Por José
Manzaneda*
Leemos de
nuevo, en varios medios de prensa, que un “pelotero cubano escapa” de su país
para fichar por las Grandes Ligas de béisbol de EEUU (1). Pero ¿cómo es esto
posible, si la nueva política deportiva y migratoria de Cuba permite ahora, a estos deportistas,
jugar como profesionales en cualquier país del mundo? La explicación es simple:
porque el Departamento del Tesoro de EEUU impide que ningún deportista cubano
puede fichar por un club norteamericano si mantiene su residencia en la Isla y
si no demuestra fehacientemente que ha roto toda relación con el Instituto de
Deportes de Cuba (2).
Ya hay
beisboleros cubanos en la liga profesional de Japón (3). Cobran elevadas
cantidades de dinero, y retribuyen además un porcentaje al Estado cubano, que
destina estos fondos al deporte base. Esto es lo que trata de evitar, a toda
costa, el bloqueo de EEUU: que un solo dólar llegue a las escuelas de deporte
de Cuba.
Para
entender mejor este asunto, expliquemos cómo funciona el sistema de
contratación en las Grandes Ligas de béisbol de EEUU. Distingamos tres grupos
de jugadores (4)
.
El primero,
el más numeroso, está compuesto por los residentes en EE.UU, talentos
procedentes, en su mayoría, de los equipos universitarios. Conforman el llamado
“draft”, con un sistema de contratación y de salario claramente reglamentado
por clubs y sindicatos. Solo pasados cuatro años, los jugadores podrán salir
del “draft” y convertirse en “agentes libres”, con capacidad –algunas figuras-
de negociar contratos millonarios.
El segundo
grupo es el de los peloteros latinoamericanos, formados en las academias que
tienen los equipos estadounidenses por toda América Latina. Siendo apenas unos
niños, firman contratos con los clubs que invierten en su formación, lo que
deja atadas sus futuras condiciones económicas en el béisbol profesional de
EE.UU.
El tercer y
último grupo es el de los peloteros cubanos. Se les prohíbe jugar en EEUU si
residen en Cuba y si
mantienen vínculo con el sistema deportivo de la Isla. El
mecanismo hasta jugar en las Grandes Ligas suele ser el siguiente: el jugador
sale de Cuba hacia otro país, que no debe ser ni EE.UU. ni Canadá, ya que allí
estaría obligado a integrarse en el sistema de “draft”, que reduce sus
expectativas económicas. Residiendo en Haití, República Dominicana o México, y
en calidad de “agente libre”, un representante negocia en su nombre con el
cazatalentos o “scout” del equipo interesado. Un ejemplo muy reciente: los
Medias Rojas de Boston han fichado al pelotero cubano Rusney Castillo
por la friolera de 69 millones de dólares (5).
Pero los
grandes diarios siguen tapando todo este juego cínico. Y siguen publicando
noticias de supuestas “fugas”, “huidas” o “escapadas” de jugadores de la Isla,
como si su libertad de contratación y de movimiento estuviera limitada en Cuba,
y no en EE.UU. El pelotero “Héctor Olivera abandonó la isla y su nombre
se suma a una extensa lista de atletas antillanos que han decidido probar
suerte en el béisbol de las Grandes Ligas”, leíamos hace unos días en una nota
reproducida en varios medios (6). Pero ni la menor explicación de qué hay
detrás de todo ello.
Como tampoco
leeremos una línea sobre un problema de aún mayor calado: el negocio redondo
que suponen los deportistas cubanos para el sistema de deporte profesional de
EE.UU., donde los clubs no gastan un centavo en su formación, que corre a
cargo, durante años, del Instituto de Deportes de Cuba (7). Pero mencionar este
asunto sería entrar en un debate, mucho más profundo, sobre la caricatura
mercantilizada en que se ha convertido el deporte profesional. Obra, en gran
parte, de los grandes medios de comunicación cuyo gran negocio es,
precisamente, la venta de espacios publicitarios en el marco del deporte espectáculo.
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