tiene severos impedimentos emocionales que plantean una grave amenaza para la seguridad nacional. Aun así, el terrorismo, y menos el de Estado, no se debe confundir con traumas emocionales ni siquiátricos, porque contemplar, tolerar, no responder y no rechazar estos actos terroristas, es prueba de complicidad con ellos.
La exigencia de Cuba de una rápida y exhaustiva investigación de los hechos protagonizados por Alexander Alazo Baró –con su fusil ak-47 en plena capital de Estados Unidos y con la intención de matar hasta al propio embajador–, y de que se garantice la seguridad de sus representaciones en ese país, responde a que las condiciones para que otro «loco» se aparezca con un arma del mismo calibre o superior, no han dejado de ser promovidas por los instigadores del odio.
Cuando ni siquiera había una oración de respuesta de las autoridades estadounidenses sobre la agresión a la sede cubana, el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien sigue sin pronunciarse, arremetió en Twitter, a menos de 24 horas de lo ocurrido, contra los médicos cubanos que ayudan a salvar vidas en 25 geografías del planeta en medio de la pandemia de la COVID-19.
Tras develarse los vínculos del atacante con lo más recalcitrante de la fauna extremista anticubana en Estados Unidos y con altos funcionarios de ese Gobierno, que promueven, auspician e influyen en la agresiva política de la Casa Blanca contra nuestro país, las palabras del canciller Bruno Rodríguez Parrilla resuenan en el mundo entero, con la fuerza de la verdad y la dignidad de un pueblo que ha decidido construir su camino y brindarse solidariamente al mundo.
«Emplazo al Gobierno de los Estados Unidos a explicar qué sabe sobre esos vínculos, qué conoce de los contactos y admiración mutua entre Alazo Baró e individuos que pertenecen a agrupaciones seguidoras que apoyan al actual Gobierno de los Estados Unidos, pero que también incitan constantemente a la violencia y al odio contra Cuba».
El mismo día de la denuncia del Canciller, el Gobierno de Estados Unidos incluyó a Cuba en la lista de naciones que no colaboran en la lucha contra el terrorismo, lista que se abroga el derecho de hacer, y que es la clásica prueba del refrán que dice que el ladrón siempre piensa que le están robando, o aquel adagio que reza: dime de qué presumes y te diré lo que te falta.
En su obsesión por destruir a la Revolución Cubana, tal vez los únicos que hayan sufrido algún padecimiento mental son los 12 gobernantes que han pasado por la silla presidencial estadounidense, desde 1959 hasta hoy. Pero no ha sido una enfermedad descrita en los libros de Medicina, sino en los manuales de frustraciones imperiales ante cada una de sus frenéticas andanadas.
Contra Cuba lo han probado todo: agresión militar, guerra económica, comercial, financiera, bacteriológica, mediática, subversiva, y el último grito de la moda: la mentira, en la que la actual administración es toda una celebridad.
Todavía están frescos en la memoria los embustes, propios de los que se obsesionan con una idea fija, de aquellos supuestos incidentes sónicos en 2017, etiquetados intencionalmente como ataques, al personal de la legación estadounidense en La Habana; una historia, para nada loca que, aun cuando se demostró
científicamente que no existió y que recibió del Gobierno cubano solo cooperación, terminó según el guion preconcebido: una crisis diplomática políticamente motivada, que retrotrajo abruptamente lo alcanzado en 2015 con las aperturas de misiones oficiales en los dos países.
No sabemos si el Gobierno estadounidense cuenta con un siquiatra, aunque investigadores de ese propio país, como la forense de la escuela de Medicina de Yale, doctora Bandy X. Lee, autora del libro El peligroso caso de Donald Trump: 27 siquiatras y expertos en salud mental evalúan a un presidente, ha advertido que el mandatario tiene severos impedimentos emocionales que plantean una grave amenaza para la seguridad nacional. Aun así, el terrorismo, y menos el de Estado, no se debe confundir con traumas emocionales ni siquiátricos, porque contemplar, tolerar, no responder y no rechazar estos actos terroristas, es prueba de complicidad con ellos.
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