La trampa
Las elecciones parlamentarias en
Venezuela arrojan varias enseñanzas que creo necesario subrayar. En
primer lugar que, contrariamente a todas las predicciones de los
lenguaraces de la derecha, el comicio se realizó, al igual que todos los
anteriores, de una manera impecable.
No hubo denuncias de ningún tipo,
salvo el exabrupto de tres ex presidentes latinoamericanos, que a las
cuatro de la tarde (dos horas antes de la conclusión del acto electoral)
ya anunciaban al ganador de la contienda.
Fuera de esto, la “dictadura
chavista” volvió a demostrar una transparencia y honestidad del acto
electoral que más quisieran tener muchos países dentro y fuera de
América Latina, comenzando por Estados Unidos. El reconocimiento hecho
por el presidente Nicolás Maduro ni bien se dieron a conocer los
resultados oficiales contrasta favorablemente con la actitud de la
oposición, que en el pasado se empecinó en desconocer el veredicto de
las urnas. Lo mismo cabe decir de Washington, que al día de hoy no
reconoce el triunfo de Maduro en las presidenciales del 2013. Unos son
demócratas de verdad, los otros grandes simuladores.
Segundo, resaltar lo importante de que
luego de casi 17 años de gobiernos chavistas y en medio de las durísimas
condiciones prevalecientes en Venezuela, el oficialismo siga contando
con la adhesión del cuarenta por ciento del electorado en una elección
parlamentaria. Tercero, el resultado desplaza a la oposición de su
postura facilista y de su frenético denuncialismo porque ahora, al
contar con una holgada mayoría parlamentaria, tendrá
corresponsabilidades en la gestión de la cosa pública. Ya no será sólo
el gobierno el responsable de las dificultades que agobian a la
ciudadanía. Esa responsabilidad será de ahora en más compartida.
Cuarto y último, una reflexión más de
fondo. ¿Hasta qué punto se pueden organizar “elecciones libres” en las
condiciones existentes en Venezuela? En el Reino Unido debían celebrarse
elecciones generales en 1940. Pero el estallido de la Segunda Guerra
Mundial obligó a postergarlas hasta 1945.
El argumento utilizado fue que
el desquicio ocasionado por la guerra impedía que el electorado pudiera
ejercer su libertad de manera consciente y responsable. Los continuos
ataques de los alemanes y las enormes dificultades de la vida cotidiana,
entre ellos el de la obtención de los elementos indispensables para la
misma, afectaban de tal manera a la ciudadanía que impedían que esta
ejerciera sus derechos en pleno goce de la libertad. ¿Fueron muy
distintas las condiciones bajo las cuales se llevaron a cabo las
elecciones en Venezuela? No del todo. Hubo importantes similitudes.
La
Casa Blanca había declarado en Marzo que Venezuela era “una inusual y
extraordinaria amenaza a la seguridad nacional y a la política exterior
de Estados Unidos”, lo que equivalía a una declaración de guerra contra
esa nación sudamericana.
Por otra parte, desde hacía muchos años
Washington había destinado ingentes recursos financieros para “empoderar
la sociedad civil” en Venezuela y ayudar a la formación de nuevos
liderazgos políticos, eufemismos que pretendían ocultar los planes
injerencistas de la potencia hegemónica y sus afanes por derrocar al
gobierno del presidente Maduro.
La pertinaz guerra económica lanzada por
el imperio así como su incesante campaña diplomática y mediática
acabaron por erosionar la lealtad de las bases sociales del chavismo,
agotada y también enfurecida por años de desabastecimiento planificado,
alza incontenible de los precios y auge de la inseguridad ciudadana.
Bajo estas condiciones, a las cuales sin duda hay que agregar los
gruesos errores en la gestión macroeconómica del oficialismo y los
estragos producidos por la corrupción, nunca combatida seriamente por el
gobierno, era obvio que la elección del domingo pasado tenía que
terminar como terminó.
Desgraciadamente, el “orden mundial” heredado de
la Segunda Guerra Mundial, que un documento reciente de Washington
reconoce que “ha servido muy bien” a los intereses de Estados Unidos, no
ha sido igualmente útil para proteger a los países de la periferia de
la prepotencia imperial, de su descarado intervencionismo y de sus
siniestros proyectos autoritarios. Venezuela ha sido la última víctima
de esa escandalosa inmoralidad del “orden mundial” actual que asiste
impertérrito a una agresión no convencional sobre un tercer país con el
propósito de derrocar a un gobierno satanizado como enemigo.
Si esto
sigue siendo aceptado por la comunidad internacional y sus órganos de
gobernanza global, ¿qué país podrá garantizar para sus ciudadanos
“elecciones libres”? Por algo en los años setenta del siglo pasado los
países del capitalismo avanzado bloquearon una iniciativa planteada en
el seno de la ONU que pretendía definir la “agresión internacional” como
algo que fuese más allá de la intervención armada. Leyendo la reciente
experiencia del Chile de Allende algunos países intentaron promover una
definición que incluyese también la guerra económica y mediática como la
que se descargó sobre la Venezuela bolivariana, y fueron derrotados.
Es
hora de revisar ese asunto, si queremos que la maltrecha democracia,
arrasada hace unas semanas en Grecia y este domingo pasado en Venezuela,
sobreviva a la contraofensiva del imperio. Si esa práctica no puede ser
removida del sistema internacional, si se sigue consintiendo que un
país poderoso intervenga desvergonzada e impunemente sobre otro, las
elecciones serán una trampa que sólo servirán para legitimar los
proyectos reaccionarios de Estados Unidos y sus lugartenientes
regionales. Y pudiera ocurrir que mucha gente comience a pensar que tal
vez otras vías de acceso al -y mantenimiento del- poder puedan ser más
efectivas y confiables que las elecciones.
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