Se ha calificado como la revolución de Martí en virtud de su decisiva labor como preparador de la contienda
Nunca sabremos la cantidad exacta de los alzados por Cuba Libre el
24 de febrero de 1895. Lo cierto es que fueron muchos los lugares en
algunos de los cuales se lograron reunir varios cientos, como en Baire y
en Bayate en la antigua provincia de Oriente.
Si las autoridades colonialistas quedaron sorprendidas, a pesar de
que evidentemente disponían de elementos para sospechar que andaba en
marcha una conspiración, la posteridad aún le debe el estudio exhaustivo
de la conspiración de aquellos esforzados patriotas que organizaron un
vasto movimiento clandestino dentro de la Isla con una eficaz
comunicación entre ellos y con los jefes en el extranjero. Se destaca en
particular la labor de Juan Gualberto Gómez, el principal, aunque no el
único, vínculo con el Partido Revolucionario Cubano. Fue a aquel
destacado intelectual residente en La Habana a quien José Martí remitió
la Orden de alzamiento, firmada el 29 de enero en Nueva York por él, en
su condición de Delegado del Partido, por José María Rodríguez, en
nombre del General en Jefe electo, y por Enrique Collazo, quien así daba
fe del poder y autoridad del anterior.
Sabemos que copias de esa Orden fueron enviadas también a Santiago
de Cuba, Manzanillo, Camagüey y Remedios. Mas no deja de admirarnos la
celeridad con que se hicieron consultas entre los conjurados y se acordó
iniciar la lucha armada el 24 de febrero. En una veintena de días todos
los grupos estaban prestos a cumplir el mandato emitido desde Nueva
York para la insurrección simultánea en la segunda quincena de febrero,
sin que Occidente lo hiciera sin Oriente, y con los mayores acuerdos
posibles en Camagüey y Las Villas. Y ese día en Matanzas, las Villas y
Oriente estalló la guerra, no con todas las armas necesarias, pero sí
con muchos hombres y notable entusiasmo combativo.
En verdad hubo fuertes factores adversos. El más significativo, la
detención a mediados de enero de 1895 del Lagonda y el Amadís, dos de
los barcos que saldrían del puerto de Fernandina con las expediciones
hacia Cuba, más la requisa de las cajas con armas en un almacén en ese
puerto de la Florida. La tremenda batalla legal con las autoridades
estadounidenses para recuperar el armamento no estaba ganada todavía el
24 de febrero. Peor efecto produjo la confirmación por el gobierno
español de los planes expedicionarios desde la emigración: se aumentaron
tanto la vigilancia sobre las costas cubanas como sobre los conocidos
desafectos al dominio colonial y los posibles conspiradores, además de
sobre los principales líderes establecidos fuera de la Isla.
En consecuencia, el plan militar ideado por Gómez desde 1884 cuando
encabezó el luego fracasado proyecto de San Pedro Sula, perfeccionado
por él junto a Martí, del alzamiento simultáneo y la coincidente llegada
al país de los principales jefes con fuertes cargamentos de armas se
hizo imposible, al menos en su segundo aspecto. Ya era imposible la
guerra “rápida como el rayo”, al decir del Delegado, sorpresiva y en
busca de la victoria antes de que llegasen fuertes recursos desde la
metrópoli y en evitación de grandes pérdidas en vidas y recursos
materiales.
Como demostraron los hechos, a pesar de sus denodados esfuerzos,
Gómez y Martí no desembarcaron por Playita hasta el 11 de abril,
mientras que Maceo lo había hecho diez días antes. Los tres navegaron
en condiciones sumamente azarosas y corrieron muy serio peligro de ser
apresados o muertos tras sus desembarcos, sin la seguridad de la espera
por algún contingente mambí en los puntos en que lo hicieron. Las siete
semanas transcurridas entre el comienzo de la guerra y el arribo de
ellos fueron de incertidumbres: ¿llegarían o no esos líderes?; ¿se
desanimarían los combatientes ante la propaganda y la acción de los
autonomistas en pos de la paz sin independencia?; ¿tendría éxito como en
el Zanjón el habilidoso Arsenio Martínez Campos trasladado a la Isla
con poderosos recursos y abundantes tropas?; ¿habría lucha armada
finalmente en Camagüey, se incorporaría el Occidente a la pelea tras los
fracasos de Matanzas, podrían sostenerse mucho tiempo las débiles en
armas y acosadas partidas de Las Villas?
Estas y otras muchas preguntas seguramente se hicieron los
insurrectos a partir del 24 de febrero. Y aunque hubo casos de
presentados que depusieron las armas, de personalidades y jefes
apresados en las poblaciones y en los campos de batalla, muchos cientos,
quizá algunos miles, sostuvieron la lucha armada. Fue una proeza solo
explicable por el espíritu patriótico y el deseo de cambios en el país.
No fue pues, el 24 de febrero de 1895, un hecho fortuito, una
explosión incontenida de ira, una acción desesperada. Lo que comenzó en
aquella madrugada esplendorosa fue el resultado de un serio esfuerzo
organizativo, de una toma de conciencia colectiva de que había de
alcanzarse la independencia para crear una patria otra, una república
diferente abierta a la expectativas de las grandes mayorías populares,
sus actores esenciales.
No fue aquel el alzamiento de la burguesía azucarera cubano-española,
el sector social que, cuando la Invasión llegó al Occidente, pediría en
1896 al cónsul de Estados Unidos la intervención de esa potencia para
poner fin al conflicto y salvar sus propiedades. No fue la pelea de la
dirigencia autonomista, abandonada entonces por muchas de sus bases, que
todavía en 1898 intentó gobernar al concederse la autonomía por la
corona española.
Fue, como predijo e inculcó insistentemente José Martí, la
insurrección armada de los antiguos esclavos y de los negros y mulatos
en general para alcanzar la plena igualdad social; de los campesinos por
mantener sus propiedades amenazadas por el latifundio que nacía; de
los colonos explotados por el central; de los obreros, artesanos y
pequeños propietarios urbanos ahogados por el sistema fiscal colonial y
la protección a las producciones de la metrópoli; de la intelectualidad
ofendida por el desprecio colonialista y preocupada por el destino del
país; hasta de los españoles republicanos y honrados asentados en esta
tierra.
En dos palabras, se inició el 24 de febrero la segunda revolución de
Cuba, con la experiencia de la Guerra Grande, con una identidad
nacional madura, con comprensión creciente de los peligros del mundo
finisecular que se repartían las grandes potencias, con un equipo de
dirigentes conscientes de los grandes males de la nación y de probada
experiencia y lealtad a su pueblo, con un proyecto y un programa
revolucionario sumamente radical para su tiempo y condiciones históricas
como expondría un mes después, el 25 de marzo de 1895, en el Manifiesto
de Montecristi, el Partido Revolucionario a Cuba.
Se ha calificado aquella como la revolución de Martí en virtud de su
decisiva labor como preparador de la contienda y por dotarla de un
pensamiento anticolonialista, antimperialista y de hondas
transformaciones sociales. Mas es también la revolución popular, que
movilizó hacia la pelea armada y al apoyo de todo tipo a esta, a las
grandes mayorías. Y fue ese sentido de liberación nacional, esa tremenda
participación popular lo que impidió la anexión de Cuba a Estados
Unidos, y que la conciencia nacional se mantuviera luego enhiesta, a
pesar de las timideces y traiciones de algunos, de la Enmienda Platt y
del enorme control del vecino del Norte sobre la nación por una
cincuentena de años.
La Revolución comenzó el 24 de febrero. Martí se enteró dos días
después, en Montecristi, por un cable enviado desde Nueva York. Ese
mismo día, en los finales de una entusiasta y orientadora carta a sus
principales colaboradores en el Partido Revolucionario Cubano, decía:
“¡Arriba, sin cesar, con alma celadora y humilde!”
Esa es el alma que ha de guiar a los revolucionarios cubanos de hoy, el alma celadora y humilde.
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