Tomado de Cubadebate
Por:
Eusebio Leal
Este 27 de febrero se conmemora el 140 aniversario de la caída en combate de Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, líder histórico de la gloriosa Revolución de Yara y primer Presidente de la República en Armas.
Venerado como Padre de la Patria, no solamente ha de atribuírsele este título y atributo mayor por su inquebrantable firmeza de seguir combatiendo, aunque esta decisión acarrease el infortunio de perder a Oscar, el menor de sus dos hijos nacidos del matrimonio con María del Carmen, además de prima, su primera esposa. Ejecutado por orden del Capitán General Antonio Caballero y Fernández de Rodas, el joven mambí había sido apresado por las tropas españolas, quienes pusieron su vida en la balanza a cambio de la sumisión del jefe supremo de la Revolución. Fue entonces cuando Céspedes, supeditando el amor paternal al imperativo del deber, pronunció su memorable frase: «Oscar no es mi único hijo, lo son todos aquellos que mueran por nuestras libertades patrias». Estas palabras nos duelen todavía, pero pasada esa durísima prueba, afrontaría otras —no menos difíciles— que también nos llevan a identificar su excelsa figura con el destino de la nación cubana.
Se equivocan o mienten los que han afirmado que el levantamiento del 10 de octubre de 1868 fue un acto coyuntural, dictado por intereses clasistas. Desconocen que, por encima de los privilegios de clase, existe siempre una vanguardia capaz de hacer dejación de cualquier fortuna —material o de otra consideración—, en aras de un sentimiento nacional cuyos intermitentes destellos se hacen cada vez más frecuentes hasta cristalizar en ideario político. En ese sentido, Céspedes fue adalid de un límpido patriotismo que entrañaba una vasta cultura y visión global de la sociedad de su tiempo. Solamente teniendo en cuenta ese fundamento cultural y cosmopolita de su personalidad, es que puede entenderse su inclinación resuelta a la independencia total y absoluta de Cuba.
Luego de una feliz niñez en su natal Bayamo, donde realizó sus primeros estudios en los austeros claustros conventuales, junto a los padres franciscanos y dominicos, viaja a La Habana y es aceptado como alumno del Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Aquí no solamente se formaban clérigos, sino que se impartían disciplinas novedosas para la época como el Derecho Constitucional. Pero fue en la vecina Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo donde obtuvo el título de bachiller en Derecho Civil en 1838, tras lo cual marcha a España para concluir sus estudios en Leyes.
La fortuna familiar hizo de Céspedes un joven privilegiado, pues obtiene su licenciatura en la Universidad de Barcelona y puede dedicarse a recorrer varios países: Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, Turquía… Según la escritora Alba de Céspedes y el recientemente fallecido monseñor Carlos Manuel, ambos descendientes directos, es muy probable que entonces también haya visitado Palestina. Hablaba con fluidez varios idiomas: inglés, francés e italiano, además del griego y latín, atreviéndose incluso a traducir textos clásicos como algunos cantos de La Eneida, de las lenguas muertas.
Céspedes regresa a Bayamo en 1842 y, de inmediato, se vincula a toda iniciativa que significara cultura, progreso e ilustración. Ele-gante y distinguido, pequeño de estatura, jinete desde los años mozos, ama a su tierra natal, que conoce como la palma de su mano. Sentía una atracción magnética por las altas montañas de la Sierra Maestra, las cuales son visibles con toda nitidez desde Bayamo y Manzanillo, así como por los impenetrables bosques de Baracoa, lugares estos últimos donde también vivió. Junto a Pedro Figueredo y otros coterráneos cultos, fundó la Sociedad Filarmónica de Bayamo y, al poco tiempo, recayó en su persona la dignidad de síndico del Ayuntamiento de esta ciudad. Compone canciones y escribe poemas, entre ellos «Contestación» de carácter autobiográfico, el cual es publicado en la prensa habanera el 28 de enero de 1852.
Desde los inicios de esa década, había comenzado a acentuarse entre los cubanos un compromiso cada vez mayor con los propósitos emancipadores; sin embargo, una corriente envenenaba sus proyectos, una posición ambigua ante la abolición posible de la esclavitud, sustento pétreo de inmensos capitales invertidos, ruina moral de incalculables proporciones, iniquidad que perduraría como una herida abierta en el alma cubana. Siempre nos quedará la duda sobre el alcance de las palabras escritas por Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño) a su amigo José Antonio Saco, en que defendía, contra el criterio de este último, la anexión a los Estados de la Unión, no como un sentimiento, sino como un cálculo.
El año 1850 resultaría crucial. Desembarcaba Narciso López en Cárdenas (19 de mayo), donde iza la bandera que había diseñado junto a Miguel Teurbe Tolón, bordada por su prima y esposa Emilia, la cual resultó elegida —en definitiva— nuestra enseña nacional. El mismo estandarte de la estrella solitaria sería enarbolado, pocos meses después, por el camagüeyano Joaquín Agüero, protagonista del levantamiento de Puerto Príncipe (4 de julio de 1851). En respuesta, el gobierno colonial incrementó la represión en toda la Isla, amenazando con la pena máxima a cualquiera que osase levantarse en armas u otra forma de disentimiento, la mano de hierro sería la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente.
Mientras Agüero era apresado y fusilado en 1851, el general López desembarca por segunda vez en Cuba, en esta ocasión por la playa del Morrillo, en Pinar del Río, pero ya las tropas españolas se encuentran avisadas. Tras febril persecución, diezmados los expedicionarios, su líder es atrapado con vida en el cafetal de Frías, y se dispone enseguida que sea encarcelado e incomunicado. Su ejecución pública, a garrote vil, tiene lugar en La Habana, en la explanada de La Punta (1 de septiembre). «Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba» fueron sus palabras. Cuatro años después, en 1855, era ejecutado el catalán Ramón Pintó, quien logró organizar la mayor conspiración que hasta ese momento, con apoyo exterior, se había fraguado en contra del régimen colonial español, cuya señal de inicio sería un disparo en el teatro Tacón, donde se hallarían el Gobernador y sus invitados.
Aunque no hay indicios de que tuviera conexión con esa conspiración, Céspedes es detenido ese mismo año y enviado a Santiago de Cuba, donde permanece confinado en el antiguo navío «Soberano», destinado a retener a los presos políticos todavía no juzgados.
Luego sufre prisión domiciliaria durante ocho meses en esa ciudad. De regreso a Manzanillo, donde había fijado su residencia, dedica su bufete a los negocios agrícolas, acomete la cría de reses y compra el ingenio Demajagua, esto ya en 1866, sin haber dejado nunca de leer, escribir, pensar y… conspirar.
Ya para ese momento, se perfilaba con nitidez que no había otra solución que no fuera la lucha armada, sobre todo después del fracaso de la Junta de Información, organismo consultivo convocado por el gobierno español y celebrado en Madrid entre octubre de 1866 y abril de 1867, con representaciones de Cuba y Puerto Rico. La mayoría de los representantes antillanos cifraban esperanzas en que fructificarían sus peticiones sobre reformas políticas, sociales y económicas. Sin embargo, la negativa de las autoridades peninsulares condujo al fracaso de dicha Junta y debilitó el movimiento reformista cubano, propiciando los ánimos insurrectos.
A diferencia de otros precursores de la independencia, Céspedes no expresó nunca veleidad o inclinación hacia las tendencias proanexionistas. Su ideario patriótico se forjó de la fuente del pensamiento liberal y del espíritu romántico que abanderaba todo ideario de libertad, además en el seno de la masonería, cuyas logias habían proliferado secretamente hasta conformar la red nacional del Gran Oriente de Cuba y las Antillas (GOCA). Fundador de la logia Buena Fe, en Manzanillo, elegido por sus miembros como Venerable Maestro, grado 33, bajo el seudónimo de Hortensio, Céspedes intensifica sus planes de emancipación a partir de abril de 1868.
Al igual que muchos de sus compatriotas y hermanos, se inspiraba en el derecho universal de los hombres a la libertad, sin distinción de raza ni creencias, lo cual implicaba el sincero aborrecimiento a la esclavitud africana y la aspiración a una sociedad laica, mediante la separación de la Iglesia y el Estado. A esto se unía el secreto juramento de lealtad, los uno para con los otros; el respeto a la jerarquía de edad y obra en el seno de la hermandad; la igualdad de sus miembros sin distingos de clases; el espíritu de solidaridad para familiares y amigos, sobre todo en las circunstancias más difíciles… Son estos valores los que animaban a los reunidos, el 4 de agosto de 1868, en la Convención de Tirsán, celebrada en la finca de San Miguel del Rompe, en Las Tunas.
Fue allí, en esa “tenida” secreta, donde Céspedes expresó su convencimiento de que existían las condiciones necesarias para el levantamiento armado. Invocado al «Ser Supremo», gran arquitecto del Universo, se discutieron las condiciones de la asonada. Algunos preferían esperar una nueva zafra, que proporcionara los recursos financieros necesarios; otros, con admirable generosidad, ofrecieron sus bienes para enseguida costear la insurrección. Las condiciones internacionales resultaban favorables en 1868: por esos días estalla La Gloriosa en España, que derroca a Isabel II; tiene lugar el Grito de Lares (23 de septiembre), que marca el comienzo de la lucha de Puerto Rico por su independencia. Anteriormente habían ocurrido otros sucesos de gran trascendencia, el rechazo de las flotas navales españolas en las ciudades de Valparaíso en Chile, y en El Callao, Perú (2 de mayo); la victoria de Juárez en México por sobre el intento de establecer una monarquía de raíz europea, apoyada esencialmente por el ejército francés (15 de julio de 1867); la restauración patriótica en República Dominicana, que desde 1865 puso fin a la presencia española, y vibrante aún estaba el discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg (19 de noviembre de 1863), que marca el fin de la Guerra de Secesión de Estados Unidos y que define la esencia de la democracia con una frase: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra».
Lo que lógicamente no parecía muy claro para Céspedes en 1850 ni en 1851, sí lo estaba en 1868. Una convicción íntima lo animaba contra todo pronóstico: «Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!». Así comenzó todo. Días más tarde, el 10 de octubre, prendía la llama redentora en el ingenio Demajagua, que ha marcado el destino como nervio vital de la resistencia y el espíritu de la nación. Desde esas tierras se contempla el Golfo de Guacanayabo, y aún hoy, recortado contra el azul marino y celeste, entre las ruinas calcinadas de aquel ingenio demolido por el fuego de una nave militar española, puede verse cómo un poderoso jagüey esculpió raíz a raíz, rama a rama, el monumento que ningún artista pudo haber realizado mejor. La poderosa naturaleza abrazó una rueda dentada, levantándola en vilo y sosteniéndola como el volante de las maquinarias rotas, porque allí Carlos Manuel de Céspedes, Bartolomé Masó y sus seguidores pusieron punto final a una historia secular, al liberar a los negros esclavos que eran de su propiedad.
Quienes buscan capciosamente una su-puesta contradicción entre ese gesto radical y el interés propietario mantenido hasta la víspera, debían remitirse al Manifiesto que, pronunciado aquel día, expresa el fundamento de aquella acción y convalida la decisión de tomar las armas, renunciando a toda riqueza material. Faltaría luego —más allá del consensum de otras opiniones— hacer triunfar el concepto de la inmediatez sobre el de la gradualidad:
«(… ) Nosotros consagramos estos dos venerables principios: nosotros creemos que todos los hombres son iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias; respetamos las vidas y propiedades de todos los ciudadanos pacíficos, aunque sean los mismos españoles, residentes en este territorio, admiramos el sufragio universal que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación gradual y bajo indemnización, de la esclavitud; el libre cambio con las naciones amigas (… ) Cuba no puede pertenecer más a una potencia que, como Caín, mata a sus hermanos, y, como Saturno, devora a sus hijos. Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos (… )»
¡El tizón encendido fue lanzado sobre el polvorín!
La noticia corrió por todo el Oriente cubano. Pocas horas después, alguien toca a la puerta de los hermanos Maceo en San Luis, y Mariana juramenta a sus hijos: Antonio, José y Miguel, entre ellos. Otros patriotas irrumpen silenciosamente en el poblado de El Dátil para avisarle a Máximo Gómez Báez, el soldado dominicano que había llegado a Cuba hacía poco tiempo antes, trayendo consigo a su familia y a compañeros de armas. Al invocar estos nombres, también encumbrados en el panteón de la Patria, esbozamos apenas un anticipo de las páginas gloriosas que siguieron al Grito de Yara, como se reconoce lo acontecido a raíz del levantamiento del 10 de octubre, pues en aquel poblado se produjo el primer combate entre las tropas españolas y los recién estrenados mambises al mando de Céspedes.
Para verda deramente profundizar en la vida del Padre de la Patria y su desempeño como líder legítimo de la Revolución, es preciso remitirse a una obra imprescindible: los tres tomos que recogen sus escritos, compilados por los grandes maestros Fernando Portuondo del Prado y Hortensia Pichardo Viñals. Asimismo, resulta encomiable el libro de Rafael Acosta de Arriba que, con el título Los silencios quebrados de San Lorenzo, retoma los aspectos más polémicos de la historiografía cespediana, específicamente las circunstancias que rodearon su deposición del cargo de Presidente de la República en Armas. «¿Actuó con absoluta legalidad la Cámara de Representantes?», se pregunta el investigador con el objetivo de revelar los elementos jurídicos-legales que permiten cuestionar esa decisión cameral.
La misma fue tomada el 27
de octubre de 1873 durante una reunión que, celebrada con quorum mínimo
en el poblado de Bijagual de Jiguaní, convocó en su provecho a un fuerte
contingente de tropas mambisas y de altos mandos militares de la
Revolución. Hoy ese lugar yace sumergido bajo las aguas de la represa
que lleva el nombre de Carlos Manuel de Céspedes.
Desde ese momento hasta el día de su muerte, muchas noticias
amargaron su espíritu. Fue un ser humano; quiere decir: no era perfecto
ni infalible. Algunos de sus actos recibieron juicios adversos, pero
todos, absolutamente todos, estuvieron apegados a su conciencia y al
elevado concepto del deber, que sobrepuso decididamente a cualquier otro
sentimiento, incluso a su amor paternal.
Aquí se resume el trasfondo ético que propició su liderazgo genuino al ser elegido primer Presidente de la República en Armas en la Asamblea Constituyente de Guáimaro, celebrada entre el 10 y el 12 de abril de 1869. Creía firmemente que la Revolución es la fuente del Derecho y, cuatro años después, aunque considerase injusto el proceder seguido en su contra para deponerlo, el respeto a sí mismo le hizo acatar la Ley, palabra que subraya con asterisco y una cruz en la última frase de su Diario, escrita el mismo día de su caída. De algún modo anticipaba que, quienes promuevan la legalidad, deben atenerse a ella o perecerán. ¡Cuán difícil fue en lo adelante la gestación y el nacimiento de la unidad nacional!
Aunque es un hombre todavía joven, pues tiene solo 55 años, luce prematuramente envejecido. Pobre de solemnidad, vestido con lo mejor que puede hallar en su guardarropa, se auxilia de la rama de un árbol para andar por el monte.
Ya no porta el fino bastón de carey y puño de oro, ni lleva el anillo de diamantes en el índice de la mano derecha. Sus cabellos cortados a lo ralo, hacen que su rostro no sea ni la sombra del que vemos en sus retratos. Las venganzas mezquinas han logrado que permanezca virtualmente cautivo —bajo el estatuto de residenciado—, viviendo en el apartado monte, rodeado solo de los pocos fieles que acompañan a los grandes redentores. De cuando en cuando espera un correo que le traiga el pasaporte para salir del territorio de Cuba Libre, pero con una condición: debía ser de manera legal. Descartó toda posibilidad de escabullirse por un punto secreto de la costa, tal y como minuciosamente había preparado en el exilio estadounidense su segunda esposa, Ana de Quesada, madre de sus hijos gemelos Carlos Manuel y Gloria de los Dolores, a quienes Céspedes no llegaría a conocer personalmente
. Sus retratos contenidos en las primorosas cajitas que le iban llegando, eran su más preciado tesoro. Con una cartilla rústica, aprovecha para enseñar a leer y escribir a los niños y ancianos campesinos que le tributan los últimos afectos. Es capaz de abstraerse en la meditación del juego de ajedrez, como si supiera que su vida también depende de movimientos que no son fáciles. ¿Cuál será la próxima jugada de sus enemigos?
De alguna manera ellos supieron dónde estaba, y la operación en su búsqueda comenzó sigilosamente, ascendiendo el intrincado camino que va desde la playa hasta San Lorenzo. El «Presidente viejo», como le llamaban, permanecía solo con Francisca (Pan-chita) Rodríguez, cuando una niña que llega a pedirles sal anuncia que soldados españoles rondan por los alrededores. Es probable que el vigía situado en el Cordón del Loro, un risco desde el cual se observaba aquella comarca, no efectuara el disparo de aviso. Carlitos, su otro hijo del primer matrimonio, hermano de Oscar, estaba circunstancialmente lejos; también José Lacret Morlot, a quien, con raro presentimiento, Céspedes había ordenado de-sen-sillar el caballo con que solía pasear a media mañana.
Revólver en mano, en lugar de tomar el camino de la cuesta del río, entre cuyos lirios solía recrearse, decide internarse en el monte repleto de abrojos y espinas, ascendiendo hasta el peñón. Y allá, desde lo alto de ese risco, se derrumba por el barranco hacia el precipicio. ¿Qué pasó en el último instante? ¿Pudo usar su arma, antes de ser ultimado? Su hijo y sus compañeros habían bajado a un lugar próximo y desde allí escucharon los dos disparos. Ellos solo pudieron encontrar jirones de sus cabellos y ropas, pues el cadáver fue arrastrado entre las piedras por sus victimarios. Si fue la traición o el azar el que guio al Batallón de Cazadores de San Quintín hasta aquel apartado y, al parecer, seguro refugio de la Sierra, poco importa ya en definitiva. Los ignotos perseguidores del hombre del 10 de Octubre eran portadores, sin saberlo, de la corona de laurel para ceñir su frente.
Aquí se resume el trasfondo ético que propició su liderazgo genuino al ser elegido primer Presidente de la República en Armas en la Asamblea Constituyente de Guáimaro, celebrada entre el 10 y el 12 de abril de 1869. Creía firmemente que la Revolución es la fuente del Derecho y, cuatro años después, aunque considerase injusto el proceder seguido en su contra para deponerlo, el respeto a sí mismo le hizo acatar la Ley, palabra que subraya con asterisco y una cruz en la última frase de su Diario, escrita el mismo día de su caída. De algún modo anticipaba que, quienes promuevan la legalidad, deben atenerse a ella o perecerán. ¡Cuán difícil fue en lo adelante la gestación y el nacimiento de la unidad nacional!
Aunque es un hombre todavía joven, pues tiene solo 55 años, luce prematuramente envejecido. Pobre de solemnidad, vestido con lo mejor que puede hallar en su guardarropa, se auxilia de la rama de un árbol para andar por el monte.
Ya no porta el fino bastón de carey y puño de oro, ni lleva el anillo de diamantes en el índice de la mano derecha. Sus cabellos cortados a lo ralo, hacen que su rostro no sea ni la sombra del que vemos en sus retratos. Las venganzas mezquinas han logrado que permanezca virtualmente cautivo —bajo el estatuto de residenciado—, viviendo en el apartado monte, rodeado solo de los pocos fieles que acompañan a los grandes redentores. De cuando en cuando espera un correo que le traiga el pasaporte para salir del territorio de Cuba Libre, pero con una condición: debía ser de manera legal. Descartó toda posibilidad de escabullirse por un punto secreto de la costa, tal y como minuciosamente había preparado en el exilio estadounidense su segunda esposa, Ana de Quesada, madre de sus hijos gemelos Carlos Manuel y Gloria de los Dolores, a quienes Céspedes no llegaría a conocer personalmente
. Sus retratos contenidos en las primorosas cajitas que le iban llegando, eran su más preciado tesoro. Con una cartilla rústica, aprovecha para enseñar a leer y escribir a los niños y ancianos campesinos que le tributan los últimos afectos. Es capaz de abstraerse en la meditación del juego de ajedrez, como si supiera que su vida también depende de movimientos que no son fáciles. ¿Cuál será la próxima jugada de sus enemigos?
De alguna manera ellos supieron dónde estaba, y la operación en su búsqueda comenzó sigilosamente, ascendiendo el intrincado camino que va desde la playa hasta San Lorenzo. El «Presidente viejo», como le llamaban, permanecía solo con Francisca (Pan-chita) Rodríguez, cuando una niña que llega a pedirles sal anuncia que soldados españoles rondan por los alrededores. Es probable que el vigía situado en el Cordón del Loro, un risco desde el cual se observaba aquella comarca, no efectuara el disparo de aviso. Carlitos, su otro hijo del primer matrimonio, hermano de Oscar, estaba circunstancialmente lejos; también José Lacret Morlot, a quien, con raro presentimiento, Céspedes había ordenado de-sen-sillar el caballo con que solía pasear a media mañana.
Revólver en mano, en lugar de tomar el camino de la cuesta del río, entre cuyos lirios solía recrearse, decide internarse en el monte repleto de abrojos y espinas, ascendiendo hasta el peñón. Y allá, desde lo alto de ese risco, se derrumba por el barranco hacia el precipicio. ¿Qué pasó en el último instante? ¿Pudo usar su arma, antes de ser ultimado? Su hijo y sus compañeros habían bajado a un lugar próximo y desde allí escucharon los dos disparos. Ellos solo pudieron encontrar jirones de sus cabellos y ropas, pues el cadáver fue arrastrado entre las piedras por sus victimarios. Si fue la traición o el azar el que guio al Batallón de Cazadores de San Quintín hasta aquel apartado y, al parecer, seguro refugio de la Sierra, poco importa ya en definitiva. Los ignotos perseguidores del hombre del 10 de Octubre eran portadores, sin saberlo, de la corona de laurel para ceñir su frente.
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