Símbolos
Por:
Rosa Miriam Elizalde
Parquearon tres impecables Chevrolets de los años 50 frente al Malecón, como atrezo para el discurso del Secretario de Estado.
La Habana de los carros viejos, tan cara a los turistas de la
nostalgia, le tocaría ser símbolo de la reapertura de la Embajada de los
Estados Unidos, un magnífico pase de ilusionista. Incluso, en algún
momento, antes de que comenzara la ceremonia para izar la bandera,
aquellos automóviles se revelaron como los protagonistas del decorado,
recordándonos que la frontera entre un país y su estereotipo es más
frágil que la que separa la realidad de la ficción
.
Realmente no debió extrañarnos la puesta en escena. Si utilizamos la convencional distinción entre poder duro y poder blando
que popularizó Joseph Nye, está claro que el de Obama es el imperio de
lo simbólico, y a diferencia del uso que hacía George W. Bush de la
amenaza militar, la actual administración confía ante todo en la fuerza
de la palabra y de la imagen para conseguir sus objetivos políticos. Una
diferencia que a veces es poco sutil y acorta la distancia entre el
halcón y la paloma, como cuando la Subsecretaria de Estado, Roberta
Jacobson, nos dijo en La Habana,
en conferencia de prensa en la casa del entonces Jefe de la Sección de
Intereses de Washington, que la estrategia de los Estados Unidos hacia
Cuba era la misma de las administraciones anteriores, y que solo había
cambiado la táctica.
Pero volvamos al símbolo. En un artículo del diario The New York Times publicado en 2004,
Ron Suskind relató que, tras objetar la manera en que Bush conducía la
guerra en Iraq y la convertía en un espectáculo de masas, el principal
asesor del Presidente, Karl Rove, contestó: “Ustedes creen que las
decisiones surgen del análisis de la realidad, pero el mundo ya no
funciona así; ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra
propia realidad.” Así fue que el discurso político convirtió a Iraq en
un país pacificado sobre el que reinaba una estabilidad democrática,
envidiada por los países del entorno, a quienes no iba a quedar más
remedio que ayudar también. Más de diez años después, aún no ha
terminado la subasta de símbolos que crean y recrean la incómoda
realidad de aquellos “oscuros rincones” del planeta.
Y por ese camino el símbolo suele tener muy buena prensa, de modo que
el del 14 de agosto en La Habana se filtró en todas las reseñas. En la
ceremonia de la Misión de los Estados Unidos, los carros antiguos
aparecieron debidamente enlazados a la bandera de las barras y las
estrellas que se negaba a volar –hacía un sol implacable y ninguna brisa
en el Malecón este viernes- y a los tres marines que esperaron 54 años
para verla trepar por el mástil. Y a John Kerry, por supuesto. Pero los
carros antiguos, conservados de modo impecable como si hubieran estado
todo este tiempo en un museo o esperando por el retorno de la Embajada
norteamericana, eran la guinda, la metáfora perfecta de la Cuba que se
quedó congelada en el pasado. Una exótica postal del regreso.
Lo que nadie dijo es que la magnífica carrocería de la mayoría de
estos autos clásicos que circulan en toda Cuba, hijos del hierro y el
estaño de la II Guerra Mundial, sobrevivió a un bloqueo que no dejó
pasar ni una arandela –como nada de lo que necesitaron los cubanos para
vivir-. Sin embargo, por dentro están ingeniosamente rehechos con
motores rusos, baterías chinas, frenos polacos, llantas angolanas,
bombillos de cualquier parte y amortiguadores que tienen níquel de la
fábrica “Che Guevara” de Moa. La forma no es inocente respecto al
contenido y este símbolo, para aquellos que habitan la Isla profunda,
parece un chiste. Por no decir otra cosa.
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