Ana Karina Garcia está con Gustavo Torrico Landa y 16 personas más.
Por: Atilio Borón
“Hay puñales en las sonrisas de los hombres;
cuanto más cercanos son, más sangrientos.”
(William Shakespeare)
Por: Atilio Borón
“Hay puñales en las sonrisas de los hombres;
cuanto más cercanos son, más sangrientos.”
(William Shakespeare)
Resulta imposible hablar de la dramática coyuntura política que se ha
configurado en el Ecuador con motivo del Referendo y la Consulta Popular
del 4 de Febrero sin que una palabra aflore de inmediato en la
conciencia (y en el ánimo) del observador: traición. Es un término
durísimo por su mayúscula inmoralidad. Ese enorme humanista que fue
Shakespeare hizo de la traición objeto de innumerables reflexiones en su
voluminosa producción literaria. Pero fue en Macbeth donde el tema se
convirtió en el hilo conductor de la obra. Y allí la traición aparece
como el reverso de una pasión enfermiza e incontrolable: la ambición y
junto a ella la envidia y una mal contenida rivalidad que irrumpe de
súbito ni bien las condiciones son propicias.
Podrá argüirse,
¿traición a qué, o a quién? ¿A qué? Nada menos que a la mayoría del
pueblo ecuatoriano que votó por un candidato que se presentaba como el
continuador de la Revolución Ciudadana, un proceso de transformaciones
profundas que cambió radicalmente, y para bien, a la sociedad
ecuatoriana. Moreno perpetró una estafa electoral, como la de Mauricio
Macri en la Argentina, e incurrió en una malversación de la confianza en
él depositada por la ciudadanía que lo hizo presidente. ¿Debería el
pueblo ecuatoriano depositar su confianza en las promesas de un
personaje que ya lo traicionó una vez? ¿Por qué no habría de reincidir
en su deshonesta conducta? Por supuesto, como todas las creaciones
históricas, la Revolución Ciudadana tuvo sus contradicciones, sus
grandes aciertos, sus errores y sus asignaturas pendientes.
Pero la
dirección del proceso era la correcta y el imperialismo y la derecha
ecuatoriana no se equivocaron al transformar a su líder, Rafael Correa,
en la bête noire no sólo del Ecuador sino de la política internacional.
Traición al pueblo que lo votó, al partido que lo postuló para la
presidencia y también a Rafael Correa, de quien Lenín Moreno fue su
vicepresidente y muy estrecho colaborador, dentro y fuera del país,
durante diez años.
Traición por atacar a un personaje de quien hablaba
puras maravillas durante la campaña electoral que lo proyectó al Palacio
de Carondolet y en cuya enorme popularidad se apoyó para prevalecer en
el muy reñido balotaje. Éste tuvo esas características porque ya desde
la campaña de la primera vuelta la derecha local e internacional, los
partidos del viejo orden, las cámaras empresariales y toda la oligarquía
mediática en Ecuador y en el extranjero denunciaban que el fraude se
habría perpetrado por el Consejo Nacional Electoral en la fase previa a
los comicios y que se continuaría el día de la votación y en los
posteriores mientras se practicara el recuento de los votos. Una
acusación completamente infundada (como se demostró en la reunión de los
representantes de CREO-SUMA, la fuerza política que postulaba a
Guillermo Lasso, con los observadores internacionales invitados para
monitorear el proceso electoral). Algunos de estos, para nada
simpatizantes del gobierno de Correa, estallaron de indignación ante la
catarata de falsas impugnaciones motorizadas por los partidarios de
Lasso y amplificadas extraordinariamente por los “medios
independientes”.
En la citada reunión con la gente de CREO-SUMA uno de
los observadores puso punto final a las críticas diciendo: “no queremos
chismes, aporten datos concretos”. Nunca lo hicieron y jamás
formalizaron una denuncia concreta ante el Tribunal Contencioso
Electoral. El objetivo de esta estrategia difamatoria era muy claro:
deslegitimar el previsible triunfo de Moreno en la primera vuelta,
debilitar de antemano su gobierno y ablandar el espíritu del nuevo
equipo de gobierno en caso de que el candidato de la derecha Guillermo
Lasso fuese derrotado en la segunda vuelta. Pese a lo absurdo e
infundado de esas acusaciones de fraude lo cierto es que hicieron mella
en la frágil contextura política de Moreno y en su entorno, quienes
relegaron a un papel subordinado y menor a Alianza País, una
organización política que había dado sobradas muestras –¡victoriosa en
catorce procesos electorales- de su eficacia como maquinaria electoral.
Pero la traición de Moreno mal podría ser explicada sólo por factores
psicológicos, como si sólo fuera la maliciosa secuela de una desmedida
ambición. Tampoco por groseros errores de campaña, que ocasionaron una
victoria muy ajustada. La fulminante y asombrosa mutación de la
orientación política del actual presidente está al servicio de un
proyecto restaurador para el cual fue reclutado -¿quién sabe cuándo,
cómo y a cambio de qué?- por los factores tradicionales del poder en el
Ecuador y, sin duda alguna, por Washington con el objeto preciso e
impostergable de destruir definitivamente cualquier opción progresista o
de izquierda en el país y, por extensión, a quien como Rafael Correa
encarnó esos ideales durante diez años. Obviamente que el actual
presidente demostró ser un personaje tan escurridizo como inescrupuloso,
que se agazapó en los intersticios de la estructura gubernamental y
esperó con paciencia y astucia el momento para descargar su puñalada
trapera haciendo honor a la cita utilizada en el epígrafe de esta nota. A
todos les llamaba la atención, en su campaña, tanto en la primera como
en la segunda vuelta, los exaltados elogios a Correa y la facilidad con
que lanzaba promesas demagógicas de imposible cumplimiento.
El
lanzamiento del Plan Toda una Vida surgió en las dos últimas semanas de
la campaña de la primera vuelta como un recurso para intensificarla,
dada la probabilidad de no atravesar al 40% de los votos. Con ese plan
se buscaba aterrizar la propuesta programática de Alianza País y
otorgarle al discurso, hasta ese momento siempre vago, de grandes
visiones y mensajes esperanzadores propios de un pastor
tele-evangelista, mediante la enunciación de contenidos concretos y
metas identificables por los electores. En esa línea, prometió el oro y
el moro: empleo para todos, casas para todos, salud para todos pero sin
jamás decir cómo financiaría esas políticas y cuál sería su proyecto
económico. Se suponía que sería el que había instaurado su predecesor,
pero llamativamente no habló de la economía ecuatoriana, del dominio que
pese a los cambios introducidos por Correa seguían conservando los
banqueros, los oligopolios mediáticos, el capital extranjero; en suma,
los que detentaban en el Ecuador el poder real, distinto y muy superior
al del gobierno. No pasó desapercibido para nadie como en los tramos
finales de la segunda vuelta Moreno se mostraba cada vez más receptivo a
los reclamos de la derecha, admitía sin respuesta sus acusaciones de
fraude, oía con indiferencia sus vociferantes quejas por la falta de
libertad de prensa en el Ecuador y a la necesidad de reabrir un diálogo
que, presuntamente, habría sido clausurado por Correa. Pese a ello a
todos nos sorprendió la intempestiva denuncia de corrupción lanzada ni
bien asumió sus funciones como presidente, sombra indecente proyectada
indiscriminadamente contra los funcionarios del anterior gobierno, salvo
él, por supuesto.
Si había tanta corrupción como Moreno decía, ¿cómo
tardó diez años en darse cuenta de que estaba en un nido de corruptos?
Dado que esto es inverosímil, si la corrupción existió él fue cómplice
de la misma; y si no existió lo suyo es una infamia, perpetrada una vez
más al servicio de la coalición de intereses que, a fines del siglo
pasado, hundió al Ecuador en la peor crisis de su historia.
El
desmantelamiento de la Revolución Ciudadana no sólo pasa por restaurar
escandalosamente a los banqueros y a la oligarquía mediática “el poder
detrás del trono”, como la verdadera autoridad del gobierno. El embate
se descarga también sobre la cultura y los medios de comunicación, con
la razzia practicada en el periódico oficial “El Telégrafo” que, bajo la
nueva inspiración, cuenta con un ultra corrupto como el presidente
brasileño Michel Temer como uno de sus colaboradores al paso que
notables intelectuales ecuatorianos fueron corridos del periódico.
Moreno no encuentra nada malo en que el espectro comunicacional del país
haya caído una vez más en manos privadas o que medios del estado, como
la Radio Pública del Ecuador, por ejemplo, se convirtiese en vociferante
expresión crítica de todo lo que antes elogiaba. No obstante, el
morenismo está lejos de constituir un compacto bloque en el poder.
Múltiples contradicciones lo surcan. Por un lado están los
sobrevivientes de la fase anterior, progresistas que –por ahora- se
desempeñan en el área de las políticas sociales hasta que la derecha
complete la purga realizada en la administración pública; frente a ellos
se agrupa un heteróclito enjambre de grupos empresariales que tomaron
el gobierno por asalto unidos por la común ambición de saquear a la
economía nacional y al estado y enfrentados a otros sectores
corporativos que, dejados a margen del festín, ambicionan asumir
directamente el control del gobierno sin superfluas mediaciones como la
de Moreno y su grupo. Este asalto al gobierno por parte de los grupos
empresariales es análogo al que tuvo lugar en la Argentina con la
llegada de Macri. En ambos casos se produjo un extravagante y deplorable
tránsito desde el poder al gobierno cuando, en una democracia, se
supone que la marcha es al revés: es el gobierno surgido del voto
popular quien tiene que conquistar el poder o al menos fragmentos
significativos de éste si es que efectivamente quiere gobernar El
resultado de esta inversión lo estamos viendo claramente en la
Argentina: vaciamiento de la democracia, desprotección social,
concentración de la riqueza y recrudecimiento de la violencia
institucional para acallar las protestas sociales. No creo que la
historia sería muy diferente en el Ecuador de continuar por el rumbo
trazado por Moreno.
De lo anterior se desprende que más allá de
la aparente variedad de sus preguntas, el referendo de febrero tiene un
solo objetivo: tronchar de raíz la posibilidad de que Rafael Correa
pueda volver a presentarse a elecciones. Hay tres preguntas cruciales
que son las que revelan con claridad el proyecto político del nuevo
bloque empresarial que ha colonizado las alturas del estado: dos de
ellas encaminadas a garantizar lo único que le importa al imperio y a
sus lacayos ecuatorianos: el destierro político de Correa, condenarlo al
ostracismo y, de ese modo, liquidar en pocos meses su herencia política
revirtiendo los cambios que tuvieron lugar en los últimos diez años y
reinstalando al estado nacional en su tradicional subordinación a las
fuerzas del mercado. Se trata de las preguntas sobre supresión
definitiva de la posibilidad que pueda tener una ciudadana o un
ciudadano de repostularse para el mismo cargo, lesionando el derecho de
los ciudadanos de presentarse a elecciones, de elegir y de ser elegidos,
todo esto justificado con el propósito de garantizar el principio de la
alternancia.
El otro artículo busca eliminar al Consejo de
Participación Ciudadana y Control Social, un órgano que fue el custodio
principal del estado de derecho y la separación de poderes consagrada
por la Constitución de Montecristi. De aprobarse esta modificación las
principales autoridades de las diferentes ramas y aparatos del estado
pasarían “transitoriamente” a ser designadas a dedo por el actual
presidente. En otras palabras, se legalizaría un golpe de estado. La
tercera, la número seis en el referendo, expresa con meridiana claridad
el pacto de Moreno con la oligarquía financiera. Mediante ella se
pretende derogar la Ley de la Plusvalía que tiene por objeto “evitar la
especulación sobre el valor de las tierras y fijación de tributos.” (1 )
En pocas palabras, de lo que se trata con este ilegal e ilegítimo
engendro jurídico es eliminar para siempre la presencia de Rafael Correa
en la política ecuatoriana (y regional); reconstruir en clave
corporativa y privatista al estado, como sucediera en la Argentina de
Macri, facilitando las operaciones especulativas de los capitalistas (de
ahí la anhelada derogación de la Ley de la Plusvalía) y transfiriendo
el control de los cargos decisivos del aparato estatal a manos privadas,
instaurando una suerte de CEOcracia que propinaría un golpe mortal a
las aspiraciones democráticas de la ciudadanía ecuatoriana.
A la
traición se le suma la infamia de una movida como ésta. Quienes luchamos
por una Latinoamérica unida y en marcha hacia su segunda y definitiva
independencia no podemos sino expresar nuestro más enérgico repudio a
los nefastos designios del actual gobierno ecuatoriano y la confianza en
el pueblo de ese país que sabrá desbaratar esa maniobra. En la primera
nota que escribí a propósito de la trascendental elección presidencial
de Febrero del 2017 dije que en Ecuador se libraba una nueva batalla de
Stalingrado, decisiva no sólo para su futuro sino del de toda América
Latina.
Respiramos aliviados cuando se derrotó al candidato del viejo
régimen, representante del país oprimido por una voraz oligarquía y sus
mentores del norte. Pero jamás imaginamos que en el valiente ejército
ciudadano que consagró la victoria de Moreno había un “caballo de
Troya”, una quinta columna dispuesta a traicionar no sólo al líder
popular del Ecuador sino al proyecto de transformación que él encarnaba.
Si el pueblo ecuatoriano llegara a respaldar la propuesta de Moreno en
su referendo, si llegara a triunfar el SI ese país se internaría, para
su desgracia, en la misma senda opresora, decadente y violenta abierta
por Mauricio Macri en la Argentina. Una sobria mirada a lo que está
ocurriendo en mi país debería ser suficiente para persuadir a las
ecuatorianas y los ecuatorianos de la necesidad de evitar tan nefasto
desenlace. El triunfo del NO en las tres preguntas claves del referendo
abriría en cambio las puertas para el renacer de una esperanza hoy
ensombrecida por el oprobio de una traición.
(1) Ver las preguntas del referendo en http://www.eltelegrafo.com.ec/…/estas-son-las-preguntas-ofi…
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