Quienes en Brasil conmemoran la muerte de un niño escoltados por su odio, están revelando un divorcio con parte de su propia humanidad.
Por Glauber Piva* / Revista Forum
La
muerte no es el mejor de los inventos, aunque podemos elaborar teorías y
explicaciones, ella siempre expone nuestras entrañas, nuestros
defectos, nuestras ansiedades, nuestras arquitecturas emocionales,
culturales o sociales.
Hay
muertes que nos duelen poco, otras nos rasgan por dentro, acortan
nuestro horizonte, remueven nuestros suelos, revelan nuestras redes. La
muerte de Arthur, el nieto de Lula, es de esas muertes que, además de la
indescriptible tragedia personal y familiar por la que nadie merece
pasar, también revela el estado mental de nuestra sociedad. En alguna
medida perdimos no sólo la conexión con nosotros mismos, con lo que
somos (o creíamos que éramos) como nación, sino perdemos, también, la
conexión con lo que nos trae la posibilidad de ser una nación: el hecho
de ser humanos.
Cuando
las personas, con o sin cargo público, con o sin notoriedad, conmemoran
la muerte de un niño de siete años escoltados por su odio, están
revelando su divorcio con parte de su propia humanidad.
Lula
es un abuelo que perdió a su nieto. Enterrar un hijo o un nieto es algo
para lo que nunca nadie está preparado. Yo tengo hijos y no puedo
imaginar el dolor de esos padres, de ese abuelo, de esa familia. Habría
querido estar allí para abrazarlos, pero ese no es el único punto.
Además del dolor por la pérdida personal, también tenemos la tragedia
colectiva. La deshumanización de la muerte y del duelo es la herencia
contemporánea que recibimos de ese oscurantismo que construimos a muchas
manos. Como si todos juntos hubiéramos apagado las luces del horizonte.
A veces me siento viviendo dentro del Ensayo sobre la Ceguera,
de Saramago. Parece que no hay una brújula moral que nos esté indicando
los caminos. Simplemente porque, en parte, perdemos la conexión con los
principios de nuestra humanidad. Y así alimentamos nuestros dolores con
relaciones tóxicas, con palabras de ruptura.
No
se trata más de debatir nuestras preferencias políticas, nuestras
concepciones sobre desigualdad social y política macroeconómica,
nuestras lecturas de planificación urbana y previsión social. La
cuestión es del orden de la salud mental. Ya sucedió otras veces, como
en la muerte de doña Marisa o con la cuchillada a Bolsonaro. Nuestro
problema, como sociedad, es nuestra comprometida salud mental. Día a día
nos revelamos como un país esquizofrénico, con disturbios del
pensamiento y de las emociones, cambios en el comportamiento social
mínimamente aceptable. Parece que, como país, estamos perdiendo la
noción de la realidad y del juicio crítico.
Estoy
diciendo, con eso, que hay algo más grave y más profundo que la “pena”
por el maltrato individual de quien conmemora la muerte dolorosa e
inadmisible de un niño. Nuestras relaciones se han vuelto tóxicas porque
estamos perdiendo nuestros valores humanos más profundos y
determinantes para que podamos sobrevivir como especie: la capacidad de
ser empáticos, de colocarnos en el lugar del otro y diseñar
colectivamente la posibilidad de convivencia y los próximos pasos.
Que
no necesitamos muchas otras tragedias para que reconozcamos nuestras
enfermedades. Que, además de Brumadinho, Mariana, de Flamengo, de Arthur
y de todo lo que sucede todos los días, recuperemos nuestra disposición
a la justicia y a la solidaridad.
¡Arthur Lula da Silva, presente!
*Glauber
Piva es padre de Théo y de Nina. Maestro en Políticas Públicas y
Formación Humana (UERJ), es un comentarista de la vida común.
Últimamente escribe sobre ciudades e infancias, política y comunicación.
Traducido por Dominio Cuba
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