Con unos 19 años, una muchacha publicó en su Matanzas natal, en 1943, su primer libro de poemas: Preludio lírico, prologado por Fernando Llés. No era común en esa época, y menos fuera de la capital, que una joven mostrara tal sentimentalidad íntima en sus versos.
En 1950 obtuvo el Premio Nacional de Poesía, otorgado por el Ministerio de Educación, por un libro salido de la imprenta un año antes, de ambiguo título: Al sur de mi garganta…, y aquí «subió la parada»: si en la primera entrega demostró su opción por el intimismo cercano al neorromanticismo, en el segundo afloró una voz alejada de la retórica del trascendentalismo origenista y del enorme influjo del neobarroco lezamiano, que sin desasirse totalmente del neorromanticismo inicial, se movía hacia el conversacionalismo de las posvanguardias, y hasta estrenaba en Cuba elementos «antipoéticos».
Pero su personal expresividad cercana a los asuntos del corazón le garantizó la comunicación con un amplio público, que sobrepasaba al de los lectores habituales de poesía.
En una visita que la ya Premio Nobel de Literatura Gabriela Mistral hiciera a La Habana, conoció a la bella matancera y escribió: «Profunda como metales, dura como el altiplano, su poesía debe ser divulgada. Con justicia ejercerá pronto ardiente magisterio en América». Llamaba la atención a la chilena el énfasis lírico y emocional que marcaba aquella poética exteriorista, de intimidad y con temas entre lo autobiográfico y lo existencial.
La fuerza de su emoción, desbordada por lo general y a veces explayada, guardaba similitudes con la poética de las uruguayas Delmira Agostini y Juana de Ibarbourou, y también, con la de la argentina Alfonsina Storni. Esta actitud transgresora dictada por el corazón y alrededor de Eros, con arte y sin vulgarismos a pesar de sus confesiones, constituyó una suerte de «pasaporte» de su personalidad literaria del que nunca pudo desentenderse.
En el mismo 1950 ganó el Primer Premio y Flor Natural por Canto a la bandera en el centenario, y tres años después publicó Canto a Martí. Aunque en Memoria de la fiebre, de 1958, como en casi todos sus cuadernos, maneja otros temas, como la vivencia familiar y el entorno cotidiano con fuerte identidad regional —su Canto a Matanzas, de 1954, lo acredita—, y la preocupación social y política podía hallarse en casi todos sus libros —es conocido su Canto a Fidel, cuando el legendario líder guerrillero se encontraba en la Sierra Maestra—, por esos misterios de la recepción, los lectores siempre la identificaron solo por su línea de erotismo desenfadado.
Su amistad desde los años 40 con José Ángel Buesa, «con rizado cabello en orden, el cuerpo, atlético, aunque sin machacar por la gimnasia», y las reiteradas visitas a su casa del autor del Poema del Renunciamiento, «con su Buick rojo que volaba por la tierra», acrecentarían la visión neorromántica de su personalidad, ratificada por la Antología de versos de amor de 1962 y Versos de amor de 1963 —Discurso de Eva, de 1965, es uno de los poemas más audaces escritos por una mujer en el tema amoroso—, y reforzada cuando después de años de silencio regresó a las publicaciones en los 80 con diversos temas y estrofas: Las sílabas y el tiempo, 1983; Desaparece el polvo, 1984; Calzada de Tirry 88, 1987… Ahora la maestría de sus juegos rítmicos, que dominaba con pericia la colocación de las acentuaciones y provocaba una exquisita música de las palabras, se insertaba en su variedad estrófica y temática de siempre, en un afán para detenerse en lo cotidiano sin renunciar al placer amoroso de la carnalidad.
Gran sonetista, reconocida decimista, y cultora del verso libre cuando se inclina a lo conversacional, ha escrito hasta ovillejos, siempre bajo los impulsos del corazón. Así ha derrotado al tiempo; no importa que cumpla cualquier edad: ella, como su obra, siempre «incumple» años. Marilyn Bobes, en el prólogo a su Antología poética de 1992, afirma que se enmascara, aunque «no en todos sus poemas Carilda escapa al riesgo de identificarse demasiado con su propia ficción»: en su juego de espejos siempre la identificamos.
Una vez, mirándola a los ojos, le pregunté: «¿Por qué Al sur de mi garganta?», y ella, siempre coqueta, «clavando en mi pupila su pupila azul», me respondió: «Ay, Padrón, al sur de la garganta está el corazón»
.(Por Juan Nicolás Padrón/Tomado de Juventud Rebelde)
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