Bibliotecas

Recuerdo entrar a la Gener y Del Monte de la mano de mi hermana, que ya tenía edad suficiente para portar el carné de lectora, y pedía en préstamo libros para ella y para mí. Recuerdo la penumbra, las caras inteligentes de quienes leían bajo las lámparas amarillas, aquella carta de amor que me encontré en un volumen… pero sobre todo el olor.
Es lo que más me atrae de las bibliotecas, su olor a polvo dulce a libro viejo, a saber antiguo.
En cada escuela la biblioteca fue mi refugio y las bibliotecarias grandes amigas; en ellas pasé muchos años de lectura desordenada y desenfrenada. No temo decir que la física, la química, la matemática, no dejaron mucha huella en mí, salvo elementales nociones; sin embargo, a cada página amarilla que devoré en esos sitios debo cuanto soy y cuanto escribo.
Agradezco a las señoras de hablar melodioso, ajenas al ritmo atropellado de un centro docente, emocionadas si veían a algún niño entrar en su templo y llevarse un libro a casa. Por sus orientaciones, por los maravillosos concursos escribí mis primeros poemas y también los de hoy.
Por ellas leí Los tres gordiflones, Juan Quinquín en Pueblo Mocho, Doña Bárbara, Los pasos perdidos, Los miserables…
Las bibliotecas marcaron mi infancia y adolescencia. Pensar en ellas trae a mares la nostalgia.

También hay historias, casi de terror, de ejemplares únicos robados, vendidos, convertidos en pulpa… me estremece escucharlas.
No sé cuándo llegará la solución, ojalá no sea demasiado tarde. Ningún pueblo, absolutamente ninguno, merece ver morir sus bibliotecas.
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