Desde que se acuñó para nombrar una forma de funcionamiento social en la Grecia culta y fértil, pero esclavista, el término democracia —etimológicamente, poder del pueblo—
ha venido cargando con realidades y embustes, logros y manquedades, en
proporciones varias. Así y todo, constituye un desiderátum de la mayor
importancia para la humanidad. Pero causa espanto el atolladero a que ha
llegado su uso en las versiones privilegiadas en el mundo por los
medios imperantes, instrumentos de los poderosos.
En medio de una realidad en que los intereses imperiales fomentan
guerras, genocidios, actos terribles como los sufridos por las masas de
emigrantes echados de sus tierras por los conflictos bélicos y la
pobreza que estos agravan, cuando en muchas partes asoman las garras del
fascismo, sobran ejemplos para ilustrar la falsedad de quienes medran
falseando y haciendo fracasar la democracia. Dos casos palmarios son el
de los Estados Unidos, autopromovido e incluso aceptado por muchos como
supuesto paradigma de la democracia, y el de España, en pose de imitar
el modelo estadounidense.
El primero de ellos sobresale como tutor mandón, OTAN mediante; el
segundo, como engendro patético, como zarzuela mala. Ambos ignoran los
derechos de los pueblos, incluidos los suyos, y en el europeo las
fuerzas dominantes —o vicedominantes, porque se supeditan a las del
Norte— imitan a la potencia que hoy las coyundea y en 1898 humilló a sus
predecesoras. Para colmo, se ha implantado como supuesto recurso para
garantizar la estabilidad —preparado por el cabecilla fascista que sumió
al país en sangre y luto y urdió la transacción “democrática”— nada menos que una monarquía, forma de gobierno caduca raigalmente incompatible con la democracia verdadera.
Allí alternan en la casa de gobierno el partido cuya cúpula ha traicionado los rótulos socialista y obrero de su nombre, y el que, también usurpando una denominación que no le pertenece, popular,
encarna la continuidad del llamado Bando Nacional, el que llevó al
poder al caudillo asesino. Tal es el partido que recientemente ha
logrado seguir habitando La Moncloa, tras episodios comparables en la
imaginación cubana como un San Nicolás del Peladero carente de gracia,
trágico.
En los Estados Unidos la más reciente campaña por el voto
presidencial mostró una vez más, reforzada incluso, la realidad descrita
por José Martí al hablar de política y elecciones en esa nación: “no se
ha peleado a lo púgil, sino a lo serpiente”. En la pugna se enfrentaron
otra vez los representantes del partido demócrata y el republicano,
nombres tan intercambiables en esencia como las organizaciones políticas
designadas con ellos.
En la continuidad del secular modo de hociquear en la contienda por
ocupar la Casa Blanca se enfrentaron, de un lado, una intervencionista
que envuelve en porte elegante su alma asesina y, del otro, un ser que,
con su burda catadura neroniana, encarna la decadencia, peligrosa y en
marcha, del imperio. Su desempeño, si no lo liquidan por el camino,
llegará —al igual que llegaría el de su adversaria si ella hubiera
ganado— hasta donde se lo permitan los dueños del negocio terrible que
él representará como presidente.
Modelos tales encarnan miseria moral para los pueblos del mundo en
cualquier época, y máxime cuando las reglas impuestas se emplean en
función de estratagemas neoliberales como las que han primado en el
Brasil de un turbio golpe de estado parlamentario. También en Argentina,
donde la derecha capitalizó recursos en los cuales se incluyó una falaz
maquinaria propagandística.
Así las fuerzas de la reacción consiguieron que el pueblo apareciera
como protagonista de un hecho costoso para la inmensa mayoría: ponerse
la soga en su pescuezo con la elección de un presidente que obedece al
imperio y a la oligarquía intestina, de la que forma parte. Como la
maniobra perpetrada en Brasil, la de Argentina corrobora cuán
antidemocrática puede ser, capitalismo por medio, la llamada democracia.
Esos triunfos de la derecha —tras los cuales es fácil adivinar o ver
el empuje de fuerzas que en el Norte son capaces de alternar, cuando les
conviene, la zanahoria que manipulan y el garrote que las caracteriza—
la han envalentonado todavía más en el afán de derrocar gobiernos que no
le hacen el juego al imperio ni, por tanto, a ella. Ocurre en la
Bolivia del Movimiento al Socialismo y en el Ecuador de la Revolución
Ciudadana y, señaladamente, en la Venezuela del proyecto bolivariano.
Los dirigentes revolucionarios en ese país, ahora con Nicolás Maduro
al frente y también apoyados por la mayoría de la población, han
conseguido contener, con un denuedo que asombra y conmueve, la ofensiva
contrarrevolucionaria y criminal apoyada por el imperio. Es una ofensiva
comparable al menos con la que en Chile frustró por la fuerza el
experimento pacífico del gobierno de la Unidad Popular, encabezado por
Salvador Allende.
Hasta ahora la diferencia entre ambas realidades la va marcando el
hecho de que en Venezuela no ha prosperado un golpe militar como el
representado por Augusto Pinochet en Chile. Pero los intentos de acabar
con el afán bolivariano se comprobaron fehacientemente incluso en vida
de Hugo Chávez, contra quien se orquestó un golpe respaldado por fuerzas
foráneas. En ellas descolló el Partido Popular español y, sobre todo,
el imperio al que esa organización política sirve, como sirven los
cabecillas de la contrarrevolución que actúa dentro de Venezuela
.
Agredida, bloqueada, calumniada, asediada por ese mismo imperio, que
viola los derechos humanos y la legalidad internacional, Cuba se ha
mantenido firme, gracias a una Revolución a la que el pueblo le ha dado
un apoyo ampliamente mayoritario, y no por casualidad ni como fruto de
un supuesto milagro. Esa Revolución llegó al poder tras una lucha armada
que le permitió desmantelar la maquinaria gubernamental impuesta por
una burguesía que calculó mal al irse para los Estados Unidos,
suponiendo que pronto volvería para recuperar su posición. El pueblo,
por su parte, vio en la obra revolucionaria un rumbo verdaderamente
democrático.
El 16 de abril de 1961, en el entierro de los mártires de los
bombardeos con que en la víspera la CIA intentó destruir parte
importante de las fuerzas con que Cuba podría defenderse contra la
invasión desatada el 17, el líder Fidel Castro Ruz declaró que la Cubana
era ciertamente una Revolución de los humildes, con los humildes y para
los humildes: es decir, encarnaba en los hechos el poder del pueblo,
esencia de la democracia.
Desde el alba de 1959 el pueblo cubano tenía evidencias de que se
estaba cumpliendo el Programa del Moncada. Lo mostraba cuanto se hacía
en el terreno de la educación y la salud, en el laboral y en el de la
dignidad basada en la conquista de la soberanía que el imperio le había
arrebatado al país en 1898, con la oportunista intervención que impidió
que Cuba alcanzara la victoria que merecía contra el colonialismo
español.
Para defender a su patria contra la invasión mercenaria, preparada y
financiada por la CIA, y que fue aplastada en menos de setenta y dos
horas, lucharon en Playa Girón soldados y milicianos —pueblo uniformado—
que sabían necesario salvar y cuidar logros como la Campaña de
Alfabetización en marcha, gracias a la cual el año 1961 finalizó con la
proclamación de Cuba como país libre de analfabetismo. Ese fue el
bautizo grandioso de una obra educacional en ascenso, que prepararía al
pueblo para defender sus derechos contra todas las fuerzas que quisieran
arrebatárselos.
Hace unos años, en medio de las calumnias contra Cuba, profesionales
de diferentes países dialogaban en un debate, y uno de ellos —digamos
que equivocado, víctima de la campaña mediática que la nación caribeña
ha tenido que enfrentar sin descanso durante más de medio siglo— tildó
de dictatorial al gobierno cubano. Entonces una colega española,
haciendo acopio de claridad y de fina ironía, le respondió: “Pues se le
debe impartir un curso al gobierno de Cuba para que aprenda a ser una
dictadura, porque mal va el dictador que lo primero que hace es buscar y
conseguir que su pueblo se instruya”.
La obra de educación, cultura y ciencia desarrollada por la
Revolución Cubana con un denuedo superior a sus recursos materiales, no
solamente le ha dado al país una fuerza laboral altamente capacitada.
También lo ha dotado de un ejército —el pueblo— preparado para enfrentar
con armas y pensamiento, en trincheras de piedra y de ideas, las
campañas enemigas, y para hacerlo con la claridad de quien sabe dónde
está lo que debe defender. Una Revolución que rinde culto filial a José
Martí sabe, como dijo él, que “ser culto es el único modo de ser libre”.
Algunos habrán creído, o posado como que lo creían, y hasta intentado
propalarlo como cierto, que la fuerza de esa Revolución había
desaparecido o se difuminaba en medio de carencias internas provocadas
por un criminal bloqueo que perdura. Pero no les habrá quedado más
remedio que ver la reacción de la inmensa mayoría de este pueblo ante la
muerte de su Comandante, las claras, resueltas expresiones de la
voluntad de mantener vivo su legado y continuar una obra revolucionaria
irreductible a los designios del mercado y al sometimiento en que los
imperialistas quisieran y en vano han intentado sumir a Cuba. Habrán
podido ver también la solidaridad de los pueblos del mundo con ella.
Tanto como la Revolución Cubana tiene el derecho y el deber de
defenderse, y hacerlo con la mayor lucidez posible, asume igualmente la
misión de salvar la cultura de la nación, que en ella tiene —así la
definió el Comandante— su mayor escudo. Esa cultura no se agota en la
riqueza artística y literaria cosechada: abarca un patrimonio más
amplio, en el que están inscritos los valores éticos que han sido y han
de seguir siendo el pilar de la obra revolucionaria y del acervo
cultural de la nación en su conjunto.
No es fortuito, sino orgánico, el llamamiento de la propia dirección
de la Revolución al pueblo para que fortalezca su participación activa y
consciente en el ejercicio de la democracia. Sin él, la Revolución
sería un logro bamboleante, fácilmente derribable con sacudidas mucho
menores que las propulsadas contra ella por las fuerzas imperiales. De
ahí la necesidad de fortalecer el funcionamiento democrático,
participativo, con que el pueblo la lleva a cabo, y no contentarse con
saber que ante la grandeza y la índole popular de su obra deberían al
menos guardar silencio, si tuvieran pudor, los voceros de la falaz
democracia burguesa que intentan desacreditarla.
Los lemas “¡Yo soy Fidel” y “¡Somos Fidel!” expresan apoyo, voluntad
de participación en el cuidado cotidiano de las conquistas y los
requerimientos de la Revolución. Significan que, lejos de menguar, esa
voluntad crece ante la ausencia física del dirigente en quien el pueblo
intuía que podía delegar en gran medida, con plena confianza, la
responsabilidad de mantener bien orientada la Revolución. A partir de
ahora no debe quedar resquicio al que no llegue el sentido colectivo, a
fondo, de la democracia plena que se necesita para que el legado
revolucionario perdure en marcha hacia un futuro que debe y merece ser
victorioso.
No se sirve en Cuba, ni se ha de servir, a rejuegos para que accedan
al poder millonarios o aspirantes a millonarios que representan a los
opresores y ellos mismos lo son. La cultura revolucionaria de la nación
garantiza que aquí no haya magnates que encuentren espaldas de pobres
sobre las cuales sentarse. Eso, cualesquiera que sean los ropajes con
que el opresivo sistema se vista, ocurre diariamente en los países que,
dominados por el capitalismo, presiden a escala planetaria la violación
de los derechos humanos.
Esa realidad es medularmente ajena a un pueblo como el de Cuba,
preparado para saber cuáles son sus derechos, y defenderlos. Se trata de
un pueblo instruido, formado —como debe serlo crecientemente— en el
conocimiento de su historia, y de la historia de sometimiento en que lo
quisieran hundir otra vez y para siempre los mismos que lo sumieron en
ella desde 1898 hasta el 1 de enero de 1959, y ahora lo invitan a
olvidarla
.
No olvidará su historia la Revolución que ha abierto caminos necesarios para que ciertamente democracia signifique democracia, no campañas de serpientes al servicio de la opresión nacional e internacional.
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