martes, 19 de mayo de 2020

Dos Ríos: En brazos de la patria agradecida



Martí-Dos Ríos. Ilustración: Cubadebate
José Martí tenía apenas quince años cuando se sumó al Grito del Demajagua. Con La Habana azotada por el rencor del Cuerpo de Voluntarios participó en acciones de propaganda clandestina en el periódico manuscrito El Siboney, en el que divulgó su soneto “Diez de Octubre”. El 19 de enero de 1869, en el momento más álgido de la represión, definió en El Diablo Cojuelo la disyuntiva cubana: “O Yara o Madrid”, y el 23 —al día siguiente de los hechos del teatro de Villanueva, donde los voluntarios penetraron con bayoneta calada y abrieron fuego contra los presentes con saldo de siete muertos, entre ellos un niño de 8 años, y 18 heridos— publicó en La Patria Libre su drama en versos “Abdala”, en el que desarrolló el argumento central de su destino: “Por la patria morir, ¡antes que verla / Del bárbaro opresor cobarde esclava!” (Martí, 1975, t. 18: 18).

Alumno eminente en el colegio San Pablo de Rafael María de Mendive —su tutor, discípulo de José de la Luz y Caballero—, calificó de “traidor” a un compañero de escuela inscrito como cadete en el Cuerpo de Voluntarios, y el 4 de marzo de 1870 un Consejo de Guerra lo sancionó a seis años de prisión por el delito de infidencia. Llevaba más de cuatro meses en la Cárcel Nacional al momento de la sentencia. Le cortaron el cabello, le ciñeron a su tobillo derecho un grillete unido a la cadena que aprisionaba su cintura y lo forzaron a picar piedras en las canteras de San Lázaro. Supo tragar el dolor provocado por el roce del hierro en su cuerpo y llevar con dignidad las cadenas que lo igualaron a los mambises levantados en la manigua. El 15 de enero de 1871 lo extraditaron a España.

El hombre

La muerte de Martí en Dos Ríos, por Esteban Valderrama.

Regresó de incógnito a Cuba el 6 de febrero de 1877. Pese al riesgo viajó para auxiliar en el reasentamiento de su familia —entonces en México—, antes de establecerse en Guatemala. Permaneció el tiempo indispensable y el 24 de febrero abordó el City of Havana, de vuelta a Centroamérica. En la tierra del Quetzal empezó como maestro en la Escuela Normalista, dirigida por el bayamés José María Aguirre, amigo de Carlos Manuel de Céspedes y uno de los protagonistas del Grito del Demajagua. Allí también intimó con el poeta José Joaquín Palma, ayudante y primer biógrafo del Padre de la Patria, y autor del Himno Nacional guatemalteco.

El Pacto del Zanjón lo sorprendió en Ciudad Guatemala, en el peor momento: las autoridades habían neutralizado un complot para asesinar al presidente Justo Rufino Barrios y se desató una cacería feroz contra sus adversarios. Barrios decretó medidas dictatoriales. Las ideas republicanas de Martí despertaron un injustificable temor entre una jauría intrigante y sufrió persecución. Perdió la cátedra de Historia de la Filosofía y lo acosaron las deudas. Debía abandonar Guatemala y pensó en Perú. No podía ser: Carmen Zayas-Bazán estaba embarazada y su suegro le exigía regresar a Cuba, donde podría ayudarlos. Les prestaría el dinero para costear el viaje y pagar los compromisos pendientes. ¿Qué destino podría ofrecerle el yerno a su hija y a su nieto sin un sostén? Arrastraba el joven un vacío interior que lo envolvió en aquella controversia familiar, y descargó su aflicción en carta a Manuel Mercado:
…yo decidí irme.—¿A dónde?—A Cuba, me decían mis deberes de familia, mi hijo que me va a nacer, las lágrimas de Carmen, y la perspicacia de su noble padre.—A todas partes menos a Cuba, me decían la lógica histórica de los sucesos, mis aficiones libérrimas, el doloroso placer con que me he habituado a saborear mis amarguras, mi absoluta creencia,—fundada en la naturaleza de los hombres—de que era imposible la extinción de la guerra en Cuba.—Y, sin embargo, la guerra se ha extinguido; la naturaleza ha sido mentira, y una incomprensible traición ha podido más que tanta vejación terrible, que tanta inolvidable injuria!—Transido de dolor, apenas sé lo que me digo.—¿He de decir a V. cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad? […] No a ser mártir pueril;—a trabajar para los míos, y a fortificarme para la lucha voy a Cuba.
[…]
¡Creen que vuelvo a mi patria! Mi patria está en tanta fosa abierta, en tanta gloria acabada, en tanto honor perdido y vendido. Ya yo no tengo patria:—hasta que la conquiste.—Voy a una tierra extraña, donde no me conocen; y donde, desde que me sospechen, me temerán.—[…]—Vd. conoce mi pasión por la justicia, mi ardor contra la infamia, y la violación más nimia del derecho; mi amor de enamorado por la gloria y el brillo de América:—¿cómo podré dar rienda a todos estos sentimientos naturales, en mí tan dominantes y tan vivos? ¿cómo podré vivir con todas estas águilas encerradas en el corazón?— […] (Martí, 2009, t. 5: 311-312).
Sus palabras resultaron proféticas: arribó a La Habana el 31 de julio de 1878 y se sumó al levantamiento que desde Nueva York organizaba Calixto García; el 21 de abril de 1879, en un banquete organizado por el Partido Autonomista en los altos del café El Louvre, declaró que “…los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan” (Martí, 2009, t. 6: 59); el 27, en el Liceo de Guanabacoa, sin importarle la presencia del capitán general Ramón Blanco Erenas, empleó cinco veces el sustantivo patria, en una época en que todos decían Isla o país, y llamó a su generación a asumir responsabilidades con los destinos de Cuba: “Los hijos trabajan para la madre. Para su patria deben trabajar todos los hombres” (Martí, 2009, t. 6: 64). A la salida, Blanco aseveró: “Quiero no recordar lo que he oído y no concebí nunca se dijera delante de mí, representante del gobierno español. Voy a pensar que Martí es un loco. Pero un loco peligroso” (Mañach, 2001: 96). Cinco meses después lo desterró otra vez…

Residió en Madrid menos de cien días. El primer paso hacia el que sería su destino lo dio al burlar la vigilancia y zarpar a Norteamérica, vía Francia, luego de una discusión con Arsenio Martínez Campos, quien intentó apartarlo del independentismo. Llegó a Nueva York el 3 de enero de 1880 y el 9 lo designaron vocal del Comité Revolucionario. Su leyenda empezó a cobrar forma el 24 de enero, en el Steck Hall, donde encomió el heroísmo derrochado en la Guerra Grande, el papel de la emigración y el aporte esencial de negros y mulatos —discriminados por sus compañeros blancos por el color de la piel—, un tema generador de contradicciones destructivas. La revolución tenía que ser democrática, de “…cordura y cólera, razón y hambre, honor y reflexión”. Y terminó con una frase que correría de boca en boca: “¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el mar del Sur al mar del Norte y nacerá una serpiente de un huevo de águila!” (Mañach, 2001: 112-114).

Otro aporte esencial a la teoría revolucionaria fue su concepción de la ética. En él se fundían honestidad, honor, pulcritud moral y sentido del deber, para convertirlo en paradigma. Esa ética, plataforma de su vocación de correr la suerte de “los pobres de la Tierra”, trajo consigo que su prédica política y social se constituyera en apostolado vivo. Y poco a poco adquirió un liderazgo del mayor significado, más allá de distingos generacionales, de clase o condición social.

En su profusa obra aparece el alcance de las transformaciones sociales que se propuso encabezar y el modelo de gobierno para una Cuba revolucionaria; además de su vocación latinoamericanista e integracionista, como contrapeso al emergente imperialismo norteamericano. No hay duda de que sus proyecciones tienen un alcance no superado aún al sur del Río Grande.

Vale la pena detenerse en su más célebre ensayo: “Nuestra América”, punto de partida de todas sus concepciones políticas y morales, publicado el 30 de enero de 1891 para advertir que las potencias capitalistas habían iniciado una nueva repartición del mundo y Estados Unidos estaba en la línea de arrancada. El primer paso del itinerario sería la mayor de las Antillas, y luego caerían sobre el resto del continente. El tema de la independencia cubana adquiría por ello carácter universal. Solo una Cuba emancipada del coloniaje —con una república antimperialista de base social y popular— podía contribuir al “equilibrio del mundo”, al impedir a Estados Unidos extenderse sobre nuestras tierras de América. ¿Qué hacer?: forjar conciencia. “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”, aseguró, antes de esbozar un concepto esencial: “Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados” (Martí, 1975, t. 6: 15). Y claro que se refería a los acorazados botados al agua por los astilleros norteños para conquistar la supremacía de su Armada en el Atlántico y el Pacífico.

No era posible enfrentar la amenaza si la América hispana no construía la unidad desde la diversidad y cerraba el paso al gigante que abarcaba siete leguas entre las botas. “Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes” —advirtió (ibídem: 15). El gigante contaba con aliados tácticos: sietemesinos sin fe en su tierra, “insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre” (ibídem: 16), aquellos que se avergonzaban de sus raíces aborígenes y su sangre mestiza, se sentían inferiores, e incapaces de encontrar fórmulas autóctonas a los problemas nacionales, se debatían entre ideas y formas exportadas por Europa y Estados Unidos. “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”, subrayó (ibídem: 17).

No era una batalla entre civilización y barbarie, como intentó hacer creer Domingo Faustino Sarmientos: se trataba de edificar repúblicas mestizas con justicia social, independencia política y soberanía económica, y unas fuerzas armadas que no se pusieran al servicio de las guerras de rapiña. Dictaduras corroídas por el “lujo venenoso, enemigo de la libertad” (ibídem: 21), habían traicionado a nuestra América y abierto las puertas al extranjero; criaron “en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas” (ídem); desatendieron o desoyeron a los ignorantes que la redimieron; alimentaron “el desdén inicuo e impolítico de los aborígenes” (ibídem: 19) y concentraron las riquezas en las capitales, sin importarles el dolor del campesino desdeñado y el negro preterido —concepciones heredadas de los esquemas monárquicos. Tras la independencia, lo esencial no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu, pero “La colonia continuó viviendo en la república” (ídem). Para colmo, no existían universidad americana ni libros americanos; no se paraba de calcar lo aprendido en Francia o Estados Unidos, conocimientos y espíritu que no brindaban la clave del enigma hispanoamericano. “Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador” (ibídem: 17). Un concepto expresado en estas páginas resulta perentorio para responder a dilemas que afrontamos en el siglo XXI:
El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos (ibídem: 18).

“Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas” (ídem), propuso este hombre de mirada honda y descolonizada, a quien poco preocupaba España, pues la sabía agonizante, incapaz de resistir la embestida que se proponía organizar en Cuba. Otro era el desafío: “El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe” (ibídem: 22). Bolívar lo avizoró. No le hicieron caso y se esfumó su proyecto

integracionista. Nadie recordó su advertencia cuando la mitad del territorio de México se incorporó a la bandera estadounidense. Sesenta años después la urgencia alcanzaba un sentido dramático. Estados Unidos podría encontrarse en “la hora del desenfreno y la ambición […] en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil […]” (ibídem: 21).

El Apóstol

Dos Ríos, por Carlos Enríquez
A Martí no lo detuvieron las piedras amontonadas en su camino por un adversario que gobernó con la fuerza del sable; ni la decepción sobrevenida tras el Pacto del Zanjón, el fracaso de Guerra Chiquita y el fiasco del Plan Gómez-Maceo en 1886, del que tomó distancia debido a su desacuerdo por cuestión de métodos. No lo impresionaron las miras del sector expansionista que amenazaba conquistar la Casa Blanca para lanzarse a la anexión de los pueblos de nuestra América, ni sus partidarios dentro y fuera de la Isla. No lo desalentaron las zancadillas de traidores como el general Julio Sanguily y el coronel Fernando López de Queralta, capaces de vender el Plan de Fernandina organizado para asestar el golpe fulminante contra España, o los afanes del Partido Autonomista convertido al anexionismo ante la debacle peninsular.

En el curso de su vida alcanzó la más elevada estatura espiritual. Como pensador combinó teoría y práctica y sus acciones lo dignificaron. Para enfrentar los obstáculos creó el Partido Revolucionario Cubano (PRC), organización política unitaria encargada de preparar la lucha armada, cuyo programa expresó el anhelo independentista de la mayor parte de los cubanos y la cultura democrática que el Apóstol aspiraba a fomentar entre su heterogénea membresía.

De acuerdo con la concepción martiana, un propósito de mayor trascendencia tenía en su actuación el PRC, que era el de conquistar en la contienda el liderazgo necesario para garantizarles en la paz a los desposeídos y a las bases populares, un espacio de igualdad y justicia social que nadie pudiera arrebatarles: “Para salvar a las islas [Cuba y Puerto Rico] de peligros se funda el Partido

Revolucionario Cubano […] para poner la república sincera en la guerra, de modo que ya en la guerra vaya, e impere naturalmente, por poder incontrastable, después de la guerra […]” (Martí, 1975, t. 1: 388). Sobre esa base depositó en “la masa mestiza” la responsabilidad moral de financiar su guerra de independencia mediante el “Día de la Patria”, al que contribuyeron ricos y pobres, blancos y negros, veteranos y pinos nuevos, hombres y mujeres; y fundó Patria, el órgano de prensa destinado a conducir el combate ideológico.

Logró fundir el alma cubana en torno a los ideales de independencia, y a su llamado el país se levantó el 24 de febrero de 1895. Un mes más tarde, el 25 de marzo, a una semana de partir a la Isla junto a Gómez, redactó en República Dominicana el “Manifiesto de Montecristi” (Martí, 1975, t. 4: 93-101), en el que consagró como principio su tesis de la “guerra sin odios” y convocó a edificar desde la contienda una república justa, democrática y culta, que, asentada en el derecho al trabajo y la igualdad entre todos los hombres, sin distingos sociales ni raciales, pudiera “obtener y gobernar su independencia” (ibídem: 96).

El 11 de abril la expedición arribó en un bote por la pequeña ensenada pedregosa de Playitas de Cajobabo, en Maisí. Se echaron la carga encima —14 fusiles, más de 2 000 tiros, ropas, un saco con queso y galletas— y, a tientas, emprendieron la marcha. Delante, la empinada cuesta de un farallón cuya cima coronaba una sabana árida, escalada con sigilo bajo el aguacero. Cuando se internaron en la sierra, todos quedaron sorprendidos por la entereza de Martí, que subía lomas, cruzaba ríos y dormía a la intemperie con optimismo contagioso. Por su delgadez parecía sucumbir ante la carga: en un hombro, el rifle y una cartera con 100 cápsulas; en el otro, un tubo con los mapas de Cuba; en la cintura, el machete y un revólver plateado con cachas de nácar, regalo de Panchito Gómez Toro; a la espalda, la mochila con medicinas, ropas, libros, una hamaca y la frazada; al pecho, el retrato de María Mantilla: “Martí, al que suponíamos más débil por lo poco acostumbrado a las fatigas de estas marchas, sigue fuerte y sin miedo”, registraría Gómez en su diario (Gómez Báez, 1968 b: 279).
Tras una marcha a pie de trece días continuos por riscos y despeñaderos en las montañas de Baracoa, sin guía ni conocimiento de la zona, el 25 de abril fueron rescatados por el general José Maceo, quien con su tropa cabalgó once horas durante toda la madrugada y la mañana —a través de ríos, cañaverales y pinares—, para salvarlos de una celada que les tendió una columna española de 600 hombres en torno al puente sobre el río Arroyo Hondo, cerca de Guantánamo. José se lanzó del caballo para abrazar a Gómez, antes de cargar a Martí entre los vítores de su tropa: la revolución estaba a salvo. Allí le obsequió al Apóstol un corcel bayo claro de crin rubia, grande y fogoso, de mucho brío, que desde entonces cabalgó.

Hasta el intrincado paraje de los Altos de Santa María, en Songo la Maya, escaló el 2 de mayo un corresponsal estadounidense acreditado en La Habana, George E. Bryson, para entrevistar a Martí. Lo sacó de la hamaca al anochecer y la conversación se extendió por ocho horas. Bryson no tenía frente a sí a un facineroso, a un caudillo con la pretensión de conducir a un pueblo, sino a un poeta, un pensador, un luchador dispuesto a encabezar una revolución social. Y le contó acerca de la actividad anexionista desplegada en La Habana por el Partido Autonomista y sobre una entrevista en la que Martínez Campos le insinuó que España prefería entenderse con Estados Unidos antes que rendirse a los cubanos. Retornó a la capital con un “Manifiesto al pueblo estadounidense” para publicar en el New York Herald.

El domingo 5 de mayo Martí y Gómez al fin se encontraron con Antonio Maceo en el ingenio La Mejorana, a 5 km del poblado Dos Caminos, en San Luis. Por primera vez los tres líderes de la revolución podrían sentarse a discutir los asuntos de la guerra. Era una oportunidad única; sin embargo, el clima estaba viciado por el rechazo del Titán de Bronce a la decisión de entregar a Flor Crombet el mando de la expedición que lo trajo de Costa Rica, ante su insistencia en que los $2 000 disponibles no le alcanzaban. Maceo lo asumió como un acto de deslealtad, pero nada más alejado de la realidad; sencillamente no hubo opción: “…dejemos a Flor Crombet la responsabilidad de atender ahí a la expedición, dentro de los recursos posibles […]. Y él pondrá a las órdenes de Ud. la labor que Ud. me reitera que no puede hacer en su San José, sino por una suma hoy imposible […] y la pondrá hecha en manos de Ud.”, le explicó Martí (Cabrales, 1996: 67), al tiempo que escribía a Benjamín Guerra, tesorero del PRC, y Gonzalo de Quesada: “…pudiendo hacer Flor lo que Maceo no puede hacer, lo entrego a Flor a que lo haga, y lo dé hecho a Maceo” (Franco, 1989, t. II: 91). El Apóstol no escribió una sola palabra que generara confusión respecto a su orden, o lesionara la autoridad del Lugarteniente General del Ejército Mambí.

Convinieron almorzar en el patio de la casa del administrador de la colonia de cañas. Se dispuso una mesa para 18 personas, a la sombra de un framboyán. Gómez y Maceo se apartaron hacia el portal, donde hablaron en voz baja. Minutos después llamaron a Martí. Maceo le dijo sin rodeos que su puesto no era aquel y debía embarcarse cuanto antes al extranjero, pero el Delegado del PRC no aceptó. Estaba decidido a marchar a Camagüey, deponer su mandato y constituir gobierno. Se complicó la conversación y entraron al inmueble.

Martí defendió un gobierno republicano como garante del poder revolucionario. A Maceo ese gobierno le parecía un lujo. Vivió “…en carne propia los desvaríos cometidos por los hombres sin experiencia militar mandando a soldados en una guerra donde hay que morir o triunfar” (Leal, 2009: 185). Pensaba que no podían incurrir “…de nuevo en la tontería de querer darle forma democrática de una república ya constituida”, cuando tenían el enemigo enfrente y no eran dueños del terreno que pisaban. Mientras durara la guerra lo único que necesitaba Cuba eran “…espadas y soldados, o cuando menos, hombres que sepan encauzar la revolución en este sentido para llegar a la redención política de nuestro pueblo”. Solo después creía sensato constituir un gobierno civil, democrático, que manejara el país con moderación y prudencia (Portuondo, 1976: 116). Abogó por una Junta de los generales con mando y una Secretaría General del ejército.

En este esquema no encajaba Martí, cuya capacidad de persuasión podía generar entre la oficialidad mambisa una matriz de opinión contraria a la propuesta, sobre todo entre los más jóvenes y los intelectuales que lo veneraban, y desde su llegada se dirigían a él como Presidente, incluido el general José. Gómez —al que el Apóstol creyó tener convencido sobre su fórmula organizativa— se mantenía callado durante la enojosa discusión: era creciente su respeto y admiración por Martí, a quien sabía el alma de la revolución; pero no podía ignorar que sin el Titán era muy difícil ganar la guerra. Debió de recordar, consternado, las porfías entre Céspedes y Agramonte en los primeros años de la Guerra Grande.

Maceo insistió en que Martí volviera a Estados Unidos y este se negó. Retornaría cuando por una o dos veces oyera fuego enemigo. Su interlocutor le cortaba las palabras, no lo dejaba hablar, “…como si fuese yo la continuación del gobierno leguleyo, y su representante” (Martí, 1975, t. 19: 228). Ya a la mesa, siguieron discutiendo. Un embarazoso silencio servía de fondo a un Maceo exasperado. Con tono quedo, prácticamente inaudible para el resto, Martí reiteró sus puntos de vista. Llegó a sentirse herido, repugnado: “…comprendo que he de sacudir el cargo, con que se me intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar. Mantengo, rudo: el Ejército, libre,—y el país, como país y con toda su dignidad representado” (ibídem: 229). No resistió más y manifestó su “…descontento de semejante indiscreta y forzada conversación, a mesa abierta” (ídem). Alrededor de las 4:00 p.m. Maceo advirtió que no se entenderían y dijo que tenía prisa por partir. Iba a caer la noche y habría de andar seis horas. Cerca estaban sus fuerzas; no los llevó a verlas. Montó en su caballo y dio un rápido adiós. “Por ahí se van Uds.”, fueron sus últimas palabras (ídem).

Entrada la tarde noche, con la escolta sombría y sin los asistentes, que quedaron con el general José, Gómez y Martí siguieron sin rumbo cierto hasta un galpón que hallaron en el camino. Jamás el Apóstol sintió tanta zozobra. Desensillaron los caballos y continuaron hasta otro rancho fangoso, fuera de los campamentos, abierto a ataque. Gómez mandó a buscar comida al campo de José. Y así, como echados y tristes, durmieron “…solos y desamparados, apenas escoltados por 20 hombres bisoños y mal armados” (Gómez Báez, 1968 b: 282).

Al amanecer partieron rumbo a Bayamo; de repente, los interceptó una avanzada que los condujo hasta el campamento del general Antonio, donde el entusiasmo se propagó entre los cerca de 3 000 hombres congregados. Formaron en una ancha calle de árboles para hacer pasar entre ellas a los dos próceres, al sonido marcial de los clarines. Maceo ordenó: “¡A caballo!”, y seguido de su Estado Mayor galopó hasta ellos. La entrevista fue cordial; el recibimiento, indescriptible. Durante el pase de revista, el Titán dio vivas a Gómez y a Martí, mientras el abanderado agitaba al aire la enseña tricolor de la estrella solitaria. El Apóstol habló a la tropa. Sus palabras levantaron las frentes de aquellos campesinos curtidos por el sol, ensancharon los espíritus, levantaron los ánimos. Cuando concluyó solo pensaban en combatir. Y de su última frase brotó un volcán de voces inflamadas que gritaron ¡vivas! a Cuba, a Martí, a Gómez, a Maceo.

A caballo, y a la sombra de unos tamarindos, dos horas después intercambiaron sobre el giro que tomarían las operaciones. Se separaron con un abrazo cálido. Un toque de corneta anunció la despedida. Martí, radiante, sintió que su vida cobraba sentido; las imágenes que desfilaban ante sí superaban en mucho la fantasía. Había conseguido lo que nadie pudo en su época: la unidad política de los sectores que participaban en la contienda. Ello, unido a su cultura y capacidad de seducción, hizo que muchos de los jefes mambises y los combatientes de fila lo concibieran como presidente de la República en Armas. Con Gómez como General en Jefe del Ejército Libertador y Antonio Maceo de Lugarteniente General, podría preservarse el equilibrio entre el poder civil y el militar para potenciar la lucha armada, propósito principal de la fase en que se hallaban y garantía del triunfo de la revolución.

Mucho se hablado —y se habla— de La Mejorana, y de la pérdida de las cinco páginas del diario de campaña de Martí pertenecientes al 6 de mayo. Lo discutido aquel domingo ha aflorado a la luz pública de una forma u otra; solo se desconocen las impresiones íntimas de Martí, quien quizás se detuvo en el inusual proceder de Maceo y la pasiva actitud de Gómez, o en los límites precarios de su autoridad ante el Titán de Bronce, en lo cual probablemente influyera la decisión de entregar el mando de la expedición de Costa Rica a Flor Crombet. Mal augurio para el inicio de una contienda.

No pocos —incluido Enrique Loynaz del Castillo— han responsabilizado a Gómez con la desaparición. Se dice que su ayudante, el alférez Ramón Garriga —a cargo de la custodia del cuaderno manuscrito—, se lo entregó con todas las páginas. ¿Alguien puede certificarlo? ¿No las habrá destruido el propio Martí luego de revistar las tropas? Tuvo tiempo de hacerlo y pudo ponerse de acuerdo con Garriga, a quien lo unían lazos de cariño. Vale recordar que en carta a Carmen Miyares, el 10 de abril de 1895, apuntó: “…un diario suele ser un espía, y una alevosa anotación de las personas en cuya intimidad vivimos...” (Martí, 1975, t. 20: 224). Un hecho es cierto: desaparecieron sus posibles consideraciones sobre desavenencias entre tres hombres por cuyas venas fluía sangre, pero que en su grandeza como revolucionarios siempre pusieron a Cuba por delante. Se habrían puesto de acuerdo, pero el tiempo estaba en su contra…

El héroe

Foto: Irene Pérez/Cubadebate.
El 12 de mayo Gómez y Martí llegaron a Dos Ríos, donde confluyen el Cauto y el Contramaestre. Acamparon en La Jatía, finca abandonada de un español acaudalado en la jurisdicción de Jiguaní. Permanecerían en la zona una semana y el 13 retrocedieron para establecer campamento en los ranchos también abandonados del capitán mambí José Rafael Pacheco, en la margen izquierda del Contramaestre. Esperaban a Bartolomé Masó, que andaba en la búsqueda de Maceo, pues este no quería reconocer su mando en Manzanillo, Bayamo y Holguín.
Martí estaba contrariado, peor aún, desanimado. En los 400 km recorridos a partir del desembarco lo colmaron de afecto, pero el Titán reclamaba su salida, después de La Mejorana Gómez se ofuscaba al oír llamarlo Presidente y desde Camagüey Salvador Cisneros Betancourt le dijo en una nota que su lugar estaba en Nueva York.

Ya observaba entre las filas mambisas las contradicciones que vislumbró durante la fase organizativa de la gesta y meditó acerca de qué decisión tomar. Quería permanecer en la manigua, pues sabía cuánto representaba en la idiosincrasia de los cubanos el ejemplo personal, sobre todo en un ejército que luchaba por convicciones, sin exigir nada a cambio, y nunca se sintió tan útil ni tan feliz… A la vez, temía que su soledad respecto a las principales figuras del levantamiento le impidiera conjurar los peligros que amenazaban la armonía entre los mambises. La confluencia de generaciones, clases sociales y tendencias ideológicas en torno a los fines independentistas requería de un liderazgo lúcido, capaz de forjar la unidad en medio de la guerra. ‟¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento?”, se preguntaba, preocupado (Martí, 1975, t. 19: 240).

El 17 de mayo Gómez salió con 40 jinetes a molestar al convoy de Bayamo, que, según le dijeron, llevaba 500 hombres. Dejó a Martí con doce escoltas. La tranquilidad de esa semana arrojó luz sobre el Apóstol: “…seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”, escribió a Manuel Mercado el sábado 18 (Martí, 1975, t. 4: 169). Respecto a su concepción política de la guerra, reiteró al amigo el sentido esencial de su existencia: “…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (ibídem: 167).

Interrumpió la redacción de la carta al caer la tarde, cuando llegó Masó con 300 jinetes mal montados y los caballos exhaustos. Solícito, guardó la pluma y echó el manuscrito inconcluso en el bolsillo de su saco. Conversaron largo rato, a la tenue luz de una vela. Sobre las 10:00 p.m. Masó se retiró para establecer campamento en Vuelta Grande, unos 5 km más al norte, cruzando el Contramaestre.
Acompañado de la escolta, a las 4:00 a. m. del 19 de mayo Martí partió a reencontrarse con Masó. Gómez llegó a Vuelta Grande cerca de las 10:00 a.m. y se generalizó el entusiasmo; la mayoría de los combatientes eran campesinos que desde niños escuchaban de sus padres las anécdotas sobre las hazañas del Viejo. La tropa formó; sumaban poco más de 300 hombres de caballería, incluidos jefes y oficiales. Gómez habló primero; luego Masó. Martí hizo las conclusiones. Arengó con ardor. Lo enorgullecía que lo acogieran como a un combatiente. Al igual que Céspedes, se lanzaba como jefe civil a conducir a su pueblo en la guerra: ‟Por la causa de Cuba, dejaré que me claven en la cruz”, proclamó, una idea que adelantó antes de partir de Montecristi (Loynaz, 2001: 167). ‟En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”, había escrito en República Dominicana (Martí, 1975, t. 20: 478).

Mientras hablaba cautivó a los jóvenes orientales hasta adueñarse de su atención; nunca habían escuchado palabras tan hermosas ni orador tan elocuente. Erguido sobre su caballo Baconao y con el rostro enrojecido por el sol, parecía que las arterias de su cuello iban a estallar por la tensión de la palabra. La amargura contenida frente al temor de no poder evitar los riesgos de la desorganización, la convicción de que solo una campaña rápida neutralizaría las intenciones de Estados Unidos, la certeza de que la república debía crecer de la mano de un gobierno popular, útil, eficaz y respetable, hicieron brotar su prédica más profunda: ‟La revolución triunfará por la abnegación y el valor de Cuba, por su capacidad de sacrificio y decoro de modo que el sacrificio no parezca inútil, ni el decoro de un solo cubano quede lastimado. La revolución trabaja para la república fraternal del porvenir. Sobre las filas heroicas la bandera de Cuba abatirá al opresor […]”, concluyó (Loynaz, 2001: 167). Y aquella masa de campesinos y veteranos estalló eufórica al grito de ‟¡Viva la independencia!”, ‟¡Viva el Presidente!”.

La impresión deslumbradora que Martí dejó entre los combatientes fue el tema de conversación en el vivac. A las 12:00 m. almorzaron y algunos jefes ya se disponían a desplegar las hamacas para la siesta, cuando un oficial de la tropa de Masó llegó sofocado: se habían escuchado tiros en dirección a Dos Ríos

En efecto, una columna española de 800 hombres guiada por un individuo a quien Gómez envió a Remanganaguas por víveres, se aproximaba al campamento e intercambió disparos con una exploración. Se detuvieron para hacer rancho en la margen izquierda del Contramaestre. Los separaban unos 3 km. Por el frente, las fuerzas enemigas tenían a su favor un estrecho callejón de cerca de alambre púa y terreno poco accesible para la caballería; en su izquierda, el río, con profundos barrancos; por su derecha y retaguardia, inmensos bosques seculares.

Frente a tamaño desafío Gómez se propuso otro Palo Seco. ¿Se lo permitiría la bisoña tropa? Gritó en un arranque: “¡A caballo!”, y le ordenó a Masó seguirlo con su gente. Los cornetas llamaron a formación y un instante después, al toque enardecedor de “a degüello”, salieron a la carrera en dos largas hileras, desbocados, al encuentro del adversario que pretendió darles caza.

La crecida del Contramaestre, el fango del suelo sobresaturado por las lluvias de mayo y la marcha por un terreno enmarañado terminaron por desordenar a una tropa que, en su mayoría, se enfrentaba por primera vez a la guerra. Muchos solo tenían un machete o un revólver; algunos, nada. Apenas consiguieron cruzar el río cerca de 150 hombres. En ese instante, el Generalísimo espetó imperioso al Apóstol: ‟Este no es su lugar, Martí”. El propio Gómez, Maceo e incluso en Estados Unidos, antes de zarpar rumbo a Cuba, le habían repetido demasiadas veces lo mismo; pero ¿cómo retroceder apocado delante de los hombres a quienes dos horas antes se dirigió con tanta pasión?

Con Gómez y Martí a la cabeza los mambises cargaron sobre la tropa que cerraba el callejón cercado. La machetearon y siguieron adelante hasta situarse a tiro de pistola de la infantería que había tomado posiciones ventajosas detrás de los árboles. Pasada la 1:00 p. m., una avanzada del 2.0 batallón peninsular, tendida entre un dagame seco —árbol de entre 15 y 20 m de altura— y un fustete —arbusto ramoso y copudo— de porte imponente, observaba a Martí moviéndose de un lado a otro en su llamativo corcel bayo, con sombrero de castor y saco negro, arengando a las fuerzas libertadoras.

El estruendoso martilleo de los fusiles era ensordecedor: en 90 minutos los españoles dispararon 10 075 cartuchos de fusiles; de estos, más de 7 000 en la vanguardia. Atrapadas entre la tupida arboleda, compactas nubes de humo blanco —provocadas por las descargas de Remington que empleaban pólvora negra— dificultaban la visibilidad. El desdén por la muerte y su determinación de combatir hacían de Martí un ser temerario. Y en la primera oportunidad, con un golpe de bridas salió al encuentro de su destino. Por fin peleaba…

Al calor del combate fue a estrellarse sobre la posición española y el impacto de tres proyectiles lo derribó junto a su caballo. El alférez Ángel de la Guardia, ayudante de Masó que lo acompañaba, aprovechó una breve pausa de la balacera y se retiró en busca de ayuda. Anunció que Martí había sido herido y, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo recogerlo. En un impulso desesperado Gómez se lanzó a intentar recobrar el cuerpo y una barrera de proyectiles desde otra línea española apostada en la barranca del Contramaestre, le impidió acercarse. Lo paralizó una cruel encrucijada: atravesar el fuego cruzado camino a la muerte o resignarse a dejar el cuerpo del símbolo de la revolución en terreno enemigo. Nunca más vería al amigo.

Tirado en el suelo hasta el fin del combate, Martí se desangró; luego lo recogieron los españoles. Fue el único combatiente cubano que cayó en aquella jornada. La esposa de José Rosalío Pacheco, bella andaluza que en medio del tiroteo se metió con los dos hijos debajo de la cama, al salir de su refugio lo vio envuelto en una hamaca, en cuyo fondo había un manchón de sangre. No alcanzó a mirarle el rostro, mas por el vocerío supo de quién se trataba.

Las fuerzas cubanas se retiraron presas de la desesperación. Había muerto un hombre que se adoraba al conocerlo. En la noche no fue preciso tocar silencio.

La prematura caída de José Martí tornaría largo y doloroso el camino de la unidad nacional. Con él moría también, quizás, el único líder capaz de aglutinar a la vanguardia intelectual y a la vanguardia política en torno a los intereses de las masas de campesinos y trabajadores explotados del país. En una nación de analfabetos, el brillante pensador que brotó del seno de un humilde hogar habanero alcanzó estatura de conductor de pueblos. Era esa la razón del odio de la élite autonomista hacia su figura. Uno de sus personeros, al que José Miró Argenter no quiso identificar en sus Crónicas de la guerra, “…dijo que Martí había muerto «como quien era: ¡como un payaso!»” (Miró, 1970, t. I: 65).

Gómez, abrumado, no podía creer lo ocurrido: “¡Qué guerra esta! […] al lado de un instante de ligero placer, aparece otro de amarguísimo dolor. Ya nos falta el mejor de los compañeros y el alma, podemos decir, del levantamiento”, registró esa noche en su diario (Gómez, 1968 a: 285).
La muerte de Martí.
Bibliografía
FRANCO, JOSÉ LUCIANO (1989): Antonio Maceo: apuntes para una historia de su vida, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
GÓMEZ BÁEZ, MÁXIMO (1968 a): Diario de campaña (1868-1899), Instituto Cubano del Libro, La Habana.
_________________ (1968 b): “Carta al presidente del Club Revolucionario Obreros de la Independencia”, en Casa de las Américas, no. 50, La Habana.
LEAL SPENGLER, EUSEBIO (2009): Legado y memoria, Ediciones Boloña, La Habana.
LOYNAZ DEL CASTILLO, ENRIQUE (2001): Memorias de la guerra, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
MAÑACH, JORGE (2001): Martí el Apóstol, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
MARTÍ, JOSÉ: Obras completas (1975): Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
_______________ (2009): Obras completas (Edición crítica), Centro de Estudios Martianos, La Habana.
MASÓ PARRA, JUAN (1970): “Carta al capitán Juan Maspons Franco, secretario privado de Antonio Maceo”, Anuario de Estudios Martianos, no. 2, Consejo Nacional de Cultura, La Habana.
MIRÓ ARGENTER, JOSÉ (1970): Crónicas de la guerra, Instituto del Libro, La Habana, t. 1.
PORTUONDO VALDOR, JOSÉ ANTONIO (1976): El pensamiento vivo de Maceo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.

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