Con las primeras ilusiones del amor aprendimos que entre el SÍ y el
NO median diferencias abismales, y que estas pueden oscilar entre la
felicidad y la tragedia. Luego los estudios fueron confirmándonos que
esos monosílabos, que tan rotundos pueden ser en su aparente levedad, no
tienen entre sí más parecido que el de ser breves recursos del idioma
–vistos ambos aquí como adverbios–, y que, salvo en disquisiciones
filosóficas y en ciertos absurdos, son irreconciliables.
Pero ahora, precisamente ahora, aparece una curiosa tendencia a sostener que el SÍ y el NO pueden hasta intercambiarse. Y ocurre que tan peregrino criterio no se lanza en un sentido general más o menos abstracto, sino con respecto al referendo que para el pueblo cubano será otra manera digna de honrar el significado histórico y moral del 24 de febrero.
Ese día de 1895 empezó la guerra necesaria que José Martí –ni tan en silencio ni tan indirectamente, después de todo– concibió y organizó, y desató, y permaneció en ella hasta caer en combate, para impedir que se consumaran los planes que la emergente potencia imperialista estadounidense urdía contra Cuba, y que, ya muerto él, se consumaron en 1898. En el centenario de aquella tragedia el autor de la presente nota escribió un artículo titulado escuetamente «95 vs. 98», hitos cuyo significado continúa vigente, y se escriben con la misma cantidad de signos que SÍ y NO, además de ser tan irreconciliables como esos adverbios
.
Al avalar con su voto la nueva Constitución socialista, el pueblo de Martí expresará su apoyo a la Revolución que, cumpliendo en nuevas circunstancias el legado de quien echó su suerte con los pobres de la Tierra –no solo de la suya–, vino a garantizar que en Cuba, donde ya nada ni nadie impediría el paso de sus mambises, se hiciera realidad la república moral y justiciera por la que su Apóstol murió combatiendo.
¿Será mera ingenuidad el planteamiento según el cual da lo mismo votar SÍ que votar NO en ese referendo? La flamante «tesis» se «basa» en que, con el SÍ, entraría en vigor una nueva Constitución socialista y, con el NO, continuaría vigente la anterior Constitución, también socialista, aprobada en 1976 mediante otro referendo popular, democrático.
Concediéndoles a los escasos gestores/promotores de esa idea el beneficio de la duda, y sin igualarlos a todos, supongamos que albergan buenas intenciones. En ese caso –puesto que con el enemigo declarado no funcionan los diálogos– también se puede tratar de concederles el auxilio de algunas reflexiones, aunque la solidez patriótica y revolucionaria de la inmensa mayoría del pueblo autorice a saber que la posibilidad de un NO relevante es descartable.
Si por desidia sucediera lo que es frecuente en tantas proclamadas y falsas democracias de este mundo, que gran parte de la población renuncia a ejercer su derecho al voto, los enemigos de la Revolución armarían el jolgorio que evitan cuando el presidente de un país capitalista, como Estados Unidos, es electo con un patético bajo nivel de participación por parte de un electorado que navega en el abstencionismo, o cuando el cambio de presidente en España se debe a la galopante corrupción interna, no a elecciones.
Y si, eventualidad descartable, prosperase el NO contra la nueva Constitución cubana, la fiesta enemiga se desbordaría con el argumento de que en Cuba no se votó por mantener la Constitución socialista que la rige desde 1976, sino por echar abajo el socialismo. Con ello se fabricarían «razones» para justificar cualquier tipo de acción contra Cuba.
Tales explicaciones deberían salir sobrando, pero acaso no estén de más en un planeta donde la euforia procapitalista alimentada por medios poderosos, y las confusiones creadas contra los pueblos, dan los frutos que han dado en Argentina y en Brasil, por ejemplo, y crecen las amenazas que acechan a la Venezuela que bolivarianamente defiende su soberanía, su dignidad y sus recursos naturales.
Cuba no vive en una urna aséptica, ni está libre de peligros. ¿Alguien ha olvidado que el imperio sigue empeñado en aplastarla, en someterla a un régimen como el que logró imponerle desde 1898 hasta el alba de 1959, cuando triunfó la Revolución? Conviene saber que, dentro de Cuba, no han faltado quienes revelen su ánima diabólica y enarbolen carteles con la afirmación de que el tornado que el 27 de enero azotó La Habana fue un castigo divino contra el país que se afana en salvar y perfeccionar sus afanes socialistas.
Para ese perfeccionamiento Cuba fortalece, entre otras cosas, el carácter laico de su Estado y el debido respeto a toda la ciudadanía, tenga o no tenga creencias religiosas, que tampoco puede permitirse que se esgriman contra la nación que dignamente defienden patriotas religiosos y no religiosos.
Nadie debería confundirse, no. Pero en el mundo, y Cuba vive en él, prosperan campañas supuestamente democráticas fabricadas, propaladas y financiadas por el mismo imperio que ha saqueado y masacrado pueblos en una práctica agresiva que no se detiene y aún hoy enluta a Siria, y cuyas secuelas sufren ante los ojos de Dios países como Afganistán, Irak y Libia, por no mencionar más.
¿Se puede creer en la voluntad democrática y de ayuda humanitaria a pueblos por parte del mismo poder imperialista que en nuestra América, para no ir más lejos, ha intervenido para derrocar a gobiernos democráticos y progresistas, ha patrocinado sanguinarias dictaduras militares –como la de Fulgencio Batista en Cuba, y más acá en el tiempo las del Cono Sur– y un pavoroso Plan Cóndor, y continúa generando golpes de Estado, como en Honduras, y guerras como la que se anuncia contra Venezuela?
Esa es la potencia que acude al auxilio de títeres y mercenarios, y, en vez de denunciar los crímenes que diariamente se cometen en una Colombia donde las fuerzas uribistas, santonas y duquesas afligen al pueblo y manipulan los aires de la guerra, apoya esas fuerzas y la usa en los planes contra el gobierno legítimo, constitucional y democrático de Venezuela.
No estamos para jueguitos verbales, ni para desconocer el contenido que puede traer consigo una palabra, aunque sean monosílabos como un SÍ y un NO, o cifras como 95 y 98. La inmensa mayoría del pueblo cubano sabe por qué le dará el SÍ a la nueva Constitución socialista.
Pero ahora, precisamente ahora, aparece una curiosa tendencia a sostener que el SÍ y el NO pueden hasta intercambiarse. Y ocurre que tan peregrino criterio no se lanza en un sentido general más o menos abstracto, sino con respecto al referendo que para el pueblo cubano será otra manera digna de honrar el significado histórico y moral del 24 de febrero.
Ese día de 1895 empezó la guerra necesaria que José Martí –ni tan en silencio ni tan indirectamente, después de todo– concibió y organizó, y desató, y permaneció en ella hasta caer en combate, para impedir que se consumaran los planes que la emergente potencia imperialista estadounidense urdía contra Cuba, y que, ya muerto él, se consumaron en 1898. En el centenario de aquella tragedia el autor de la presente nota escribió un artículo titulado escuetamente «95 vs. 98», hitos cuyo significado continúa vigente, y se escriben con la misma cantidad de signos que SÍ y NO, además de ser tan irreconciliables como esos adverbios
.
Al avalar con su voto la nueva Constitución socialista, el pueblo de Martí expresará su apoyo a la Revolución que, cumpliendo en nuevas circunstancias el legado de quien echó su suerte con los pobres de la Tierra –no solo de la suya–, vino a garantizar que en Cuba, donde ya nada ni nadie impediría el paso de sus mambises, se hiciera realidad la república moral y justiciera por la que su Apóstol murió combatiendo.
¿Será mera ingenuidad el planteamiento según el cual da lo mismo votar SÍ que votar NO en ese referendo? La flamante «tesis» se «basa» en que, con el SÍ, entraría en vigor una nueva Constitución socialista y, con el NO, continuaría vigente la anterior Constitución, también socialista, aprobada en 1976 mediante otro referendo popular, democrático.
Concediéndoles a los escasos gestores/promotores de esa idea el beneficio de la duda, y sin igualarlos a todos, supongamos que albergan buenas intenciones. En ese caso –puesto que con el enemigo declarado no funcionan los diálogos– también se puede tratar de concederles el auxilio de algunas reflexiones, aunque la solidez patriótica y revolucionaria de la inmensa mayoría del pueblo autorice a saber que la posibilidad de un NO relevante es descartable.
Si por desidia sucediera lo que es frecuente en tantas proclamadas y falsas democracias de este mundo, que gran parte de la población renuncia a ejercer su derecho al voto, los enemigos de la Revolución armarían el jolgorio que evitan cuando el presidente de un país capitalista, como Estados Unidos, es electo con un patético bajo nivel de participación por parte de un electorado que navega en el abstencionismo, o cuando el cambio de presidente en España se debe a la galopante corrupción interna, no a elecciones.
Y si, eventualidad descartable, prosperase el NO contra la nueva Constitución cubana, la fiesta enemiga se desbordaría con el argumento de que en Cuba no se votó por mantener la Constitución socialista que la rige desde 1976, sino por echar abajo el socialismo. Con ello se fabricarían «razones» para justificar cualquier tipo de acción contra Cuba.
Tales explicaciones deberían salir sobrando, pero acaso no estén de más en un planeta donde la euforia procapitalista alimentada por medios poderosos, y las confusiones creadas contra los pueblos, dan los frutos que han dado en Argentina y en Brasil, por ejemplo, y crecen las amenazas que acechan a la Venezuela que bolivarianamente defiende su soberanía, su dignidad y sus recursos naturales.
Cuba no vive en una urna aséptica, ni está libre de peligros. ¿Alguien ha olvidado que el imperio sigue empeñado en aplastarla, en someterla a un régimen como el que logró imponerle desde 1898 hasta el alba de 1959, cuando triunfó la Revolución? Conviene saber que, dentro de Cuba, no han faltado quienes revelen su ánima diabólica y enarbolen carteles con la afirmación de que el tornado que el 27 de enero azotó La Habana fue un castigo divino contra el país que se afana en salvar y perfeccionar sus afanes socialistas.
Para ese perfeccionamiento Cuba fortalece, entre otras cosas, el carácter laico de su Estado y el debido respeto a toda la ciudadanía, tenga o no tenga creencias religiosas, que tampoco puede permitirse que se esgriman contra la nación que dignamente defienden patriotas religiosos y no religiosos.
Nadie debería confundirse, no. Pero en el mundo, y Cuba vive en él, prosperan campañas supuestamente democráticas fabricadas, propaladas y financiadas por el mismo imperio que ha saqueado y masacrado pueblos en una práctica agresiva que no se detiene y aún hoy enluta a Siria, y cuyas secuelas sufren ante los ojos de Dios países como Afganistán, Irak y Libia, por no mencionar más.
¿Se puede creer en la voluntad democrática y de ayuda humanitaria a pueblos por parte del mismo poder imperialista que en nuestra América, para no ir más lejos, ha intervenido para derrocar a gobiernos democráticos y progresistas, ha patrocinado sanguinarias dictaduras militares –como la de Fulgencio Batista en Cuba, y más acá en el tiempo las del Cono Sur– y un pavoroso Plan Cóndor, y continúa generando golpes de Estado, como en Honduras, y guerras como la que se anuncia contra Venezuela?
Esa es la potencia que acude al auxilio de títeres y mercenarios, y, en vez de denunciar los crímenes que diariamente se cometen en una Colombia donde las fuerzas uribistas, santonas y duquesas afligen al pueblo y manipulan los aires de la guerra, apoya esas fuerzas y la usa en los planes contra el gobierno legítimo, constitucional y democrático de Venezuela.
No estamos para jueguitos verbales, ni para desconocer el contenido que puede traer consigo una palabra, aunque sean monosílabos como un SÍ y un NO, o cifras como 95 y 98. La inmensa mayoría del pueblo cubano sabe por qué le dará el SÍ a la nueva Constitución socialista.
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