Lo que se ha pretendido «ahogar» en el Estrecho de la Florida —y
quien sabe en cuántos estrechos o anchurosos espacios de este mundo,
como ocurre por estos días con el más de un millar de cubanos estancados
en suelo costarricense—, no es a la gente que «huye», sino a la
resistencia que se queda. La apuesta es presentar ante los ojos del
mundo la rebeldía de Cuba apagada por la «huida»
En lo más hondo de lo cubano palpita un Himno del desterrado,
en unos casos como maldición, en otros como «salvación». Muchos entre
nosotros han sufrido los estremecimientos de José María Heredia.
Hace unos años intenté imaginar el dolor del poeta alejándose al
destierro. La silueta de la Isla amada en el horizonte, el alma en el
fondo de su dolor, y los versos sacudiéndole: Cuba, Cuba, que vida me
diste / dulce tierra de luz y hermosura / cuántos sueños de gloria y
ventura / tengo unido a tu suelo feliz.
Oponer la migración al sueño libertario y justiciero cubano no se inició siquiera tras el triunfo revolucionario de 1959.
En la colonia se llegó a usar como arma política hasta la deportación
de los patriotas. El asunto llegó a extremos tales, que zonas
incomunicadas de la geografía nacional fueron utilizadas para aislar a
importantes líderes independentistas. El Padre de la Patria, Carlos
Manuel de Céspedes, fue confinado en la entonces inaccesible Baracoa.
Fue una etapa de profundo retraimiento, en la que solo conquistó escasas
amistades ante la vigilancia colonial.
Hasta nuestros días llegan los ecos del debate acerca de la
«consecuencia» patriótica de Heredia, a quien, deportado también en
tiempos coloniales, hay quienes le señalan críticamente haber
«negociado» su regreso a la Patria.
Habría que estudiar si otros pueblos vieron marcado tan singularmente
su destino por este signo de «escape o castigo». Nuestra nacionalidad
lo padece con la misma persistencia histórica de la anexión frente a la
independencia.
En el fondo perverso de la famosa política norteamericana de pies
secos, pies mojados, y de la Ley de Ajuste Cubano, parece gravitar esa
recurrencia; en el interés de usar ese anatema de la personalidad
nacional como arma para su descomposición o autodestrucción. El
«fatalismo geográfico» que nos impuso la «Providencia», apoyado
tácitamente por la maledicencia.
No por casualidad a una Revolución que elevó el patriotismo a los
altares se le hace oposición con el descrédito del «escapismo». Al sueño
de una nación independiente oponer una migración a contracorriente.
Lo que se ha pretendido «ahogar» en el Estrecho de la Florida —y
quien sabe en cuántos estrechos o anchurosos espacios de este mundo,
como ocurre por estos días con el más de un millar de cubanos estancados
en suelo costarricense—, no es a la gente que «huye», sino a la
resistencia que se queda. La apuesta es presentar ante los ojos del
mundo la rebeldía de Cuba apagada por la «huida».
Ante la certeza de que la inmensa mayoría de los cubanos no
abandonarían el proyecto de la Revolución, pese a la dureza del bloqueo
económico, la Ley de Ajuste sirve para —con aquellos que por libre
voluntad, o cansados de tantos años de resistencia abandonan el
archipiélago— dar la imagen de un pueblo infeliz, a la búsqueda
desesperada de un nuevo destino. La lógica es tan sencilla como
satánica: no puede ser feliz quien se marcha a cualquier costo.
La Ley de Ajuste crea, además, una ambivalencia en la sicología o en
la percepción social hacia el interior de Cuba. No son pocos quienes se
han beneficiado de ella, como mismo duelen los que pagaron su precio con
la vida.
La cara más visible de su maldad, y a veces la más difícil de
descubrirle, es que no fue hecha para salvar a nadie, sino para
completar el ahogamiento de muchos. De lo contrario en vez de esta,
existiría una Ley de Ajuste Internacional, para amparar a los millones
de desesperados y desesperanzados de este mundo, que no en pocas
oportunidades han clamado por algo parecido.
Solo hay que seguir la polvareda de las agencias internacionales y
los medios al servicio de la contrarrevolución para corroborar ese
propósito.
Y el uso del tema migratorio como arma para la desestabilización, no es una exclusividad en el caso de Cuba. El texto Otoño de 1989,
testimonio del último presidente de la Alemania socialista, devela la
prominencia que alcanzó ese recurso, hasta el derribo del famoso Muro de
Berlín, sin ignorar en lo absoluto las verdaderas causas y condiciones
que condujeron a aquel desmerengamiento.
Lo cierto es que mientras en Cuba se avanzó con la actualización de
las normas migratorias hacia la despolitización del tema, o hacia su más
consecuente dimensión política: la humana; permitiendo a los ciudadanos
decidir sin trabas administrativas desfasadas en el tiempo sus
movimientos hacia otros países, en Estados Unidos se ha mantenido la Ley
de Ajuste, engendro legal desestabilizador concebido para estimular el
efecto de olla de presión hacia el interior de la Isla, que ni siquiera
tras los históricos anuncios del 17 de diciembre parece revisarse, a
juzgar por las repetidas declaraciones de altos funcionarios
norteamericanos; aunque ello no haya disipado la expectativa de que
pueda derogarse pronto, lo cual espolea las salidas ilegales
.
Con la Ley de Ajuste —señuelo para promover la emigración ilegal— se
busca el propósito de desacreditar, e incluso hacer implosionar al país,
a la vez que se han creado complejos escenarios de crisis entre Cuba y
Estados Unidos, al punto de que, durante el Gobierno de Bush hijo, se
anunció por los jerarcas militares norteños que otra crisis de esa
naturaleza sería considerada como una agresión a la seguridad nacional
de Estados Unidos.
Lo incongruente es que mientras los Gobiernos de aquella nación
exigían al cubano respetar el derecho a la libertad de viajar, se lo
negaban a sus propios ciudadanos, sometidos a presiones y multas por
visitar a Cuba, a consecuencia del bloqueo económico, comercial y
financiero, sin que ello alcanzara a verse publicado en alguna esquina
de los poderosos medios transnacionales.
La apertura migratoria cubana puso en solfa a los sostenedores de la
Ley de Ajuste, según reconocieron, incluso, recalcitrantes de derecha en
Miami, que al parecer intentan por estos días devolverle su trágico
espíritu, y hasta la capacidad de combustión política o generación de
escenarios de conflicto, no importa que a costa de más muertes,
desgarraduras y sufrimientos, como esas imágenes que por estos días
recorren el Medio Oriente, Europa y el Mediterráneo.
Lo cierto es que con los cambios migratorios, además de despojarnos
de un estigma para mirar al futuro, y dar un paso sustancial para un
país en las circunstancias del nuestro, en el que el tema migratorio
tuvo, históricamente, difíciles connotaciones políticas, se crearon
mejores bases para la normalización de las relaciones con los emigrados,
y de estos con su Patria, algo que es una voluntad reconocida desde que
se iniciaron los llamados encuentros entre la Nación y la Emigración, y
que es evidente requerirá de otros pasos más profundos hacia el futuro
.
En estos días en que el país volvió a denunciar en la ONU las
consecuencias del bloqueo económico, comercial y financiero de los
Estados Unidos contra Cuba, y en que el fantasma de la Ley de Ajuste
alcanza renovada dimensión, habría que decir como en el cuento de
Monterroso: el dinosaurio todavía sigue ahí.
En asunto tan delicado no cabe el panfletismo triunfalista o la ligereza con la que en oportunidades tratamos otros temas.
La apuesta del Gobierno norteamericano por incrementar la presión a
las tensiones del país vaporiza de muchas formas, algunas muy sigilosas y
preocupantes. Una de ellas —que emerge en los debates de estos días— es
la peligrosa confusión de la frontera entre las carencias que se nos
imponen desde fuera, y las que nos agregan las deficiencias e
insensibilidades desde dentro.
El crecimiento de esa neblina podría resultar en la pérdida de
confianza en la capacidad del país para rebasar las consecuencias de la
situación actual, y en consecuencia para darnos una vida más decorosa en
lo material y espiritual.
El triunfo del espíritu derrotista sería el mayor golpe moral y la
peor decepción para las vanguardias cubanas, que tanta sangre derramaron
para fundar una nación soberana frente a Estados Unidos.
Y como ya apunté en JR en otro momento, la insidia y
el pesimismo como arma para desmovilizar el espíritu contestatario de
Cuba no son nuevos, y ni siquiera se estrenan con el bloqueo o con la
Ley de Ajuste en la añeja política de vejación al país por parte de la
ultraderecha norteamericana.
En fecha tan distante como el 21 de marzo de 1889, José Martí, ante
un artículo lesivo a nuestra dignidad en un periódico estadounidense,
advertía la ruindad de humillarnos y apagarnos. En su Vindicación de Cuba el Apóstol advierte que: «Solo con la vida cesará entre nosotros la batalla por la libertad».
Y el dilema martiano de ayer es el de Cuba hoy. Desde entonces había
que deslindar lo bautizado popularmente ahora como «bloqueo interno».
Muchas de las expresiones de lo que el pueblo llama así, fueron
criticadas por Raúl en sus intervenciones de estos últimos años, y ello
sirve para que sus espinas no se entrecrucen con el marabuzal de medidas
con las que Estados Unidos pretendió cerrar siempre el paso a nuestros
sueños. El desbroce esencial de este archipiélago es y será entre el
Imperio y la isla independiente, en justicia, prosperidad y libertad.
Sería un crimen histórico no eliminar las brumas que lo confunden.
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