! No olvidemos la historia.!
Por:
Yoel Cordoví Núñez
El 10 de diciembre de 1898 quedó firmado el tratado de paz acordado en París entre España y Estados Unidos. Al igual que lo sucedido en el protocolo de paz, suscrito en Washington al concluir las hostilidades, no se mencionaba la independencia de Cuba. La crítica situación suscitó que el general dominicano-cubano Máximo Gómez Báez, hasta ese momento atento al desenlace de los acontecimientos, en carta enviada a Edmond S. Meamy desde Yaguajay, manifestara sus criterios sobre la conducta “dudosa” de “los hombres del Norte”:
… Primero, contemplando indiferente por largo tiempo el asesinato de
todo un pueblo, y segundo, y a la postre cuando se determinaron a
intervenir en la cuestión y suprimir el verdugo, ya exánime el Pueblo,
se le cobra el tardío favor con la humillante ocupación militar de la
tierra sin un motivo racionalmente justificado. De aquí que aunque la
soberanía de España es verdad, que ha desaparecido de Cuba, no es aún
libre el cubano ni independiente la tierra después de tanta sangre
derramada.[1]
A partir del 1ro de enero de 1899 dejaba de existir oficialmente la
soberanía española, a la vez que se hacía cargo de Cuba el Gobierno de
Ocupación Militar. La fórmula empleada en las nuevas circunstancias,
según Máximo Gómez, no podía estar sustentada en la violencia. En misiva
cursada al general José María Rodríguez develaba los planes hegemónicos
de Estados Unidos. Las autoridades interventoras buscaban propiciar un
clima de inestabilidad interna: “…para que nuestra actitud le sirva de
pretexto para apoderarse de una vez de Cuba”.[2]
En tal sentido, aconsejaba al pueblo cubano la necesidad de tener,
“cuidado, tacto exquisito y mucha previsión” en esos momentos
históricos”.[3]
Los historiadores que se acercan al tema muchas veces no se explican por qué Gómez reservó para su Diario de campaña
sus impresiones sobre “el gran negocio”, que entendía significaba la
actitud del “poder extranjero” con “su tutela impuesta por la fuerza”.[4]
La consulta y el procesamiento de la valiosa documentación existente
en el fondo personal de Máximo Gómez, atesorada en el Archivo Nacional
de Cuba, permiten un enfoque mucho más certero acerca de su pensamiento y
praxis en tan complejo contexto. La orientación principal del
accionar del Generalísimo durante el período de ocupación (1899-1902)
pudiéramos definirla en términos de estrategia política, cuya principal
premisa consistió en establecer en un plazo breve la República de Cuba.
Esta idea respondía a las disposiciones de las autoridades
estadounidenses que condicionaban su retirada al establecimiento de un
gobierno propio con capacidad de regir su destino. En tal sentido,
materializar el ideal republicano del viejo guerrero era una forma de
poner coto a la presencia indefinida de Estados Unidos en la Isla.
Preocupación por el futuro de Cuba
El primer paso importante dado por el General fue la comunicación
dirigida, el 6 de enero de 1899, al presidente y demás miembros de la
Comisión Ejecutiva de la Asamblea de Representantes de la Revolución
Cubana reunida en la finca “El Carmen”, Marianao. En ella expresaba su
preocupación por el futuro de Cuba, así como la necesidad urgente de
convocar a una sesión “para considerar la situación y determinar a
seguidas la constitución de la República de Cuba”. De existir algún
obstáculo impuesto por el gobierno interventor, declaraba: “…orillemos
aquellos hasta conjurarlos y no levantemos manos de la obra hasta tanto
dejarla terminada”.[5]
Lo que de hecho representó el primer intento de fusión de los pilares
revolucionarios no llegó a concretarse en la práctica. El 11 de enero
de 1899, la Comisión Ejecutiva presidida por Rafael María Portuondo,
respondió al mensaje de Gómez asegurándole que no tenía motivos para
dudar de los actos de las autoridades norteamericanas. Incluso, auguraba
“una intimidad tan grande de relaciones” que abreviaría la retirada de
las tropas.[6]
El segundo momento en el accionar político de Gómez tuvo lugar a
finales del primer año de la ocupación. Luego de fracasados sus intentos
ante los miembros de la Asamblea de Representantes se dio a la tarea de
contactar con determinadas figuras de ascendencia en sus respectivas
localidades, en su mayoría procedentes de las filas del Ejército
Libertador. Por medio de la correspondencia cruzada diariamente hacia y
desde las más diversas zonas del país, el General orientaba los pasos a
seguir en la realización del “anhelo supremo de Patria Soberana,
decorosa, independiente y feliz”.[7]
Tales indicaciones tuvieron su punto culminante en los últimos meses
de 1899, cuando ordenó a Antonio González Acosta remitirles a los
ayuntamientos de toda la Isla, previamente elegidos por el voto popular,
un manifiesto redactado en la Quinta de los Molinos. El documento
estipulaba la convocatoria para una Asamblea General que procedería
inmediatamente al nombramiento de la Convención Nacional por sufragio
directo.[8]
González Acosta, por su parte, lamentaba no haber cumplido la orden, a
causa de un mensaje del presidente norteamericano William McKinley que
contrariaba lo estipulado en su manifiesto. Gómez solo se limitó a
contestarle: “… Despache V. todo, no importa que el Presidente de los
EE.UU. no piense de igual modo que nosotros, pero la verdad es como toda
verdad justa y clara que los amos de la tierra son los que deben
disponer e intervenir en los negocios de su propia casa…”[9]
Para que la república que se estableciera funcionara de acuerdo con
los preceptos de Gómez debía, desde sus raíces, buscar la unidad de
todos los elementos dispuestos a mantener la vigencia del legado
independentista, a su juicio, único modo de “salvar a este País lo más
pronto, de la tutela que se nos ha impuesto”.[10]
La unidad y la concordia, que durante la guerra pregonara el estratega
como el medio rápido y eficaz de poner fin a las hostilidades y
establecer la república cordial a la que aspiraba José Martí, mantuvo en
lo esencial el mismo significado al firmarse la paz, solo que las
adaptó a las exigencias del nuevo contexto histórico.
Esa política unificadora no constituía un elemento abstracto dentro
de la estrategia de Gómez. La multiplicidad de clubes, partidos y otras
organizaciones que surgían no era más que una de las manifestaciones en
la que se expresaba el fraccionado independentismo.
La mayoría de las veces el único vínculo entre los “Partidos de coge a quien puedas y dime donde hay”,[11]
era el origen de sus miembros, en tanto los criterios que defendían
mostraban una heterogeneidad de matices que imposibilitaba cualquier
intento de fusión. La gravedad de la situación se la transmitía al
general Francisco Sánchez en los siguientes términos:
Es decir que fue necesario un Weyler para mantenernos unidos, porque
en presencia de aquel monstruo todo el mundo comprendió que la desunión
pudiera perdernos, y se aparenta ahora ignorar que estamos en frente de
otro peligro mayor.[12]
Unidad y concordia en el centro de su accionar político
Desde luego, la política de unidad y concordia fue un factor dinámico
en su accionar político. La concepción de la misma ganó en precisión en
la medida que aquellos elementos opuestos al movimiento de liberación
nacional, ocupaban un espacio importante en la Cuba de inicios del siglo
XX. Los trabajos unificadores del Generalísimo, apoyados por grupos
provenientes del campo independentista, coincidían con algunas gestiones
realizadas por él ante el gobierno interventor.
Tales gestiones en modo alguno se redujeron a la mera solicitud de
cambios administrativos. Las posibles modificaciones en manos de los
jefes estadounidenses no conllevarían a transformaciones sustanciales.
Por consiguiente, las declaraciones al primer gobernador militar de la
Isla, el general John Brooke fueron precisas, el conocimiento que tenía
Gómez “de los hombres capaces de dirigir la cosa pública” lo ponía en
condiciones “de poder indicar las personas que han de sustituir a las
aludidas”.[13]
Citemos, a manera de ejemplo, la carta al general William Ludlow con
fecha 15 de abril de 1899. En el documento Gómez recomendaba a Néstor L.
Carbonell, veterano de la Guerra de los Diez Años, para que ocupara un
puesto en su administración. Aludía para ello a su capacidad como editor
y también a “sus condiciones como patriota”.[14]
Este proceder tuvo lugar entre 1899 y mediados del año siguiente.
Tras celebrarse los primeros comicios municipales, el general Gómez
centró su atención en las personas elegidas para cargos importantes en
la administración del país. Mediante ellos comenzó a colocar en los
puestos públicos a individuos de probada trayectoria revolucionaria. El
fundamento de esa labor quedó resumida en la correspondencia dirigida al
general Francisco Carrillo, a mediados de 1900: “… me he puesto de pie
firmes, con Espada en mano, a las puertas del templo sagrado de las
libertades cubanas, para impedir que se introduzcan en él los mercaderes
de oficio…”.[15]
Las alcaldías fueron un centro clave en sus labores. En las cartas
dirigidas a los alcaldes de la Habana, Alejandro Rodríguez Velasco y,
posteriormente, Miguel Gener y Rincón, les orientó a los individuos que,
a su entender, debían ocupar los cargos públicos del país. Procuraba
así la máxima representación de los partidarios de la independencia
dentro del conglomerado de tendencias que buscaban ocupar un espacio en
la base de lo que sería el futuro edificio político republicano.
Para esta labor se apoyó también en hombres de su entera confianza
como el general Bernabé Boza, alcalde municipal de Santa María del
Rosario y Fernando Figueredo, Subsecretario de Estado y Gobernación
durante el gobierno de Brooke. En una de sus misivas a este último,
fechada el 26 de septiembre de 1901, le solicitaba un puesto para
Francisco Arredondo Miranda, y advertía: “… de esos hombres así es que
se debe formar la base de la República”. La respuesta de Figueredo no se
hizo esperar, y en la misma misiva anotaba: “Esta es una orden, por mi
parte será cumplida”.[16]
Entre los problemas comprendidos en lo que él denominó “política
salvadora de los intereses nacionales cubanos”, aparecen sus gestiones
por el establecimiento de las Milicias Cubanas. De acuerdo con sus
ideas, esta institución consistiría en un cuerpo armado compuesto,
aproximadamente, por quince mil hombres que, según sus palabras, harían
“innecesaria la intervención de las tropas americanas y de la misma
Guardia Rural”.[17]
Según los planteamientos de Gómez al Gobernador de la Isla, el cuerpo
armado permitiría eliminar el bandolerismo que tenía su origen “en la
miseria y el descontento y por modo alguno en la manera de ser del
pueblo de Cuba”. Con la garantía del orden público, la sociedad cubana
podría demostrar que era capaz de regir de manera ordenada su propio
destino, así como de ejercer “todas las prerrogativas”, además de
cumplir con “las obligaciones inherentes a la condición de Nación
independiente”. [18]
Ciertamente, la desintegración del aparato militar en aquellas
circunstancias facilitó en gran medida los planes de dominación
proyectados por la administración de Estados Unidos. No obstante, no
fueron los deseos del general Gómez, sino las condiciones objetivas del
momento, las que propiciaron la precipitación de un hecho irreversible.
Para el General en Jefe no bastaba, y así lo trasmitía a sus hombres,
con la afirmación del Congreso norteamericano para alcanzar la
independencia, era necesario “que el pueblo cubano organizado o sea, el
Ejército Libertador, esté en pie reclamando la promesa”. De lo contrario
afirmaba: “…sería traicionar a la patria, en el momento decisivo de su
triunfo”.[19]
Sin embargo, el hambre, la miseria, el cansancio y la labor
divisionista de algunos oficiales, unido a la impronta potencialmente
desestabilizadora del gobierno interventor, llevaron al Ejército
Libertador a su desmembramiento y posterior disolución. Pero de ello no
fue responsable el General en Jefe, cuyas concepciones eran contrarias a
tal decisión. El Generalísimo fue privado, por factores de muy diversa
índole, de “su” ejército, nunca renunció a él.
¿A dónde se había llegado?
Los historiadores que generalmente plantean la existencia de una
actitud pasiva de Máximo Gómez frente a la ocupación norteamericana
coinciden en afirmar que, al inaugurarse la república el 20 de mayo de
1902, pudo ver realizados sus sueños “con emoción cándida”. Parece que
todo quedaba resumido en una frase: “Ya hemos llegado”.
¿A dónde se había llegado?, es la pregunta que se impone cuando se
consideran los posibles motivos que inspiraron esas palabras, extraídas
de los testimonios del doctor Gustavo Pérez Abreu. Ciertamente la
república, al margen de su carácter mediatizado o neocolonial, se había
instaurado y con ella se cumplía el fin estratégico de su accionar
encaminado a evitar la anexión o “el naufragio de la nave”, como él la
llamaba, durante el período de ocupación.
La expresión no significa, empero, que el General hubiera estado de
acuerdo con las bases de la república. Desde el mes de febrero de 1901,
condenaba, en carta a la poetisa puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió,
la orden militar que disponía la elección de los delegados a la
Convención Constituyente, encargados de redactar la Constitución, y como
parte de ella acordar las relaciones que habrían de existir con Estados
Unidos. Según Gómez: “Eso de “ordeno” y eso que la convención deje
como Principio Constitucional (eterno) la base de las relaciones políticas entre Cuba y los EE.UU., me parecen un par de esposas”.[20]
Cuando al mes siguiente el Presidente norteamericano sancionó la
enmienda elaborada por la fracción republicana encabezada por Orville H.
Platt, para ser presentada al Senado y agregada a la Constitución de la
República de Cuba, Máximo Gómez, en carta a María Escobar, le
manifestaba sus impresiones sobre el hecho: “Cuba será constituida en
República, pero con la libertad e independencia que le permita la Ley
Platt”.[21] En otro momento, al referirse al mismo asunto, señalaba en la intimidad de sus escritos:
Con la intervención armada de los EE.UU. en la guerra de
independencia es indiscutible que Cuba, al inaugurar la República, ha
quedado tan íntimamente ligada así en lo político, como en lo mercantil a
la Gran República Americana, que casi y sin casi vienen a constituir
tan fatal o fortuita intimidad, un cúmulo de obligaciones, que han hecho
de su independencia un mito…[22]
“Y como si el hecho histórico no valiera nada -añadía- ahí tenemos la
Ley Platt, eterna licencia convertida en obligación para inmiscuirse
los americanos en nuestros asuntos”. De ahí el fundamento de sus
confesiones al puertorriqueño Sotero Figueroa sobre la necesidad de
salvar lo mucho que quedaba de la revolución redentora: “su Historia y
su Bandera”. De no ser así, advertía:
…llegará un día en que perdido hasta el idioma, nuestros hijos, sin
que se les pueda culpar, apenas leerán algún viejo pergamino que les
caiga a la mano, en el que se relaten las proezas de las pasadas
generaciones, y esas, de seguro les han de inspirar poco interés,
sugestionados como han de sentirse por el espíritu yankee.[23]
Indudablemente, Máximo Gómez, sin llegar a ser un teórico del
fenómeno imperialista, puesto que ni su formación ni época se lo
permitían, presentó una concepción bastante nítida sobre los problemas
que se precipitaban en el entorno cubano. No en vano aducía, como
preocupante fundamental en aquellas circunstancias, el hecho de no
encontrar “en el seno de nuestra República de mañana otras fuerzas que
oponer a las fuerzas avasalladoras que como ley fatal han de ejercer los
americanos en América”.[24]
La condena de Máximo Gómez a los mecanismos de dominación impuestos
por el gobierno de Estados Unidos no llegó a trascender sus escritos. A
su entender, y en eso fue muy explícito, afrontar la situación por medio
del enfrentamiento armado con la nación norteña hubiera sido visto por
el mundo como “el quijotismo más ridículo”. Como expusiera en su
“Porvenir de Cuba”, para evitar esa situación se imponía recurrir a un
recurso “absurdo” y “contraproducente” para los intereses de la
revolución: “Para la lucha en el campo de las revoluciones, no contamos
con ninguna de las ventajas que ellos poseen y, puede decirse, que la
lucha es en extremo desigual”.[25]
Más bien sus cartas a determinadas figuras, así como sus escritos
íntimos, siempre fueron el desahogo de los sentimientos y las pasiones
de un hombre que en su intensa vida no acostumbró a expresar
públicamente sus verdaderas emociones. En tal sentido, podemos encontrar
con frecuencia numerosas expresiones que, de no ser asumidas en el
contexto en que fueron pronunciadas y bajo las condicionantes
emocionales expuestas, nos harían pensar que el Viejo”, cansado de los
avatares de la política cubana, procedería a retirarse tranquilo a Santo
Domingo en compañía de su familia.
Más que proceder a un juicio apresurado llevado por el contenido o el
mensaje trasmitido, se impone hurgar en la historia e interrogarla si
se quiere. La respuesta no puede ser otra que al margen de las
declaraciones, en ningún momento Gómez dejó de asumir posturas políticas
ante los acontecimientos del país, aun en los más delicados. Su activa
participación en las campañas presidenciales ―tanto en la promoción de
la candidatura Estrada Palma- Masó, como posteriormente en su oposición a
la reelección estradista― sus consejos al pueblo, fuesen mediante
proclamas o de forma directa, sus gestiones muchas veces encubiertas
encaminadas a preparar el futuro edificio republicano de acuerdo con sus
concepciones, hacen cuestionar la pasividad y mucho más el manido
complejo de extranjero que le han sido atribuido en muchas ocasiones.
De nada valdría buscar un pronunciamiento público que incitara a la
lucha contra una situación que siempre consideró injustificada. Sin
embargo, la cautela no debe confundirse con pasividad, ni mucho menos
con candidez. Máximo Gómez actuó en circunstancias extremadamente
complejas en las cuales, ante las posibles variantes de solución a la
situación existente, asumió aquella que creyó más conveniente para el
establecimiento y conservación de una república independiente, y en
consonancia se proyectó.
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