jueves, 17 de mayo de 2018

El encuentro entre Hemingway y Carilda


Este suceso singular aparece rodeado de leyendas y se le atribuyen historias increíbles, sin embargo, la poetisa matancera lo conserva en el afecto de sus memorias
Hemingway en 1957. Foto: Yousuf Karsh
Haber conocido y tratado en vida al célebre novelista Ernest Hemingway, aun en circunstancia fugaz, es un privilegio que Carilda Oliver Labra conserva como uno de los tesoros más, preciados entre el cúmulo de vivencias que preserva en su ya larga vida, y que le seguirá perteneciendo para siempre.

La suerte le deparó a la poetisa matancera el privilegio de poder materializar lo que muchos periodistas, escritores y personalidades añoraron inútilmente
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Muy pocas personas pueden contar una experiencia así. El mismísimo Gabriel García Márquez tuvo que conformarse con saludarlo a distancia. «Maeeeestro», le gritó de una acera a la otra cuando se lo encontró paseando con su esposa Mary Welsh por el Bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957, según contó el propio escritor colombiano.

El Gabo, quien por entonces tenía 28 años de edad, «…varado y sin rumbo en París…»,  tuvo que resignarse a un: «Adiooós amigo», que le gritó en castellano y con la mano en alto, desde la otra acera, un Hemingway ya de 59 años, «enorme y demasiado visible», cuando era imposible imaginarse que cuatro años más tarde estaba señalada la hora de su suicidio.

Todo hace pensar que dos o tres meses antes del efímero tropiezo entre el autor de El viejo y el mar y el creador de Cien años de Soledad, Carilda se encontró con Hemingway en la rada matancera, hecho significativo que alcanzó repercusión local.

El investigador Urbano Martínez Carmenate, estudioso de la vida y obra de la poetisa cubana, establece que el suceso ocurrió en la mañana del 15 de febrero de 1957. Cuenta que el Île de France, lujoso transatlántico francés cargado con 739 turistas, se vio forzado a hacer escala en la espaciosa rada yumurina tras el intento sin éxito de entrar en la bahía habanera.

El mundo cotidiano de la vida matancera se redujo aquel día a observar el navío posado sobre las aguas, algo viable desde cualquiera de los puntos más empinados de la ciudad. Según el historiador, muy pocos quedaron a salvo del espectáculo.
   
La noticia se agrandó cuando confirmaron que uno de los viajeros era nada más y nada menos que Ernest Hemingway, de los más grandes escritores de la época y quien tres años antes había sido galardonado con el Premio Nobel, gracias, en buena medida, a su novela cubana El viejo y el mar, aparecida en 1952.

Las autoridades locales se alegraron de la novedad y decidieron enviar un cablegrama al barco fondeado en la bahía con la invitación de que el escritor bajara a tierra, excelente oportunidad para entregarle al ilustre visitante la Llave de la Ciudad y la condición de Huésped de Honor de la Atenas de Cuba, señal de la admiración de los matanceros por el escritor.
Carilda Oliver Labra. Foto: Ramón Pacheco Salazar
Carilda fue designada para entregar dicho reconocimiento y leer unas breves palabras en inglés, a modo de bienvenida
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Cuenta Martínez Carmenate en uno de los pasajes de su libro Carilda Oliver Labra: La poesía como destino, que alrededor de las 9:30 de la mañana llegó a tierra el bote que traía al eminente narrador, y que en la sencilla ceremonia la joven poetisa, quien ya para entonces había publicado su premiado volumen Al sur de mi garganta, elogió su novelística, resaltó la distinción que representaba para Matanzas su visita e hizo votos porque se sintiera feliz durante su estancia.
Al revivir el episodio de aquella mágica mañana, Carilda describió que el novelista vestía con sencillez: chaqueta y pantalón de distinto color, y contó más o menos con estas palabras.
«Y llegó Hemingway, un hombre al que no se le podía adivinar la edad: gallardo, alto –muy alto–, de piel

colorada, manos grandes y voz grave, risueño… de una corpulencia general aplastante. Sus ojos eran muy vivos. Bajó de una lancha, allí donde lo esperaba la banda municipal y todas esas cosas de pueblo de campo… Y yo con mi discursito… ¡y mi llave!...».

Y sobre todo no olvida lo que le dijo en perfecto español, al terminar su «discursito» en inglés y entregarle la llave. «Nena, para abrirme el corazón no necesitabas esa llavecita», comentó él en tono jocoso, pues en realidad a nadie podía inspirar emoción aquel enorme pedazo de acero níquel, bastante feo, tallado sin finura y colocado en una rústica caja de madera. «Una cosa horrible, que pesaba terriblemente y que debe conservarse en algún museo», recuerda Carilda.

Reseña Carmenate que fue un diálogo breve. Él elogió la bahía y otras bondades naturales a la vista, dijo que se sentía muy bien cerca y dentro del mar y la invitó a dar un paseo en bote. Ella declinó el ofrecimiento, no porque le pareciera indigno, pues ha sido siempre una mujer que saltó por encima de los convencionalismos de todas las épocas.

Ni siquiera reaccionó a la celebración de sus ojos. Hemingway le confesó que la mirada de sus ojos verdes tenía la misma sensualidad mística que distinguía a los de Marlene Dietrich, actriz alemana considerada uno de los más grandes mitos del séptimo arte. Ella agradeció con audacia, pero no se dejó tentar.

Insiste el biógrafo en que la conversación transcurrió de pie, demoró alrededor de una media hora, y que antes de despedirse, el maestro de la ciencia de escribir le prometió una futura visita a Matanzas y a su casa en particular.

Nunca volvió. Pero se llevó consigo, sin saberlo, la oportunidad de haber conocido a quien con el tiempo sería una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Así ocurrió, en efecto, aunque en otros relatos este suceso singular aparece rodeado de leyendas. De ahí que le atribuyan historias increíbles, como que duró nueve horas y que Hemingway, al estilo de un galán de Hollywood, en medio de un abrazo, la levantó en peso y con galantería y respeto la metió en la lancha para realizar una vueltecita por la bahía.
 
Por mucho que se haya escudriñado, no hay asistencia fotográfica del suceso ni testigos de lo que ambos hablaron. Por demás, no hacen falta más evidencias. Saber que se conocieron y platicaron durante un rato, inclusive un minuto de conversación, tiene todo el mérito del mundo y despierta la envidia de mucha gente.   

Vicente González Castro, quien fuera destacado director y guionista de televisión, recoge en un relato que mucho tiempo después viajó desde Nueva York hasta Cuba el biógrafo soviético de Hemingway con el único encargo de entrevistarse con Carilda y el propósito de construir en todos los pormenores el mencionado encuentro.

Al conocer de la tentativa dicen que la Premio Nacional de Literatura exhaló un suspiro de suspicacia, y lo despachó. Le manifestó que eso era asunto privado y no tenía por qué enterarse nadie, salida muy poco cordial para venir de Carilda, una persona sumamente afectiva.

Las preguntas y maniobras astutas que se le puedan ocurrir al más hábil de los periodistas serían inútiles. Carilda conserva la lucidez necesaria para defender el secreto que suscita tanta curiosidad. No está dispuesta a establecer precisiones transcurridas ya más de seis décadas del feliz incidente.
Después de todo, ella disfruta de las cosas que se dicen de su existencia, las ciertas y hasta las inventadas, un rasgo en el carácter de una mujer que a los casi 96 años defiende con apasionada energía su independencia frente a los prejuicios sociales.

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