martes, 12 de junio de 2012

Rusia: País del nunca jamás




Por Jorge Gómez Barata

Atacada desde fuera y desde dentro, deformada por líderes que la desviaron, maltratada y traicionada por quienes debieron reformarla y preservarla, en 1991 la Unión Soviética dejó de existir.

 Sobre los 22 millones de kilómetros cuadrados que ocupaba, emergieron 15 estados, uno de ellos, Rusia se proclamó heredera de tierra, bienes y armas, aunque no de la hazaña. A pesar de deponer sus críticas y objeciones, la Rusia de Yeltsin, como tampoco  la de Putin no ha logrado ser aceptada por Estados Unidos.

La Unión Soviética fue eje del más audaz proyecto político conocido, que incluyó una revolución mundial que de haberse producido hubiera enmendado el curso de la historia, cambiado las bases de la cultura, incluso de la condición humana, creando una nueva sociedad y un hombre nuevo. La propuesta que retó a todos los credos y filosofías y confrontó a todas las fuerzas políticas dio lugar a la más grande batalla ideológica y política que se recuerda.

La desmesura del empeño que aludía al poder político y, entre otras cosas suprimía la propiedad, las clases sociales y el Estado, explica la oposición que convirtió al anticomunismo en la más extendida y visceral de las políticas conocidas, dio lugar a la división del mundo

en dos sistemas sociales y a una batalla de ideas que involucró a toda la humanidad. Estados Unidos asumió el liderazgo de occidente convirtiéndose en uno de los dos polos del conflicto Este-Oeste.

Desde los años sesenta, la Unión Soviética adoptó la coexistencia pacífica y la emulación con el capitalismo, política mediante la cual se proponía vencer al capitalismo por medios pacíficos, comenzando por igualar o sobrepasar a los Estados Unidos en importantes renglones de la producción. El logro más celebrado de aquella opción fue el viaje del hombre al cosmos en 1961.

La coexistencia pacífica, vigente hasta el día final, no evitó que fuera arrastrada a la carrera armamentista que acompañó a la Guerra Fría. Mantener la superioridad convencional en Europa y la paridad estratégica con Estados Unidos en misiles, proyectiles atómicos, submarinos, aviones y satélites desangró económicamente a la Unión Soviética, cosa que a la postre influyó en el resultado final. 

Superado el trauma inicial y recobrada de los efectos del saqueo y de la caótica administración de Boris Yeltsin, Rusia, apoyada en la reorganización del país y sobre la base del crecimiento de las exportaciones de materias primas, armas y tecnología espacial, ha logrado remontar la crisis y situarse en condiciones de modernizar y ampliar su arsenal nuclear y sus medios portadores para intentar ser otra vez el disuasivo que un día fue la Unión Soviética.

Favorecida por coyunturas políticas que involucran a terceros y en las cuales la pertenencia al Consejo de Seguridad le confiere capacidad para vetar y paralizar a Estados Unidos, sin motivaciones ideológicas que la distingan y sin estar respaldada por alianzas políticas importantes o por una economía avanzada, Rusia recupera una influencia nominal que recuerda fracciones del protagonismo que un día tuvo la URSS.     

El intenso rearme propuesto por el recién electo presidente Vladimir Putin no  tiene como objetivo confrontar a los Estados Unidos como un día lo hizo la Unión Soviética, sino acceder al primer anillo del poder mundial, escenario al cual Estados Unidos, mientras pueda, le negará la entrada. Creer que los submarinos atómicos y los misiles son la llave que abre esas puertas puede ser una apuesta arriesgada. En los escenarios estratégicos globales, no sólo cuentan las armas. Allá nos vemos.

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