Cuando a Ian Crozier le dieron el alta del Hospital
Universitario Emory (Atlanta, EE UU) en octubre tras una larga y brutal
lucha contra el ébola que casi acabó con su vida, su equipo médico
pensaba que ya estaba curado. Pero menos de dos meses después, volvía al
hospital con problemas de visión, un dolor intenso y una creciente
sensación de presión en el ojo izquierdo.
Los resultados de las pruebas fueron estremecedores: el interior del ojo de Crozier estaba repleto de virus del ébola.
Los médicos estaban atónitos. Se habían planteado la posibilidad de
que el virus hubiese invadido el ojo, pero la verdad es que no esperaban
encontrarlo ahí. Habían pasado meses desde que Crozier cayó enfermo
mientras trabajaba en una sala de tratamiento del ébola en Sierra Leona,
como voluntario de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Cuando
salió del Emory, en su sangre no había virus del ébola. Aunque el
virus puede permanecer en el semen durante meses, se pensaba que el
resto de los líquidos corporales estarían limpios una vez recuperado el
paciente. Pero no se sabía nada de la capacidad del virus para seguir
agazapado en el interior del ojo. A pesar de la infección ocular, las
lágrimas y la superficie del ojo de Crozier no tenían virus, así que no
suponía ningún riesgo para nadie que hubiese tenido un contacto
ocasional con él.
Consecuencias de la enfermedad
Más de un año después de declararse la epidemia en África Occidental,
los médicos siguen haciendo descubrimientos sobre el curso de la
enfermedad y sus efectos a largo plazo para los supervivientes. La
información sobre las repercusiones del ébola era escasa, ya que
los brotes anteriores fueron pequeños: no más de unos cuantos centenares
de casos, a menudo con una mortalidad del 50 al 80%. Pero ahora, con al
menos 10 000 supervivientes en Guinea, Liberia y Sierra Leona, empiezan
a verse ciertos patrones.
Crozier, de 44 años, se califica a sí mismo, con pesar, de ejemplo
perfecto del “síndrome post-ébola”: además del problema ocular, ha padecido dolores articulares y musculares que lo han debilitado, un intenso cansancio y pérdida de audición.
En África Occidental, se ha informado de problemas similares, pero no
está claro lo frecuentes, graves o persistentes que son. Se ha hablado
de supervivientes que se han quedado completamente ciegos o sordos, pero
estos casos son anecdóticos y no se han confirmado.
Los médicos señalan que los problemas oculares, dado que ponen en
peligro la visión, son el aspecto más preocupante del síndrome y el que
requiere atención más urgente. El problema de Crozier, la uveítis—una
peligrosa inflamación del interior del ojo— también lo han sufrido habitantes de África Occidental que han sobrevivido al ébola.
Cuando la epidemia estaba en su apogeo, los profesionales sanitarios
estaban demasiado ocupados con los enfermos para preocuparse demasiado
por los supervivientes. Pero a medida que la enfermedad remite, la OMS
ha empezado a recopilar información para ayudar a quienes no se han
recuperado del todo, según explica Daniel Bausch, asesor de la OMS y
especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad Tulane. Añade
que los casos de problemas oculares son especialmente preocupantes.
En el Hospital ELWA de Monrovia, Liberia, dirigido por el grupo
misionero SIM, John Fankhauser, el director médico, explica que el dolor
crónico, las cefaleas y los problemas oculares son los problemas
físicos más habituales entre los centenares de personas que acuden a una
clínica especial para supervivientes del ébola. Algunas sufren dolores
tan intensos que les resulta difícil caminar, añade. Alrededor del 40 %
presenta dolor ocular, inflamación, visión borrosa y puntos ciegos en el
campo visual. Algunos tienen uveítis.
“Estamos viendo síntomas en pacientes que llevan hasta nueve meses
fuera de la unidad de tratamiento”, dice Fankhauser. “Los problemas
siguen siendo muy graves y afectan a la vida cotidiana”. Estos pacientes
necesitarán atención médica durante meses y puede que años, predice.
Fankhauser dice que espera que los especialistas en oftalmología,
reumatología y rehabilitación visiten el lugar. “Si ven al número
suficiente de pacientes, pueden ayudarnos con los patrones que observen y
esto puede servirnos para elegir algunos de los tratamientos que
aplicaremos en el futuro, incluso después de que el equipo de
especialistas se haya marchado”, añade.
En Sierra Leona, el panorama es muy similar, según John S.
Schieffelin, médico de la Facultad de Medicina de la Universidad Tulane
que ha trabajado allí como voluntario. Afirma que hay un grupo de
supervivientes consolidado y bien organizado que se reúne regularmente
en Kenema.
“Los principales problemas de los que me hablan son los dolores en
las articulaciones y el resto del cuerpo, las cefaleas crónicas y las
mujeres que han dejado de tener la menstruación, en algunos casos
durante varios meses”, dice Schieffelin. “Hay bastantes problemas de
visión”. Y añade: “He visto a un antiguo paciente que parece haberse
quedado sordo”. La pérdida de audición podría deberse a la inflamación
cerebral o a una presión arterial muy baja durante un periodo
prolongado, en ambos casos como consecuencia del ébola, explica
Schieffelin.
Resultados alarmantes
Cuando empezaron los problemas oculares de Crozier, él y el equipo
del Emory sospechaban que el ébola había debilitado su sistema
inmunitario y lo había vuelto vulnerable a otros virus que habrían
invadido el ojo, un problema que tal vez podría tratarse con algún
antivírico. De modo que Steven Yeh, oftalmólogo, introdujo una aguja
finísima en el ojo de Crozier, extrajo unas cuantas gotas de líquido de
la cámara interior y las envió al laboratorio. Cuando llegaron los
resultados, se quedaron impresionados
.
Para Crozier fue tremendamente inquietante enterarse de que seguía
infectado por algo que parecía extraño y malévolo. “Me tomé como algo
casi personal el hecho de que el virus pudiera estar dentro de mi ojo
sin yo saberlo”, relata. Se conocían casos de uveítis en algunos
supervivientes del ébola de brotes anteriores y en el ojo del uno de los
pacientes se había encontrado un virus, el de Marburg, emparentado con
el del Ébola. Pero esos casos parecían poco frecuentes. The New England Journal of Medicine publicaba la pasada semana un artículo sobre el problema ocular de Crozier.
El interior del ojo está protegido en su mayor parte del
sistema inmunitario para evitar posibles inflamaciones que afecten a la
visión. No se sabe a ciencia cierta cómo son estas barreras, pero
comprenden vasos sanguíneos diminutos repletos de células que impiden el
paso de algunas células y moléculas, y unas propiedades biológicas
únicas que inhiben el sistema inmunitario. Sin embargo, esta protección,
denominada privilegio inmunitario, puede en ocasiones convertir el
interior del ojo en un santuario para los virus, ya que ahí pueden
replicarse a sus anchas. Los testículos también gozan de ese privilegio
inmunitario, razón por la que el virus del ébola puede sobrevivir en el
semen durante meses.
El hallazgo del virus del ébola dentro del ojo de Crozier desconcertó
a los médicos. Yeh llevaba bata, guantes y máscara protectores cuando
le extrajo el líquido, pero no se había puesto gafas. Los médicos llevan
un equipo de protección mejor cuando tratan a pacientes que se sabe que
tienen el ébola.
Yeh no podía descartar la posibilidad de haberse contagiado, de modo
que estuvo durmiendo en la habitación de invitados de su casa y no tocó a
su hijo pequeño durante tres semanas, el periodo de incubación de la
enfermedad.
También estaban preocupados por la sala de reconocimiento en la que
Yeh había tomado la muestra. En cuanto recibieron los resultados, él y
otros compañeros del Emory volvieron corriendo a la sala, comprobaron
que nadie más la hubiese usado y desinfectaron todas las superficies.
Otras pruebas adicionales pusieron de manifiesto que en las lágrimas y la superficie exterior del ojo de Crozier no había virus del ébola,
por lo que no representaba un peligro para otras personas. Pero su caso
hace pensar que los médicos que practican intervenciones quirúrgicas
oculares a los supervivientes del ébola podrían estar en peligro. No se
sabe cuánto tiempo puede permanecer el virus dentro del ojo.
La gran pregunta era si los médicos podrían salvarle la vista a
Crozier. Les preocupaban los dos ojos, porque los problemas de uno
pueden extenderse a veces al otro. Pero no hay ningún antivírico que se
haya comprobado que funciona contra el virus del ébola y, aunque lo
hubiese, no había precedentes para el tratamiento de un ojo repleto de
virus. Además, la fuerte inflamación indicaba que las barreras que
normalmente protegen el ojo del sistema inmunitario se habían visto
superadas. Por tanto, ¿qué estaba dañando el ojo de Crozier? ¿El virus,
la inflamación o ambos? No podían saberlo con certeza.
La inflamación se suele tratar con esteroides. Pero pueden hacer que
una infección se agrave. “¿Y si provocaban una nueva infección?”,
recuerda Crozier. “Estábamos en la cuerda floja”. Los médicos pensaron
que, tal vez, un antivírico experimental podría funcionar.
Semanas de temor
Aunque Crozier era el paciente, también formaba parte de su propio
equipo médico, y el hecho de centrarse en los detalles científicos le
ayudó a contrarrestar el creciente temor a quedarse ciego.
Mientras él y sus médicos se esforzaban por encontrar un
equilibrio entre tratar la inflamación y combatir la infección, su vista
seguía deteriorándose. Probaron con dosis altas de prednisona,
un esteroide. El medicamento le provocó cambios de humor como los de un
adolescente, un apetito voraz, aumento de peso, aumento de la presión
arterial e insomnio. Y la visión seguía empeorando. Era como mirar a
través de unas zarzas, relata. Llegó un momento en el que solamente
podía ver el movimiento cuando Yeh meneaba los dedos.
También sufrió una pérdida de audición considerable
en el mismo lado. “Toda la vida del lado izquierdo desaparecía”, dice.
“Fue una época muy sombría y deprimente”. Se pasó las Navidades en el
hospital con su hermano menor, Mark, que había permanecido
constantemente a su lado durante la enfermedad y la recuperación. La
presión intraocular, que había estado peligrosamente alta, empezó a
bajar… demasiado. El ojo se volvió blando al tacto, como si se estuviera
convirtiendo en papilla. “Tenía la sensación de tener el ojo muerto”,
recuerda Crozier.
La mayor sorpresa llegó una mañana, aproximadamente 10 días después
de que empezasen a aparecer los síntomas, cuando echó un vistazo al
espejo y vio que el ojo había cambiado de color. El iris, que
normalmente era de un azul brillante, se había vuelto completamente
verde. Curiosamente, hay algunas infecciones víricas que pueden provocar
esos cambios de color, normalmente de forma permanente. “Era como una
agresión”, relata. “Era algo muy personal”.
A medida que pasaban los días sin que hubiera indicios de mejoría,
Crozier y el equipo del Emory empezaron a pensar que tenía poco que
perder. Jay Varkey, un especialista en enfermedades infecciosas que
había estado al cargo de gran parte del tratamiento de Crozier,
consiguió que la Administración de Alimentos y Medicamentos
estadounidense le diese permiso, excepcionalmente, para usar un
antivírico experimental en forma de pastilla. (Los médicos no han
querido decir su nombre, ya que prefieren reservar esa información para
una futura publicación en una revista médica). Ni siquiera estaban
seguros de que el fármaco lograse llegar hasta el ojo de Crozier.
Para reforzar el tratamiento antiinflamatorio, Yeh también le puso a
Crozier una inyección de esteroides sobre el globo ocular, que liberaría
poco a poco el fármaco dentro del ojo.
El fin de la oscuridad
Al principio, parecía que no se había producido ningún efecto. Pero
una mañana, aproximadamente una semana después, Crozier se dio cuenta de
que si giraba la cabeza hacia uno y otro lado, podía encontrar
“espacios” y “agujeros” entre las obstrucciones del ojo y era capaz de
ver a su hermano Mark, sentado a los pies de su cama.ntes, recuperó la visión.
Sorprendentemente, el ojo se volvió azul otra vez. Hay un vídeo en el
que se le ve, emocionado, leyendo en voz alta las letras de un panel y
avanzando hasta los tamaños de letra más pequeños, mientras su hermano y
los médicos lo observan riéndose. ¿Fue el antivírico? No está seguro,
pero cree que sí.
“Yo pienso que la cura fue el propio sistema inmunitario de Ian”,
dice Varkey, y explica que sospecha que los tratamientos mitigaron los
síntomas de Crozier y sirvieron para conservarle la vista el tiempo
suficiente para que el sistema inmunitario acabase con el virus (del
mismo modo que el tratamiento de apoyo durante la peor fase de la
enfermedad lo había mantenido vivo hasta que sus defensas naturales
pudieron controlar la situación).
Crozier cree que la información de su caso podría ayudar a prevenirla
ceguera en supervivientes del ébola de África Occidental. El 9 de
abril, viajó a Liberia con Yeh y algunos otros médicos del Emory para
ver a pacientes que se habían recuperado del ébola y examinarles los
ojos. “Tal vez podamos cambiar el curso natural de la enfermedad en los
supervivientes”, dice Crozier. “Quiero empezar a trabajar en ello”.
(Tomado de El País)
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